No Ficción

Martin Scorsese: "En un comienzo lo que me interpeló fue la fantasía"

Scorsese por Scorsese

La novedad de El Cuenco de Plata nos trae al cineasta en sus propias palabras. A continuación, Scorsese recuerda su crianza en el Little Italy de Nueva York y explica la inspiración y creación de sus películas. "Lo primero que quise en relación al cine fue actuar. No tenía idea de que sucedían cosas detrás de cámara".

Por Martin Scorsese. Traducción de Javier Mattio.

 

 

Mis padres nacieron en la calle Elizabeth en el Lower East Side de Manhattan y trabajaron en el Distrito Garment. Pero hasta que yo cumplí los siete u ocho años vivíamos en un lugar llamado Corona en los suburbios de Queens. Era un área bonita y teníamos un patio trasero con algunos árboles. Después mi padre tuvo problemas laborales y debimos mudarnos a un edificio de viviendas en la calle donde él había nacido. Me fui cuatro o cinco meses a vivir con mis abuelos hasta que pudimos encontrar otras habitaciones, y la experiencia fue terrible porque yo era lo suficientemente grande como para percibir a los tipos malos que había alrededor. Estabas jugando con una caja de arena y de repente algo caía detrás tuyo. No era una bolsa de basura, como se puede suponer, sino ¡un pequeño bebé que caía del techo!

En esa época la comunidad ítalo-estadounidense vivía en un rango de diez cuadras que nacía en la calle Houston y bajaba hasta Chinatown por la calle Canal. Las tres manzanas principales se distribuían entre las calles Elizabeth, Mott y Mulberry. Little Italy creció muy rápido, por eso la gente de una manzana generalmente no se juntaba con la de las demás. La calle Elizabeth era eminentemente siciliana igual que el origen de mis abuelos, y allí la gente tenía sus propias leyes y reglas. No nos importaban el gobierno, los políticos o la policía: sentíamos que hacíamos lo correcto a nuestra manera.

Algunas veces subíamos hasta la calle 42 para ver una película o visitar Staten Island o Queens, donde había comunidades inmigrantes similares. ¡Antes de ir a la Universidad de Nueva York había estado solo una vez al oeste del Greenwich Village! Cuando mis amigos me dicen: “Imagino que tenían unas ganas tremendas de salir de allí” yo les contesto: “Oh, no, estábamos bien, tú eras el que se vestía mal y manejaba los autos equivocados”. En Calles salvajes Charlie está atrapado en su área: no piensa en ir a comer a un restaurante del Village porque su alma permanece estancada en su lugar de origen. En ese sentido, la idea de llegar a filmar películas algún día era prácticamente inconcebible entonces.

De chico quería ser pintor, así que empecé intentando dibujar. Pero también me fascinaban los films y como era asmático y no sabían qué hacer conmigo me llevaban seguido a los cines. Me sorprendía ante todo el tamaño de las imágenes en pantalla, y cuando volvía a casa dibujaba lo que había visto. Hacía mis propias historias basándome en las tiras cómicas de diarios y libros, y aunque no era consciente de ello comencé a imitar sus primeros planos. Con el tiempo entré en un período decadente y copiaba los cómics, aunque me fascinaban a la vez las proporciones y hacía dibujos pequeños en escala 1:1:33.2 Las películas eran con frecuencia bélicas, casi siempre de la United Artist y con Harold Hecht y Burt Lancaster en los créditos.

Y por supuesto amaba las epopeyas bíblicas, ¡solo que no estaban filmadas en 70mm sino en 75mm! Quise representar con acuarelas una gigantesca épica romana pero solo llegué a la lucha de gladiadores del principio, que anunciaba el regreso del emperador tras la guerra. Todavía tengo esas tiras, que en su secuencialidad se asemejan a las luchas de caballeros de los tradicionales espectáculos de marioneta sicilianos.

La primera imagen que recuerdo haber visto en una pantalla de cine proviene de un tráiler en Trucolor de una película de Roy Rogers en la que él vestía flecos y saltaba de un árbol hacia su caballo. Mi padre me preguntó si sabía quién era Trigger y yo imité el disparo de un arma. “No”, me dijo, “es el nombre del caballo. Te llevaré a verla la semana que viene”. Es el motivo de que aún me gusten mucho los trailers y de haber soñado con ser cowboy a mis tres años. Los westerns siguieron siendo mis películas favoritas hasta cuando cumplí más o menos los diez. 

Después de cumplir los tres el asma se me complicó, entonces mi padre me llevó a ver películas más seguido. Él había sido un gran aficionado al cine en los años treinta y las películas siempre fueron un lujo que pudo permitirse, incluso cuando no había dinero para otra cosa. Fuimos una de las primeras familias de nuestra manzana en tener televisor, en 1948. Recuerdo estar jugando en el patio trasero y que mi primo Peter irrumpió gritando “¡Ven a ver una pantalla más grande que toda la casa!”. Por supuesto, era un RCA Victor de solo dieciséis pulgadas. Supongo que mi padre debe haber tenido buenos contactos, siendo que nunca le faltaba trabajo en el distrito Garment. Una vez retirado solía deambular por casa y volver loca a mi madre. “¡Sáquenlo de aquí!” exclamaba ella, y fue idea suya la de pedirle a mi padre que trabaje en el vestuario de mis películas. Fue una solución perfecta para Toro salvaje porque él lo sabía todo de la ropa que se usó entre los años 1941 y 1964, época que abarca el film.

Pero recuerdo que fue mi madre la que me llevó a ver Duelo al sol, que la iglesia había condenado. No pude ver el final, tan atemorizante –el sol escondiéndose, las manos sangrantes de la mujer y estas dos personas que habían estado tan enamoradas y ahora debían matarse. Pienso que la música de Dmitri Tiomkin ayudaba al tono de film de terror, aunque mi madre gritaba: “¡Mira la pantalla, me trajiste aquí para verla, abre los ojos!”. Naturalmente, lo primero que quise en relación al cine fue actuar. No tenía idea de que sucedían cosas detrás de cámara.

Como los grandes estudios no querían venderle sus películas a la televisión lo que había en el medio era preponderantemente británico. Así fue que vi El ladrón de Bagdad a los seis años –la edad perfecta– junto a muchos otros films de Alexander Korda, como Las cuatro plumas y Sabu-Toomai, el de los elefantes. También pasaban los primeros westerns y, en las noches de viernes, películas italianas como El ladrón de bicicletas, Roma, ciudad abierta y Paisà, que entristecían a nuestras familias y las hacían llorar.

Había un ciclo en los años cincuenta, llamado “Million Dollar Movie”, que repetía una misma película en las tardes semanales, a las 7:30 y 9:30, y tres veces los sábados y domingos. Éramos cuatro viviendo en una pequeña habitación y el deseo de ver la misma película una y otra vez equivalía a una molestia para mi familia –mi madre me gritaba: “¿De nuevo esa película? Apaga eso”. Recuerdo haber visto en ese programa Los cuentos de Hoffman de Michael Powell y Emeric Pressburger: la pasaban en blanco y negro, cortada e interrumpida por los comerciales (no fue hasta 1965 que la pude ver en color). Pero me quedé impresionado por la música, los movimientos de cámara y los gestos teatrales de los actores, en su mayor parte bailarines. Hay mucho para objetar de Los cuentos de Hoffman, aunque siempre digo que haberla visto repetidas veces en televisión me enseñó del vínculo entre cámara y música, que asimilé de tanto observar. Difícilmente haya un día en que no suene en mi mente la música de la película que estoy filmando, y esa experiencia temprana incidió también en cómo encaré las secuencias musicales de New York, New York y las peleas en Toro salvaje. La película me enseñó además otra lección: cuando hacíamos los primeros planos de los ojos de Robert De Niro en Taxi Driver me tomé el trabajo de filmarlos en 36 o 48 cuadros por segundo para reproducir el efecto del episodio veneciano de Los cuentos de Hoffman, cuando Robert Helpmann presencia la batida a duelo en una góndola.

La primera vez que se me apareció el logo de Archers de Powell y Pressburger en color –unas flechas que alcanzan su blanco– fue cuando mi padre me llevó a ver Las zapatillas rojas en la Music Academy de la calle 14, que por supuesto me dejó hipnotizado. Creo que ninguna otra película me había impactado tanto hasta aquel momento, excepto quizás otro film que vi con mi padre, El río de Renoir, que incluía asimismo una escena de baile.

Pero las escenas de danza de Las zapatillas rojas eran extraordinarias; y me acuerdo de mi intriga por averiguar cómo hacían para que Robert Helpmann se convierta en un pedazo de periódico durante el ballet fantástico. Aunque me atrajo por sobre todo el misterio, la histeria de la película, verdaderamente shockeante para mí en aquel momento. Cuando llegó a la televisión en blanco y negro la vi una y otra vez; más tarde, cuando accedí a ella de nuevo en color, me fascinó el personaje de Anton Walbrook, el empresario Lermontov, que se consagra a destruirlo todo a su alrededor. Me llamaban la atención la crueldad y belleza de su personaje –especialmente la escena en que, lleno de odio, destroza un espejo. Llegué a tener una camisa cosaca de Berman & Nathan de igual estilo que la suya, que me puse para la inauguración de la retrospectiva de Powell y Pressburger en el Museo de Arte Moderno en 1980.

Muchos de los films del ciclo “Million Dollar Movie” se exhibían con cortes: por ejemplo El ciudadano carecía de la secuencia inicial del noticiero “March of Time”, que yo no sabía que existía. Sea como sea, la posibilidad de verlas muchas veces fue importante para mí. Fue también viendo El ciudadano a los catorce o quince años que supe por primera vez lo que implicaba la figura del director. Ya me gustaba Orson Welles como actor, especialmente la manera en que Carol Reed lo dirigió en El tercer hombre con su discurso del reloj cucú –pero esta vez me sorprendió lo dinámico y ambicioso del film que había dirigido. Luego descubrí que pasaban El ciudadano en el Thalia Theater de la calle 96 junto a El delator de John Ford. Jamás olvidaré la ocasión: era una noche lluviosa y una multitud se apiñaba en la entrada. La pantalla era pequeña, pero no importaba –estaba otra vez anonadado. Ambos films se exhibieron luego en toda Nueva York y llevé a mis amigos, mis padres –a todos– para que las vieran. Antes de eso supongo que estaba más que nada al tanto de directores como Ford y Howard Hawks, por medio de estrellas que aparecían regularmente en sus películas como John Wayne.

En un comienzo lo que me interpeló fue la fantasía: Los tres mosqueteros de George Sidney era un indiscutible favorito de infancia, así como adoraba cualquier cosa que acaeciera en el pasado lejano, con vestuarios y sets elaborados. No fue hasta mediados de los cincuenta que vi algo asociado a mi propia realidad. Nido de ratas me causó una gran impresión y la debo haber visto veinte veces; después llegó Al este del paraíso, que también reflejó una porción de mi experiencia y mis emociones.

Pero en general no esperaba que los films muestren lo que yo veía a mi alrededor, y en mi barrio de clase trabajadora no tratábamos a las películas con particular respeto. Simplemente entrábamos al cine a la mitad del doble programa y nos quedábamos una vez terminada la segunda película para ver la parte de la primera que se nos había pasado. Esa fue la manera en que vi películas hasta los quince o dieciséis años. Después aconteció otra revelación.

En la calle 96 daban cada verano dos films “clásicos” por día junto a todo lo demás. Vi que pasaban Alejandro Nevsky, de la que había leído en una revista, y entré por el pasillo como de costumbre. ¡Fue como estar en una máquina del tiempo, inmerso en la batalla en el hielo de 1242! En la atención al diseño del film caí en las riendas de Eisenstein y su estilo de edición. En mis primeros años en la escuela de cine no significaba gran cosa que te gustaran films de Nicholas Ray o John Wayne. Las películas estadounidenses no estaban bien consideradas salvo casos “serios” como Cumbres borrascosas o Ambiciones que matan, y casi todo lo que aparecía en los cincuenta se suponía vergonzoso porque pertenecía a la última época del sistema de estudios. Había que prestarles atención a películas extranjeras como Cuando huye el día o El séptimo círculo de Ingmar Bergman para encontrar algo llamativo y diferente. Y como había asistido a una escuela católica El séptimo círculo me afectó hondamente en términos religiosos.

 

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