No Ficción

El sagrado corazón en negro

Daniel Link presenta la correspondencia de Pier Paolo Pasolini entre 1940 y 1945, Pasiones heréticas, publicada por El cuenco de plata. "Pintor, guionista, poeta, semiólogo, periodista, dramaturgo, músico, director de cine, novelista, militante, no hay categoría que contenga cabalmente todo lo que hace Pasolini".


Por Daniel Link.



“Usted buscaba un slogan, ¿verdad? Cecchi nos regalaba uno muy lindo (se entiende que sin quererlo) y, me parece, eficaz comercialmente: “El Corazón en negro…”, que, con la firma de Emilio Cecchi, funcionaría a las mil maravillas” (A propósito de Ragazzi di vita; carta de Pasolini a Livio Garzanti del 2 de julio de 1955).

La dificultad que nos ofrece Pasolini (y lo que garantiza su grandeza) es esa obsesión por lo sacro que recorre toda su obra, desde sus poemas juveniles en Casarsa hasta sus grandiosas películas romanas.

Para nosotros lo sagrado (en cualquiera de sus formas: Dios, el sexo, el amor, la vida, la amistad, la naturaleza o la Razón) no juega ya ningún papel porque repugna a las relaciones de intercambio. Nos hemos convertido en meros epifenómenos del mercado (o de los mercados, como está hoy de moda decir: así como hay un mercado de la vida y de la muerte, hay también un mercado de Dios y del deseo).

Para Pasolini, esa pérdida de lo sagrado era el fin. Y si murió como una víctima sacrificial es justo que así haya sido (no de otra cosa hablaba Petróleo, ese monumental informe que nos legó como el mejor regalo que un conjurado puede legar a quienes lo sobreviven).

Porque había que sostener lo sagrado, Pasolini insistió, para muchos infantilmente (y con razón, Pasolini se impacientaba: ¿es que acaso no lo escuchaban?; nunca dejó de decir que lo sagrado es la infancia de la humanidad) en un puñado de formas y motivos: Narciso, Edipo, lo líquido, la contradicción, el poder devastador de los cuerpos, la cruz, la juventud, la extranjería, el corresponsal (de guerra), el desierto. En fin: aquello que, porque nos devuelve la imagen de lo que no somos (aun cuando nos señale la clase de monstruo en que podríamos llegar a convertirnos), nos habla del valor sagrado de lo múltiple, de la desesperación ante la corrupción de la pureza.

En carta a Gianfranco Contini del 7 de julio de 1949 (incluida en esta antología), Pasolini escribe: “Hace tiempo, leí en un diario suizo una columna de Benda que me llenó de remordimiento: allí se decía, en efecto –desde un punto de vista muy pesimista– que los hombres escriben cartas solamente para pedir, que no existe una correspondencia ‘pura’”.

Y el amadísimo quiere rebelarse ante una hipótesis semejante (pesimista y, por lo tanto, conservadora para una imaginación como la suya). El escribir cartas se trata no tanto de un reclamo como de una demanda: una demanda de amor que, como tal, no tiene satisfacción posible o la tiene en un registro completamente diferente al del pedido: el registro del don, el registro de la ascesis o el registro del arte, que (como han señalado la mayoría de los comentaristas de la obra de Pasolini) muchas veces se confunden.

La única razón, lo sabemos, para leer las cartas de Kafka, las de Benjamin, las de Pasolini, las de quien fuere, es porque en ellas se cifra algo del orden de la verdad: la verdad del que ha escrito esas cartas, pero también la verdad de quien las lee. ¿Cómo comprender de otro modo la amorosa previsión de tantos corresponsales que decidieron guardar las cartas que les mandaron personas que, en otro tiempo (no tanto en un “más allá de la recta del tiempo”, sino en otro estrato temporal), se convertirían en Kafka, Benjamin o Pasolini (esos “nombres-de-autor”)? Ellos y ellas supieron que en esas cartas no sólo ellos y ellas (en primera instancia) sino cualquiera que las leyera iba a ser capaz de poner en movimiento su propia conciencia en relación con la conciencia del que, alguna vez, escribió la carta: demanda, semiosis (infinita).

Si nos importan estas cartas firmadas por celebridades no es porque sean hoy célebres quienes las firmaron (todavía no ha sido demostrado que el “nombre-de-autor” sea una entidad fija a lo largo del tiempo; apenas, que el “nombre-de-autor” se comporta como una descripción definida y no mucho más), sino porque son escritores, es decir grafómanos, es decir enfermos que no pueden dejar de escribir pero que han conseguido sublimar esa manía o esa obsesión en lo que se llama Arte, la Literatura. Pasolini llama Furor poeticus (en carta a Sergio Maldini del 6 de junio de 1947) a esa enfermedad. Es la enfermedad del poseso que sabe que para él no hay cura ni salvación posible salvo… el pasaje (o más bien el salto) de lo Privado a lo Público. El mundo se vuelve pura hostilidad salvo bajo la forma de un pretexto de escritura: “No sé cómo vestirme ni cómo pensar dentro de mí, ni cómo comportarme con los otros; las horas, los sucesos y los hábitos, cosas que querría destruir, vuelven a atraparme en su movimiento”, escribe Pasolini a Franco Farolfi en julio de 1940.

Para eso, para evitar la acedia, esa melancolía típica de los claustros medievales que asaltaba a los monjes que estudiaban, leían, escribían e iluminaban manuscritos, la burguesía inventa en algún momento de la historia (no hay misterio alguno: al mismo tiempo que inventa la imprenta y el copyright) la figura del “autor” (la locura, nos recordaba Foucault, es la ausencia de obra).

El escritor escribe para sacar verdad de su Furor poeticus o de su grafomanía: una verdad para sí, desde ya; pero como lo que quiere el escritor-enfermo es escapar del solipsismo, también una verdad para los otros, para algún otro: no reclamo, demanda. Don. El salto de lo Privado a lo Público. “La única filosofía a la que me siento muy próximo es el existencialismo, con su poético (y otra vez muy próximo a mí) concepto de «angustia» y su identificación existencia-filosofía”, confiesa Pasolini a Franco Farolfi (en la primavera de 1943). La angustia, ya para el joven Pasolini, es un concepto poético: nada de interioridad, nada de intimidad, ningún solipsismo.

A propósito de Kafka, Deleuze y Guattari nos habían advertido que

en Kafka la enunciación y el deseo son una y la misma cosa, de donde se deduce una política del deseo que cuestiona todas las instancias. Todo es política, empezando por las cartas a Felice.¹

La sentencia es justa, pero lo es menos por tratarse de Kafka que por tratarse de un epistolario cualquiera: todo es política, empezando por las cartas (de amor). Y Pasolini sabe que sólo como demanda infinita y como don puede entenderse el amor (Edipo Re, Teorema) y, por lo tanto, la correspondencia. De ahí su fascinación por la identificación entre experiencia (existencia) y filosofía (la filosofía es práctica, es en primer lugar una ética, el espacio de la ascesis).

Una vez que ha dado el salto de lo Privado a lo Público (de la manía al Arte), Pasolini se instala más allá de la dialéctica y por eso puede decir que la angustia es un concepto poético o que “Al «sufrir» demasiado por estos problemas [la desaparición del friulano], se corre el riesgo de poner en juego no ya un sentimiento, sino un sentimentalismo, es decir, un vicio: el vicio en que se funda todo conservadurismo” (carta a Luigi Ciceri del 29 de enero de 1953). De ahí, también, su permanente tensión entre formas de religiosidad y de creencia (el cristianismo, el marxismo): “Para mí, en este momento las palabras de Cristo «Ama a tu prójimo como a ti mismo» significan «Haz reformas estructurales»” (carta a Carlo Betocchi del 17 de noviembre de 1954).

Pasolini se ofende cuando le recriminan sus oscilaciones e inconsistencias ideológicas. ¿Es que no lo escuchan? Si para él filosofía y experiencia son lo mismo y estar probando su propia resistencia (como quien habla de resistencia de los materiales) a determinados sistemas de pensamiento es la única forma de “hacer una experiencia” con su Furor poeticus: “Mi vida futura no será la vida de un profesor universitario: ahora sobre mí se encuentra el signo de Rimbaud o de Campana o de Wilde, lo quiera o no lo quiera, lo acepten los demás o no. Es algo incómodo, chocante, inadmisible, pero es así” (carta a Silvana Mauri del 10 de febrero de 1950), escribe Pasolini adoptando un modelo, “el pequeño Rimbaud” (como quien dijera: el pequeño otro) que no lo abandonará nunca. Escribir, escribir como un perro sin dueño de la vía Apia que escarba su agujero, escribir es “hacer una experiencia” –“Las novelas que estoy escribiendo son tres. No te asustes. En estos meses no he hecho más que escribir, incluso diez horas por día”–, y la desesperación cuando el Furor cesa –“En cambio, aquí estoy, incapaz de escribir aunque sea un período claro. Pero espero que mi astenia sea pasajera” (carta a Silvana Mauri del 11 de febrero de 1950).

Porque ha adoptado la escritura como espacio de transformación (quién sabrá si tomó la idea de los estoicos, de los epicureístas, de los pitagóricos, o sencillamente le viene dado por el cóctel venenoso de filosofía-experiencia que a su vez le dicta la ecuación amor=reformas estructurales), Pasolini no deja de hablar como el médico de sí, no deja de autoanalizarse y diagnosticarse (en un gesto que, a veces, hasta parece paródico): “quizá me mantenga muy parecido al Pier Paolo de aquellos tiempos (siendo mi caso clínico el infantilismo)” (carta a Franco Farolfi de septiembre de 1948); “Además, sobre la distribución general [del libro] (un poco maníaca, te repito), ten en cuenta que se trata de cuatro secciones, con cuatro poesías cada una” (en carta a Luigi Ciceri del 13 de enero de 1953; la “manía” numerológica es también constante en el amadísimo grafómano: Teorema); “Yo me enamoro exclusivamente de muchachos de menos de veinte años, y muy ingenuos, diría que sólo del pueblo (ingenuos desde el punto de vista cultural, no erótico): es necesario que haya una diferencia, ¿no? La mía es una diferencia social, cultural (no tanto de edad, en tanto yo me mantengo «fijo» en la adolescencia, además del período del complejo edípico: caí bajo la cruz dos veces, y desde la segunda ya no me levanté más). En todo caso, todo ello tiene una importancia maravillosa para mí: es un hecho privado. Una vida extremadamente libre y disipada no ha desgastado mi inocencia ni siquiera un milímetro: soy realmente virgen y muchacho desde ese punto de vista” (carta a Massimo Ferretti del 13 de enero de 1958 [1959]).


Al infantilismo, a los hechos privados, a los deliciosos vericuetos del complejo edípico no se les teme un ápice (son de una importancia maravillosa porque se convertirán en materia del Arte: “¿Quién soy?”, Las mil y una noches, Edipo re). Pero a la astenia (o a la acedia) sí. Si el escritor-enfermo se debate entre la astenia y el Furor poeticus, puesto a elegir, se instala antes en la manía (la grafomanía) que en su falta: “Como temías, realmente tu silencio me había espantado, pero me echaba la culpa a mí mismo por la imprudencia de enfermo con que te había escrito esas cartas” (carta a Silvana Mauri del 6 de marzo de 1950).

Pasolini se ofende cuando le recriminan la imprudencia de sus intervenciones. ¿Es que no lo escuchan? Él escribe (interviene) con la imprudencia del enfermo y la escritura no es para él la constatación de qué clase de monstruo uno es, sino en qué clase de monstruo podría uno llegar a convertirse. En carta a Edoardo Bruno de 1959 habla de su obra (a caballo entre el guión de cine y la novela) como un “verdadero monstrum de las nuevas letras”.

Pintor, guionista, poeta, semiólogo, periodista, dramaturgo, músico, director de cine, novelista, militante, no hay categoría que contenga cabalmente todo lo que hace Pasolini, el monstrum de las nuevas letras: todo es monstruoso, como fuera de lugar, como mal hecho, como informe. Y Pasolini se ofende. ¿Es que no lo escuchan? Lo suyo es la política de los que emprenden una guerra, la del monstruo que sostiene un arma de hierro en su mano izquierda y en su mano derecha unas llamas similares a un sagrado corazón (en negro), la del escritor-enfermo: todo atravesado por hilachas de escritura, como si otra cosa no fuera posible (y ¡no lo es!: sólo es posible ese salto de lo Privado a lo Público, que lo saque a la vez de la astenia y del Furor poeticus; «la locura, ausencia de obra», etc.).

¿Pero es que, además de no escucharlo, no lo leen? ¿No leen en todo lo que ha hecho el rumor de una forma (la obsesión numerológica, la rosa, la desesperación, la demanda infinita, la cruz, el Edipo: todas esas formas)?

Todo, hasta el último plano y la última carta, son actos de escritura y todo en ese acto de escritura es una violencia sobre sí (única razón que importa): “el cinematógrafo plantea procesos de sintaxis narrativa que desde hace tiempo la literatura no se autoplanteaba” (carta a Luciano Anceschi de enero de 1960). Por eso, no puede sorprender que el joven Pasolini anticipe todo su cine en el exacto momento en que se abren los nuevos pliegues de su fantasía: “He visto un film nórdico: Laila, que une cualidades maravillosas a defectos irremediables. El director es un poeta que no sabe usar la cámara; intuye secuencias bellísimas, y a veces las realiza. El montaje es torpe. En conjunto, el film me ha turbado mucho y ha abierto nuevos pliegues en mi fantasía (sueño con renos, deshielos, fiordos, bramidos de lobos y la vida folklórica de jovencitos que en primavera se adornan con collares y, vestidos con pieles, cantan con voz dulcísima chapoteando con los pies en el luciente fango)” (carta a Franco Farolfi del invierno de 1941).

Así como sería imposible en la carta anterior (claro que en función de la obra posterior de Pasolini: no se trata de un más allá de la recta del tiempo sino de estratos temporales diferentes) decidir qué se considera del lado de las cualidades maravillosas y qué del lado de los defectos irremediables, también es inútil saber si Pasolini se refiere más inmediatamente a los pliegues sexuales o a los estéticos de su fantasía y de su imaginación, es decir a sus formas de conciencia.

En El pase del testigo, Edgardo Cozarinsky señala que

Las correspondencias halagan una curiosidad del lector que las biografías o la historia no saben satisfacer. Al permitir observar el curso de dos vidas, o de esa parte de cada una de ellas que se relaciona con la otra, antes que la mirada retrospectiva trace el diseño final, nos invitan a asistir en cada momento a esa decisión, ese encuentro, esa duda que han de tener una larga proyección, todavía ignorada. Al conocimiento global de una vida conclusa, a la intuición ilusoria de un destino, anteponen, y permiten recuperar, la espontaneidad, la ignorancia o el presagio: en una palabra, el frágil presente.²

¿Pero el presente de qué? El presente de la conciencia y, más aún, el presente del monstrum: aquello en lo que uno podría llegar a convertirse. Cozarinsky (él mismo un sutilísimo observador de la conciencia) sabe leer en las cartas la fragilidad de lo dicho y, al mismo tiempo, la larga proyección de lo que se dice y lo que no se dice. El que escribe una carta expone para otro (el que la recibe; pero también el tercero: el curioso impertinente en que nos convertimos al leer epistolarios) lo más íntimo de sí, su conciencia –la espontaneidad, la ignorancia, el presagio, el informe sobre los avatares de la monstruosidad (¡nada que ver con “la intuición ilusoria de un destino”! ¿Pero es que acaso no nos leen?), y una demanda infinita.

Al exponerse, el pequeño Rimbaud se vacía de toda interioridad: no es un hombre, tampoco es un dios, no es yo, pero es más yo que yo: porque hay una verdad del yo y esa verdad es el proceso de su transformación en monstruo, en sombra, en nada. No hay yo como interioridad porque se ha dado el salto de lo Privado a lo Público: “Confiar un secreto pone en riesgo sobre todo a aquel a quien se lo ha confiado. Si no fuese así, no tendría yo temor en hablar claramente de la podredumbre que he heredado de mis antepasados” (carta a Franco Farolfi del 22 de agosto de 1945).

La dinámica del secreto, Pasolini lo sabe, conduce sólo a pasiones pequeñas en relación con las cuales sería inútil confrontar al Furor poeticus y a la astenia: “En cuanto a las muchachas, las cosas iban maravillosamente con cierta Merina, dactilógrafa, con una rarísima melena rubia natural; esbelta; de buena familia. Cultivé hacia ella una pequeña pasión” (carta a Franco Farolfi del otoño de 1941). Después de su primer libro (Poesías a Casarsa, 1942), Pasolini no volverá siquiera a considerar la hipótesis del secreto y las pequeñas pasiones. El pequeño Rimbaud ya se sabe monstruo, condenado como un Sísifo (ya más pop que existencialista) a rehacerse a sí mismo todo el tiempo: “para mí ha terminado el período de la vida en el que uno cree que es sabio por haber superado la crisis y satisfecho ciertas terribles necesidades (sexuales) de la adolescencia y la primera juventud. Estoy dispuesto a volver a intentar rehacer mis ilusiones y deseos; soy, definitivamente, un pequeño Villon o un pequeño Rimbaud” (carta a Franco Farolfi de septiembre de 1948).

En Poesía en forma de rosa (1964), Pasolini ya va

por la Tuscolana como un loco, como un perro sin dueño por la Apia (...) más moderno que todos los modernos buscando hermanos que no existen más.

Pero el amadísimo y monstruoso grafómano que llamamos Pier Paolo Pasolini puede descansar en paz, porque la conjuración sagrada ha sabido siempre encontrar hermanos y amigos.

Hasta ahora Pasolini había recibido en Argentina la atención de los mejores traductores (Enrique Pezzoni, Arturo Carrera, Delfina Muschietti). A ese grupo de conjurados se sumó hace poco Esteban Nicotra, quien tradujo para la editorial cordobesa Brujas Del diario (1945-47), el primer libro de poemas de Pasolini que se expresa ya fuera de los estrechos límites del simbolismo en el que realizó sus primeros ejercicios poéticos.

Diego Bentivegna (a quien me complace incluir entre mis colaboradores y amigos) ha curado y traducido con amorosa rigurosidad Pasiones heréticas, esta selección de su epistolario que, en sí misma, salta a la vista como un alarde de sutileza y sabiduría. No menos finas y precisas son las líneas de lectura que el editor nos entrega como un don adicional.³ Gracias a él, lo que hay de sagrado y de puro en el arte de Pasolini, así como la fragilidad de su conciencia, nos alcanza, nos toca, nos involucra, nos contagia.



¹ En Kafka. Por una literatura menor. México, Era, 1978, pág. 146

² Cozarinsky, Edgardo. El pase del testigo. Buenos Aires, Sudamericana, 2001, pág. 113

³ Para no abrumar a los lectores, me he abstenido de citar las muchas veces que sus hipótesis se cruzaron con las mías.

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