Vivir sola
Por Vivian Gornick
Lunes 30 de noviembre de 2020
"Escribir estos pensamientos en artículos y ensayos se convirtió para mí en un consuelo y una necesidad. Al escribir abiertamente sobre el tema, tenía la sensación de renovarme, cuando no directamente de redimirme". Tomado de Mirarse de frente (Sexto Piso), compartimos un extracto.
Por Vivian Gornick. Traducción de Julia Osuna Aguilar.
Es domingo por la mañana y voy paseando hacia el norte por la avenida Columbus. Se me avecinan parejas por todos los frentes. Ocupan la calle entera, de la línea de edificios al bordillo de la acera. Las hay engarzadas con fuerza, mirándose las caras, arrobadas; las hay cogidas de la mano y con ojos inquietos que saltan de escaparate en escaparate; las hay que caminan al lado, cara impertérrita, con cuidado de no rozarse. Me viene un convencimiento repentino, el de que dentro de unos meses la mitad de esas personas estarán caminando con otra persona que está ahora mismo caminando por la avenida como mitad de otra pareja. Al final también ese arreglo terminará, y cada hombre y mujer volverá a estar mirando por la ventana de una habitación sin compañía. Se trata de una población en un estado perenne de apego intermitente. El piso silencioso aguarda siempre sin falta.
Quién habría imaginado que seríamos tantos flotando de aquí para allá, tantos entre treinta y cinco y cincuenta y cinco años viviendo solos. Treinta años de política en la calle abrieron una puerta que se convirtió en una compuerta, y allá que nos precipitamos por ella, en la cifra monumental que sumamos los dueños del descontento más fundamentado de la historia. Así y todo, la mayoría parecemos aturdidos, sin saber cómo llegamos a este punto, confundidos y deseosos de librarnos de esta afección. Vagamos por las calles abarrotadas, con la franca expectativa del indulto del último minuto. Para nosotros la densidad humana es un requisito; sólo la densidad puede proporcionarnos material para el reagrupamiento perenne que hemos convertido en necesidad.
I
Tal y como yo lo veo, dije que sí a una cosa y que no a otra, y acabé viviendo sola. Nunca llegué a entender que la respuesta es ya en sí elegir. Durante años mis elecciones estuvieron fuertemente condicionadas por lo que yo consideraba una preocupación colosal: me mantenía en guardia contra el miedo a la soledad. Me parecía fundamental resolver los temas importantes de la vida –el trabajo y el amor– sin tener que protegerme de los temores de una vejez en solitario. El miedo a la soledad, defendía yo por entonces, era responsable de tantos pactos con el diablo hechos por tantas mujeres que luchar contra esa angustia se convirtió para mí en una cuestión política. Una postura que me resultaba cómoda, puesto que mi comprensión del tema era precaria.
Me casé con veinticuatro años. Habíamos sido amigos antes que marido y mujer pero, en cuanto nos casamos, nos vimos atrapados en ideas ajenas de lo que es ser marido y mujer. Un día éramos un par de estudiantes muy concienzudos que cocinábamos juntos lo poco que comíamos, nos turnábamos para lavar los platos o hacer la colada, y al siguiente, yo estaba metida en la cocina con un recetario mientras él leía el periódico en el salón; las únicas veces que levantaba la vista era para especular en voz alta, proyectando el discurso hacia la cocina, sobre su trabajo, nuestro futuro. Empecé a alarmarme, y él también. La alarma se apoderó del piso y nuestra existencia se convirtió en una pesadilla. Una pesadilla que acaparaba nuestra atención hasta un punto morboso. Parecíamos pasarnos la vida preguntándonos con acritud por qué no éramos felices.
Nos teníamos por personas de mente abierta. La idea había sido avanzar en la vida de la mano, mirando de cara al mundo, pero nos vimos de pronto mirando sólo hacia dentro, de profano a profana. La relación que en teoría iba a estar al servicio de nuestras vidas fue convirtiéndose lentamente en nuestra vida. Cuanto mayor la incertidumbre, más reivindicábamos que el amor lo era todo. Los dos seríamos uno, ésa era la norma. Desviarse de la norma sólo podía causar desazón e inestabilidad.
Aquella política, lejos de llevarnos a la tierra prometida, nos hizo adentrarnos aún más en el desierto. A lo que parecía, ninguno de los dos debía permitirse un impulso independiente. Convertimos en costumbre que uno u otro se quejara a menudo de lo mismo: «¿Cómo puedes decir que me quieres y querer hacer eso?». Siempre sin falta, lo que él o yo queríamos hacer, y que tanto indignaba al otro, era satisfacer un interés que servía solamente a su persona particular, deseo este que el otro vivía como excluyente y, por tanto, desleal. Pero la restricción iba contra natura: el impulso surgía una y otra vez a la superficie, como una mala hierba abriéndose paso entre el cemento.
Desconsolados por el fracaso de nuestra relación (qué conmoción, qué anomalía la nuestra), nuestra desdicha se nos hacía vergonzosa (mírennos, casados y más solos que cuando estábamos solos). La vergüenza te aísla. El aislamiento era humillante. La humillación no soporta pensar en ella. Empezamos a concentrarnos en no pensar.
Cuanto más atribulado se volvía nuestro apego, más tiempo pasábamos el uno con el otro. Estábamos siempre juntos. Y no porque disfrutáramos de la compañía, nada más lejos, era solamente porque no soportábamos estar separados. Juntos generábamos tensión, mientras que cada uno por su cuenta se hundía en una soledad intensa. La soledad era más dolorosa que la tensión, había que evitarla a toda costa. Llegamos al punto de que si yo decía que iba a bajar a por leche, mi marido decía que venía conmigo. La gente a la que conocíamos –gente igual de joven que nosotros– nos decía: «Miradlos, qué entregados». Fue el matrimonio lo que me enseñó que la angustia se parece a la entrega, y que la soledad es la condición humana que menos se presta al análisis fácil.
La obsesión por evitarnos a nosotros mismos se volvió denigrante. Nuestras propias emociones pasaron a ser el
enemigo. En torno a todo sentimiento brotaba una coraza protectora. Cuanto más gruesa se hacía, más se arrugaba la carne de dentro. Joven y sana, me sentía enterrada viva.
Por fin nos separamos.
II
Recuerdo estar tirada en la cama esa primera mañana, mirando el recuadro de techo de mi dormitorio. Me acuerdo del silencio y de la dicha por no tener que responder: ante nadie. Paz, auténtica paz, las sombras despejadas, la angustia disipada. Quedaba sólo espacio abierto. Mi presencia llenaba aquel piso diminuto. Me quedé desnuda de pie en medio del cuarto. Bostecé y me desperecé. La sola idea del amor se me antojó una invasión. Tenía pensamientos que pensar, un arte que aprender, un ser que descubrir. La soledad era un regalo. Había un mundo aguardando a darme la bienvenida siempre que estuviera dispuesta a entrar a solas. Me vestí y atravesé la puerta.
Eso fue a principios de los setenta, una época muy emocionante, con una emoción compartida por cantidad de mujeres. Nos convertimos al movimiento de la mujer. Cuando nos encontrábamos todas en lugares públicos, reuniéndonos una y otra vez por el placer de elaborar el discernimiento y repetir el análisis, el mundo se expandía en una camaradería extensiva de dimensiones extraordinarias. Esa camaradería tonificaba y respaldaba. Cuando volvía a casa después de esos encuentros, mis habitaciones me parecían cálidas y acogedoras, el orden y la tranquilidad, placer y alivio, y el zumbido de la conversación aún en la cabeza. No había nadie más en la habitación, pero distaba mucho de estar sola. Había vuelto acompañada a casa, una compañía maravillosa, una compañía que me devolvía a mí misma.
Esa intimidad, sin embargo, estaba ligada al momento –aquel en que sentimos el feminismo como una revolución–, y al pasar el momento, el compañerismo se fue con él. Me quedé luego con la sensación de conocer a un montón de personas que, en cambio, no se conocían entre ellas. Se evaporó la ilusión de una vida equilibrada. Volví a la vida social urbana que había conocido antes del matrimonio: fragmentada y voluble, marcada por las tensiones y el retraimiento de vidas y personalidades exacerbadas, amistades que andaban siempre acompasándose y descompasándose. Me desconcertó comprobar que, sin compañía doméstica, el contacto diario no estaba en absoluto garantizado.
Un buen día me di cuenta de que estaba sola, y no solamente en casa sino en el mundo. Si no cogía ese teléfono y hacía al menos una llamada… Pero incluso aunque cogiera el teléfono, la de veces que, daba igual las llamadas que hiciera, estaba todo el mundo ocupado, no había nadie libre… La quietud se me venía encima. El piso retumbaba con su propio silencio. El silencio se intensificaba. La soledad se convirtió en un problema.
La soledad, cuando llega, llega –ahora y siempre– como la arremetida de una enfermedad física. En mi caso empezaba con una presión tras los ojos que me obligaba a torcer el gesto. Me impactaba en cuestión de minutos y me dejaba mareada y sudorosa, con la desgracia empañándome el pecho, el miedo irradiando en ondas desde la boca del estómago. Me echaba en el sofá con un libro abierto en las manos y esperaba a que se me pasara. A veces, sin embargo, podía durarme días, sobre todo en las estaciones del año cálidas y tendentes a la ensoñación. Recuerdo perfectamente haberme levantado mil mañanas en medio del dulzor penetrante de un día estival con la sensación de tener la cama anclada a un paisaje gris y despoblado mientras, justo al otro lado de la ventana, el mundo se baña en fluidez líquida y toda la gente chapotea alegre, deslumbrando de color, en parejas y grupos.
Así que en esas me encontraba, después de estar sola pero contenta de estar sola, ahora sola y dolorida. Hice entonces lo que cabía hacer: llamé a quien pude llamar, fui allá donde me invitaron, cultivé a discreción el trato con conocidos; y no tardé mucho en tener planes para quedar todas las noches de la semana que quisiera. Cuando la sociabilidad en sí se volvía insoportable, me daba un pequeño sermón sobre las antiguas bondades de la soledad, urgiéndome a pasar las noches leyendo como había hecho tan a menudo durante tantos años de mi vida. Después me echaba en el sofá, y no era extraño que no pasara de las cincuenta páginas en tres horas y tuviera que leer la misma frase tres veces para que me calara el contenido, pero aun así seguía en el sofá, en mis trece.
El dolor generaba discernimiento y energía, pero no así equilibrio ni desapego. Estaba claro que superar una noche a solas como el paciente que sale de una fiebre, y felicitarme por no sucumbir a los peores excesos de autocompasión, no era señal de un espíritu indómito. Si eso era todo lo más que podía hacer, ¡para eso bien podía casarme! Me puse firme ante aquellas palabras: ¡por encima de mi cadáver! Comprendí entonces que era un asunto que iba más allá de una simple cuestión de placer o dolor: había empezado a tener algo que decir sobre vivir sola.
Escribí un controvertido artículo titulado «Contra el matrimonio» en el que argumentaba que, cuando nos casamos, lo hacemos no para vivir una aventura de descubrimiento personal o compartir una vida interior, sino por un solaz emocional que era primitivo. El solaz trae consigo el aislamiento, una relación poco profesional con la soledad, y crudas preguntas sobre el yo interior que se quedan años y años sin formular. El miedo a la soledad era el meollo de la cuestión, decía en aquellas páginas; para blindarse ante un miedo, hay que avanzar hacia él, vivir con él, encararlo. Vivir sin amor o intimidad en el hogar era de hecho estar medio viva, reconocía en mi generosidad, pero, concluía, lo que queremos ahora es ser reales para nosotras mismas. El mito de que «y los dos serán un solo ser» ha dejado de ser válido. Lo que ha de ocupar nuestras vidas es vivir conscientemente. Si no es posible congraciarse con la soledad, al menos podemos aprender que no es letal. Esa constatación se convierte en una fuerza, una aliada, un arma.
Escribir estos pensamientos en artículos y ensayos se convirtió para mí en un consuelo y una necesidad. Al escribir abiertamente sobre el tema, tenía la sensación de renovarme, cuando no directamente de redimirme. No era consciente de la retórica que surcaba aquellas páginas, que inflaba las frases y confinaba el pensamiento. Me había convencido de que, al poner por escrito el problema, estaba superándolo… y no sólo a él. El artículo levantó ampollas. Me desafiaron desde una decena de frentes, y respondí en todos y cada uno. Las respuestas sonaban razonables a mis oídos pero, cuanto más lo explicaba, más me atrincheraba. Sin darme cuenta, había convertido una idea en una teoría, la teoría en una postura y la postura en un dogma.
Era una ideóloga nata: me sentaba de maravilla tener una postura. Y ahora tenía una: vivir sola es plantarle cara a la soledad. Se convirtió en una letanía que me daba fuerza en las malas rachas, me cargaba las pilas de resistencia y autodominio. No había necesidad de revisar el contenido, lo único que tenía que hacer era repetir el mantra.
Pasaron los años (que es lo que tienen, pasan), nada parecía cambiar. Hasta que de pronto, sin previo aviso o consentimiento, tuve que echar mano de mi propio dogma, y después de eso nada volvió a ser igual. Cuando fui a dar clase durante un trimestre en una ciudad universitaria del sur, conocí a una mujer de mi edad que estaba divorciada y tenía ya a sus hijos estudiando fuera. Me propuso que compartiéramos casa. Me pareció que era un espíritu afín y, tras años de vivir sola, decidí arriesgarme.
Fui a dar con un arreglo que no podía ser más compatible. Entre aquella mujer y yo no hubo roces, tensiones, depresiones ni retraimientos. Parecíamos no aburrirnos, no enfadarnos ni entrometernos nunca en la vida de la otra. Cada una vivía su día a día de forma independiente pero, si coincidíamos, a las dos nos encantaba pasar una velada juntas en casa. La conversación era cada vez más placentera, pero ninguna hizo nunca que la otra se sintiera culpable por querer estar sola. En resumidas cuentas, la relación era la sencillez
personificada, y a las dos nos brindaba las alegrías de la amistad civilizada y la tranquilidad doméstica, un estado vital que yo no había conocido hasta la fecha.
Lo que no podía esperarme fue el alivio que sentí al no vivir sola. El alivio y la gratitud. Porque, a ver, ¿qué estaba pasando? No vivía ni con un amante ni con una amiga íntima: simplemente estaba compartiendo casa con una persona compatible. Disfrutaba del placer del café de la mañana y la charla de la noche con una mujer con la que me gustaba hablar y de lo reconfortante que era saber que pasábamos la noche bajo el mismo techo. Lo que estaba ejerciendo un efecto tan extraordinario en mí era la ausencia de soledad en bruto.
Porque fue realmente extraordinario. De entrada, a diario y a lo largo del día me sentía tranquila, tranquila de verdad. Esa calma me hizo darme cuenta de que por lo general sufro –y seguramente lleve años haciéndolo– una especie de angustia de pequeño calibre que se cuela a diario en mi sistema nervioso. Nada preocupante, y desde luego nada que no pueda sobrellevar, pero es una sensación que tengo, una que había dejado de constatar y en la que no habría vuelto a reparar si no fuera por esa calma maravillosa que me subía burbujeando por el cuerpo un par de veces al día.
Más allá de la calma, me sentía lijada por dentro, como si una gran ola blanquiazul me hubiera bañado y se hubiera llevado consigo las limaduras. Fue entonces cuando comprendí que me siento áspera por dentro, todo el tiempo. De nuevo, nada preocupante ni nada que no pudiera sobrellevar. Pero estaba ahí. La soledad es áspera al tacto.
La neblina de mi cabeza, de la que siempre tenía algún jirón flotando por aquí y por allá, pareció despejarse entonces. Me vi concentrándome durante horas seguidas, no minutos. Hasta ese momento no se me hizo evidente que mi atención se ve hecha jirones de continuo, la atribulada granulación de la claridad interior que se ha convertido en mi compañera del alma.
Miré entonces lo que me rodeaba, mi vida, y comprendí que ni por asomo había aprendido a vivir sola. Lo que había
aprendido era a planear estrategias; a tenderme hasta que remitiera el dolor, a evadirme, a pasar de largo. No estaba ahogándome pero tampoco nadaba. Estaba haciendo el muerto, lejos de la orilla, esperando a que me salvaran.
Al pararme a examinar con detenimiento una afección que no había cuestionado en años, comprendí que una vez más se mentaba la cosa; la cosa que sabía y había olvidado incontables veces; la cosa que cada vez que mentaba hacía más mía, pero, cuanto más la olvidaba, más se me venía encima el mundo. Me vi recordando la primera vez, hacía mucho tiempo, que había entendido lo que siempre se me olvidaba. Fue también el día que comprendí por qué paseaba, por qué soy una caminante de ciudad. El recuerdo se materializó con tal fuerza que de pronto vi el día ante mis ojos:
Llevaba horas dando vueltas por el piso, evitando la mesa de trabajo. No podía pensar, no podía escribir. La cabeza llenándose de niebla, bruma, algodones, hielo seco; la niebla entrando por los ventanucos de arriba. La de costumbre, la de todos los días. La afección con la que forcejeo desde las nueve de la mañana en adelante, con la que me peleo por ocupar un pequeño espacio despejado en mi cabeza hasta las dos o las tres de la tarde, cuando desisto de todo esfuerzo, sintiéndome vacía y derrotada y como si llevara mil años sin escuchar el sonido de una voz humana.
Esa tarde había quedado en el Uptown, en una dirección que estaba a casi cinco kilómetros de mi casa, y me vino el impulso de ir andando. Cuando salí por la puerta de la calle fue como si surgiera a la luz desde una caverna. Todo lo que veía –tiendas, luces, coches, gente– me parecía interesante. Respiré hondo y sentí cómo se me hinchaban los pulmones. Luego me encontré con alguien que llevaba años sin ver. ¡Qué estimulante el encuentro inesperado! Se me alargó el paso. Llegué al sitio donde había quedado, hice lo que iba a hacer y decidí volver también andando. Cuando llegué a casa vi que se me había disipado el malestar. Me había purgado: el paseo me había purgado.
Comprendí entonces lo corriente que era mi depresión. Corriente y predecible, corriente y diaria. Depresión diaria, no era otra cosa. Comprendí, como por primera vez, que la depresión diaria te come la energía; sin energía la vida interior se evapora; sin vida interior no hay vivacidad; sin vivacidad no hay trabajo. Una vida sometida a la depresión diaria está condenada a la mediocridad.
Y al mismo tiempo comprendí también que «eso» era la soledad, la cosa en sí. La soledad era la evaporación de la vida interior. Soledad era yo seccionada de mí misma. La soledad era la cosa que nada podía curar.
Yo sabía que la depresión estaba enraizada en un agravio que venía de lejos, más antiguo que el amor, más antiguo que el matrimonio, más antiguo que la amistad o la política. El agravio era un amigo querido, un amigo muy íntimo. Con los años había renunciado a muchas otras amistades, pero no a aquel amigo, nunca. A aquél, comprendí, le había dado carta blanca.
Me conocía lo suficiente para saber que no me aferraría a eso que empezaba a comprender, que algo en mí se negaría a asimilar la información. Lo olvidaría. No lo asumiría. Volvería a verme desbordada. La revelación de por sí no me salvaría. Tendría que despejar cada día como el primero. Andar me había purgado, me había limpiado, pero sólo por un día. Comprendí la cotidianidad de la misión. Estaba condenada a andar.
Y lo que era más importante, estaba condenada a vivir con lo que no podía asumir.
Todos lo estábamos. Los que vivimos solos, manteniéndonos a flote, esperando un indulto, aferrándonos al descontento más fundamentado de la historia.
III
Camino por la avenida Columbus con un respeto renovado por la vida en estado solitario. Miro las caras ávidas, las caras que
buscan, y pienso qué bien lo estamos haciendo en esta ciudad descarnada y sucia los que miramos por ventanas de habitaciones carentes de compañía, con esa textura áspera en el café de la mañana y la angustia de pequeño calibre con la copa de la noche. Al otro lado, en el resto del país, las caras son retraídas y remotas, excéntricas por culpa del aislamiento. En la avenida Columbus la soledad colectiva es un elemento estable. Puede generar cultura.