No Ficción

Un poema perdido

Extraviado en una revista a la que le perdió el rastro, Denise Levertov recuerda un poema que primero fue sueño y ahora es pasado. Publicado en Teselas, el libro de memorias de Ediciones UDP. 



Por Denise Levertov. Traducción de Gerardo Jorge.



Había visto catedrales, y había vivido un tiempo en Florencia, donde los tranvías rechinan frente a la grandeza del Duomo, en las brumas heladas de enero. En alguna parte había leído sobre el rescate de un rey, pagado con joyas que decoraban los santos tallados en Perú y Brasil, donde los indios avanzaban de rodillas hacia ellos, iguales a los que había visto en México, en la penumbra y en la dorada luz de velas de las enormes iglesias coloniales. Y en un sueño estas cosas bailaban juntas y se reensamblaban: veía avanzar la majestuosa proa de una inmensa catedral sobre una pequeña plaza o zócalo que era el verdadero corazón de una ciudad. Alrededor, todo el día, y hasta entrada la noche, los ruidosos tranvías trabajaban como cargados remolcadores, diminutos y pueriles bajo esa altura solemne, tocando sus bocinas. Dentro de ellos, las multitudes –y los vagones iban siempre llenos– deslumbradas por la fachada, sacaban el cuerpo por las partes abiertas, estirando las manos. La vía pasaba tan cerca que podían de veras tocarla; tocar ese famoso y extraordinario muro de riquezas. Porque se trataba de la fabulosa Catedral de Perlas: la fachada entera era un farallón incrustado de perlas, sus caras y cornisas y todo su alto tachonado de perlas de todos los tamaños; perlas del tamaño de huevos de Bantam, adornando las coronas y corazas de las vírgenes mártires, de los arcángeles, perlas rosas y negras entre las blancas, el vestido entero de una Madonna una suave luminiscencia de perlas. Y todo el día –por los años y los siglos– las pardas manos de los pobres lograban tocarlas: no agarrarlas, sino sólo tocarlas, con una especie de caricias, con deslumbre y devoción. Nunca faltó una perla.

Ese era el sueño, y recuerdo haberlo escrito como poema: «Catedral de Perlas». Aunque el poema se publicó en alguna revista efímera, fue hace más de treinta años y perdí todo rastro. Si alguna vez llega a aparecer, como otro poema que creía perdido, uno sobre unos campesinos suizos, hombres, mujeres y niños, que vuelven a su valle tras un día de cosecha en las pasturas de montaña; ¿tendrá algo más para decirme, algo que haya olvidado? Lo que recuerdo no es la idea de que los pobres serían menos pobres si la catedral fuera saqueada y las perlas vendidas (aunque no dejo de tenerla), sino la sensación de una turbia oscuridad de la ciudad incluso durante el día, la oscuridad de la piedra sobre la cual las perlas estaban incrustadas, la parpadeante belleza de las perlas –mágicos percebes sobre un gran barco emergido desde el mar– y el profundo placer que esa belleza les daba a los que pasaban y volvían a pasar.

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