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No Ficción

Un asesino al atardecer

Foto: Revista Noticias.

Leé una de las piezas que componen El más bello fin del mundo (Edhasa), del escritor angoleño José Eduardo Agualusa.



Por José Eduardo Agualusa.


El escenario era una explanada con vista al fulgor del mar. La tarde se desvanecía lentamente. En la mesa de al lado, dos señoras tomaban té. La brisa fresca trajo hasta mí el hablar cristalino de una de ellas:

“Mi hermano mataba todos mis pájaros”.

Yo, que ya estaba medio dormido, inclinado sobre un periódico, me desperté de inmediato. Aquella podría ser una excelente primera frase para una novela, pensé, preparando los oídos. La mujer contó que cuando era chica le gustaban mucho los pájaros. Los cuidaba con cariño. Todas las mañanas, antes de ir a la escuela, limpiaba las jaulas, cambiaba el agua de los bebederos, abastecía los cuencos con alpiste y frutas diversas. Por fin, colgaba las jaulas a la sombra fresca de un frondoso mango. Una tarde, al regresar a su casa, encontró un pájaro muerto, con las alas abiertas, tendido, seco y rígido, sobre la almohada. El hermano, cuatro años menor, negó que hubiera sido él quien cometió el crimen. A la semana siguiente la escena se repitió. Y en la otra, y en la que le siguió. Fueron tantos los pájaros muertos que el padre se negó a comprarle más.

“¿Cómo sabes que fue Valerio?”, preguntó la segunda mujer.

La primera se sacó los anteojos oscuros y se limpió una lágrima con un pañuelo de papel:

“No te imaginas cuánto me gustaban esos pájaros…”

Le dolió tanto perder las aves que juró nunca más encariñarse con ningún animal. Una noche, sin embargo, soñó con una tortuga. Al despertar, le pareció una buena elección: un animal sólido, blindado, inmune a golpes y a la soledad, y capaz de vivir más de cuatro décadas, o sea, la eternidad (por lo menos para una niña de doce años). Imploró a su padre que le comprase una tortuga. Para su cumpleaños el padre le regaló un bello ejemplar. “Todavía es pequeño”, le dijo, “pero irá creciendo contigo”.

No creció mucho. Un domingo de mañana, una vecina la llamó a los gritos. La tortuga estaba enterrada en el asfalto caliente, después de haber sido atropellada por varios coches. No logró sacarla de ahí.

“Lloré durante días”.

“¡Qué horror! ¿Y también fue Valerio el que hizo eso?”

Aparté el periódico, intentando no perder una sola palabra. En ese momento, se acercó a las dos mujeres un hombre alto, apuesto, con una sonrisa simpática:

“¿De qué conversan tanto mi hermana y mi mujer?”

¡El asesino de los pájaros! Saludó a la hermana con un beso en la frente, tomó una silla y se sentó frente a las dos. Se instaló un breve (e incómodo) silencio.

“¿Qué pasa?”, se extrañó Valerio. “¿Interrumpí algo?”

“¡Nada!”, respondió la esposa. Los ojos fríos, la voz glacial. “¿Te acuerdas de Napoleón?”

“Aquel perro que tenías cuando nos casamos?”

“Ese mismo…”

“Me acuerdo muy bien. ¿Por qué?”

“Te acuerdas cómo murió?”

“Claro. ¿Cómo podría olvidarme? Tuvo una muerte horrible, pobre…”

“¿Fuiste tú?”

El hombre la miró, miró a la hermana, se levantó sin decir una palabra y se fue. La mujer a la que le gustaban los pájaros notó la atención con que yo venía acompañando el pequeño drama doméstico y se replegó. La otra me lanzó una mirada de reprobación. Alcé el periódico, avergonzado. Llamaron al mozo, pidieron la cuenta, pagaron y se fueron. El mar era ahora un borrón oscuro. Había anochecido.

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