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Los escritores y la droga: una relación adictiva

Por Gonzalo León

Opio, cocaína, ayahuasca, marihuana: de Proust a Baudelaire, de Flaubert a De Quincey, de Burroughs a Kerouac, de Perlongher a Borges. La relación de los escritores con la droga no es algo nuevo ni reciente y el autor de Cocainómanos chilenos la repasa en este recuento de fracasos, temores, goces y adicciones.

Por Gonzalo León.

La relación de los escritores con la droga no es algo nueva ni menos reciente; de hecho si fijamos esta relación desde los inicios de la farmacología moderna no falta el escritor que no haya tenido relación con alguna droga y se haya hecho incluso adicto. Este consumo va desde lo recreativo hasta lo religioso, pasando por lo medicinal. Esta relación parece haberse intensificado con el desarrollo de la farmacología como industria, esto es, a partir del siglo XX, aunque desde antes se pueden pesquisar algunas excepciones.

Thomas de Quincey, en la segunda década del siglo XIX, escribió Confesiones de un inglés comedor de opio, que fue editado por entregas y que le dio fama de articulista de primer orden, razón por la cual se reimprimió este texto cinco veces. Según Andrés Barba, en el prólogo de Bosquejos de infancia y adolescencia, para muchos un libro mayor de De Quincey, “a pesar de que su adicción al opio le había dejado tras tantos años en un estado deplorable, aplicó sus últimas fuerzas no sólo a ordenar cronológicamente (en cuanto a tema, no en cuanto a fecha de publicación) todos los artículos que tenían que ver con lo que había denominado sus Authographic Sketches (Bosquejos autobiográficos) sino también a corregir las piezas que el apresuramiento, o las entregas bajo fecha, le habían hecho escribir más descuidadamente”. Pero no sólo estaba ordenando los textos que incluían estos Bosquejos, sino los de sus obras completas, las que debían comenzar por su autobiografía, que estaba compuesta por textos que había escrito entre 1834 y 1845 y entre 1851 y 1852.

Hacia 1845, es decir cuando De Quincey terminaba la primera parte de sus Bosquejos, el poeta francés Charles Baudelaire comenzaba a consumir hachís mezclado con alcohol y otras drogas, cosa que lo lleva a escribir y luego a publicar el ensayo Los paraísos artificiales, muy influido por De Quincey, cosa que no esconde, pero que Alan Pauls, cuando tradujo Mi corazón al desnudo y otros escritos íntimos, en su descripción de Baudelaire prefiere omitir: “Baudelaire es revolucionario, emancipador y racista, partidario del arte por el arte y poeta social, tolerante y antisemita, místico y materialista, devoto de las mujeres y misógino bestial”. Esto pese a que en ese libro hay menciones: “Los entornos, las atmósferas de las que todo relato debe estar impregnado (véase ‘Usher’ y remitirse a las sensaciones profundas del haschisch y el opio)”.

No deja de llamar la atención que haya sido Baudelaire quien le haya hablado a Gustave Flaubert de Thomas de Quincey en una carta de 1860, es decir coincidentemente con la fecha de publicación de Los paraísos artificiales, de hecho Flaubert le hace una devolución de este libro: “Me parece que en un tema, tratado tan altamente, en un trabajo que es el comienzo de una ciencia, en una obra de observación natural y de inducción, usted (en muchas oportunidades) ha insistido demasiado en el Espíritu del Mal. Parece como un vestigio de catolicismo, aquí y allá. Hubiera preferido que no condenara el hachís, el opio, el exceso”. Luego agrega que “en cuanto a la parte llamada Un comedor de opio, no sé cuánto le debe a De Quincey. Pero en cualquier caso, es una maravilla”. Finaliza con una sorpresa para el lector que no conoce en detalle la vida de Flaubert: “Las drogas siempre me causaron un gran deseo. Incluso tengo excelente hachís preparado por el farmacéutico Gastinel. Pero me dan miedo. Por eso me lo censuro”.

Otro escritor francés que consumió drogas pero para mejorar su salud, cosa que paradójicamente sólo parece haberla empeorado, fue Marcel Proust. Padecía de insomnio y de asma, para lo cual recurrió a un somnífero que provocaba insomnio y también a la marihuana. José Bianco en el perfil que hace de él en Diarios de escritores y otros ensayos lo retrata de la siguiente manera: “Marcel Proust, a diferencia de casi todos los hombres, se negaba a cerrar los ojos ante la realidad –esos ojos de pupilas dilatadas, con las órbitas y los párpados ennegrecidos teatralmente por el insomnio, la suspicacia, las drogas, la clarividencia, el desengaño”. A principios del siglo XX no era raro tratar el asma con la marihuana, cosa que algunos estudios comprobaron después.

En este siglo la relación entre la droga y los escritores se intensificó. Quizá una de las tradiciones más intensas fue la norteamericana y dentro de ella la beatnik, cuya búsqueda literaria fue, quizá, consustancial al consumo de drogas: Jack Kerouac y Allen Ginsberg son ejemplos de ello. Sin embargo en 1953 cuando William Burroughs trataba de publicar Yonqui, su primer libro donde relata su adicción a las drogas, en especial a la heroína, y Ginsberg le pidió ayuda a Kerouac para poner su nombre con la siguiente publicidad, “John Kerouac y Clellon Holmes, expertos en la Generación Beat, y Holmes además en su reciente polémica en Times Magazine, dicen que para ellos quien se oculta tras el seudónimo de William Lee es una de las figuras clave de la antedicha generación”, el autor de En el camino respondió en una carta formal e incluso fría: “No quiero que mi nombre auténtico se utilice asociado a la drogadicción cuando se oculta el nombre verdadero del autor para librarlo a él, pero no a mí, de la intervención de la justicia”. En efecto este primer libro fue firmado con ese seudónimo, lo que no le hizo gracia a Kerouac, y eso que un tiempo antes había estado con él en México y le había prestado dinero.

Otros escritores norteamericanos que vivieron esta relación fueron Terry Southern con su libro A la rica marihuana, una recopilación de artículos en torno a la droga, la música y la política exterior de su país. Pero sin duda Truman Capote, el autor del célebre A sangre fría, fue quien tuvo una relación aún más difícil, ya que solía mezclar alcohol con grandes dosis de tranquilizantes; varias veces se sometió a tratamientos de desintoxicación, que no sirvieron de mucho porque murió, según algunos indicios, víctima de una sobredosis en la casa de Joanne Carson, ex mujer del presentador de TV Johnny Carson. Su final en esa casa, con esa anfitriona de la farándula estadounidense, no podía ser otro, ya que él mismo, durante sus últimos años, se había convertido en una figura de ese pequeño y atractivo mundo: sus espléndidos retratos de Marlon Brando, Elizabeth Taylor, Marilyn Monroe quedaron plasmados en una breve libro, que ha servido como base a los denominados “perfiles”, vinculados al ejercicio del Nuevo Periodismo, o la crónica.

Tanto Southern como Capote fueron figuras del Nuevo Periodismo, y Hunther Thompson también, aunque su caso constituye un ejemplo donde la obra refleja con más vivacidad la relación con la droga. En su célebre novela Pánico y locura en Las Vegas, conocida por su adaptación al cine con las actuaciones de Johnny Deep y Benicio del Toro, las alusiones a la droga y a vivir drogados de los personajes son muchas y muy divertidas. En la película, dirigida por Terry Gilliam, el humor se potencia, porque se observa a los personajes permanentemente idos, con la percepción de mundo totalmente distorsionada, fuera de foco. Pero antes de escribir este libro, en 1958 le escribió una carta a un amigo en la que explicaba el significado de la vida, y para ello citaba el famoso fragmento de Hamlet, de Shakespeare, luego de lo cual observaba: “De hecho esa es la cuestión: si flotar con la corriente o nadar hacia una meta. Es una decisión que todos debemos tomar ya sea consciente o inconscientemente en algún momento de nuestra vidas. Muy pocas personas entienden esto”. Luego se preguntaba por qué flotar si no hay meta y finalmente proponía: “Tal y como yo lo veo, la fórmula va más o menos así: un hombre debe escoger un camino que permita a sus habilidades funcionar con un grado de eficiencia máxima hacia la gratificación de sus deseos”.

En Argentina y también con diversa intensidad ha habido escritores que han establecido una relación con todo tipo de drogas. El mito instaurado por Fogwill de que escribió en tres días y drogado la novela Los pichiciegos es ultraconocido. Aunque en una entrevista dijo que no había sido tanta droga: “Para empezar, sólo fueron 12 gramos. Los compré a precio de oro. Pero cuando un adicto como yo tiene 12 gramos y tiene amigos, los 12 se quedan en cinco o seis. Me tomaría tres por cada uno de los tres días. Se acabó y todavía faltaba la mitad del libro”. Una vez una novia le hizo una aclaración sobre el vínculo que tenía entre la merca y el sexo: “Vos no tomás cocaína para hacer el amor; vos hacés el amor para tomar más cocaína”. Pero su relación con la droga fue contradictoria, pese al consumo. En otra entrevista aseguró que “la presencia de droga debe ser penalizada. No me importa si te drogás o no. Si tenés droga sos parte del sistema de comercialización de la droga que está costando 15 mil vidas humanas”.

No son pocos los escritores argentinos que han reconocido consumir drogas públicamente, ya sea en una entrevista o en algún texto. José Sbarra, en su libro Informe sobre Moscú, que trata sobre el proyecto que hubo en la URSS de llevar al cine su novela Marc, la sucia rata. Sbarra viajó a Moscú para conocer al equipo de filmación y para dar una conferencia de prensa, pero casi lo primero que registra en ese libro es una sesión de consumo opio inyectable: “Un francés se ofrece para hacerme un pico de opio. Le digo que prefiero hacérmelo yo mismo. Veo algunas sonrisas… Mi intérprete y el francés se fueron a otro cuarto y regresaron con una caja metálica y una jeringa de vidrio de quince centímetros de largo”. Pero también prueba en la casa de un pintor unos hongos: “Es increíble que de pronto comas seis o siete hongos y empieces a sentirte feliz y a reírte de todo”. Informe sobre Moscú transcurre entre noviembre y diciembre de 1990, unos meses antes de que la URSS se derrumbara y se cancelara el proyecto de llevar al cine su novela.

Pero así como la droga puede ser recreativa también puede ser medicinal e incluso ritual. Cuando Néstor Perlongher estaba enfermo de VIH, recurrió a la religión del Santo Daime en Brasil, y a partir de ahí comenzó a tener experiencias con la ayahuasca. En Prosa plebeya, la reunión de sus textos ensayísticos compilados por Osvaldo Baigorria y Christian Ferrer, hay uno que se titula ‘La religión del ayahuasca’; allí describe en detalle la experiencia ritual con esta droga: “Los participantes de la ceremonia –hombres de un lado, mujeres del otro, ataviados austeramente: camisa blanca y pantalón azul, para los primeros; camisa y pollera de los mismos colores para ellas; para las ceremonias de fiesta, coincidentes con fechas religiosas u onomásticas, el uniforme es blanco con cintas verdes y ellas lucen coronas; una estrella de seis puntas, con un águila y una luna grabadas, orna los pechos de los fardados (‘uniformados’, o sea, iniciados)– se disponen en forma doble L en torno de una mesa donde titilan las velas y piedras transparentes en la blancura de un mantel bordado: en el centro, yérguese imponente la Cruz de Caravaca”. Perlongher, además de ver una religión y un alivio para sus pesares en el Santo Daime, encontró también el barroco, o más bien, una poética que en última instancia tenía “elementos de un barroquismo popular” especialmente en los poemas musitados como himnos.

Por último Borges también tenía que estar. En el Borges, de Bioy, se cuenta que tomaba tranquilizantes y que en la noche ya se iba quedando dormido mientras Bioy le leía un par de frases de un libro cualquiera. Un año más tarde, en 1964, mientras estaba con un grupo de amigos en Mar del Plata, Bioy cuenta que si bien estaba con menos ánimo que la semana anterior, la ruleta parecía excitarlo. Dice Borges a través de Bioy: “No quiero cedrón ni sedativo alguno; voy a la ruleta; necesito un excitante, para no dormirme”. Por otra parte, en el libro Borges. Sobre la escritura: conversaciones en el taller literario, compilado por Félix della Paolera y Esther Cross, admite haber probado la marihuana y haber fracasado: “Y cocaína también, dos veces, y también fracasé. No sentí nada. Entonces volví a las pastillas de menta”.

 

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