Lo que oscila
Por Leila Sucari
Miércoles 15 de diciembre de 2021
"Como si no existiera más que un cuerpo moviéndose en la oscuridad." Leé un extracto de Te hablaría del viento, por Editorial Excursiones.
Por Leila Sucari.
El tiempo me muestra sombras. Abro los ojos y veo, al otro lado de la ventana, los brotes del helecho de arroz que planté ayer. La cortina se mueve, apenas, igual que el llamador de ángeles que está roto pero que sigue sonando con el viento. Las plantas parecen más grandes desde acá, las rejas menos rígidas, la mañana, un lugar seguro donde permanecer. Decido quedarme en la cama. En realidad, no es una decisión, es mi cuerpo negándose al movimiento, como quien anticipa el día. Otro día casi igual, de horas lentas. De luces y sombras reflejándose contra los vidrios.
Ahora la gata salta. Se convierte ella también en una sombra, un temblor. Miro mis cosas. Una taza de sopa bajo la mesita de luz. Un par de medias colgadas sobre la manija del horno, bombachas con dibujos de flores secándose en un macetero vacío. El acolchado rojo en el suelo parece una mancha de sangre. ¿Fui yo la que nació? Pasé la tarde en ese suelo, probando diferentes modos de caer. Me quedé tan quieta que dejé de respirar. ¿Fui yo la que murió? Después, el agua. Prendí la ducha y volví a sumergirme. Llené la bañadera, una vez más. Mis dedos se arrugaron y soñé con tortugas.
¿Dónde estás?
Desde la oscuridad, te mando mensajes. Te hablo de la entrega, y vos te enojás. De un animal cayendo despacio por un agujero negro, flotando. De la luna. De las mareas que suben y bajan, te hablo. Del tiempo, que siempre está antes o después. De lo que oscila. ¿Por qué nunca es ahora? De tus vaivenes y de los míos. De los fantasmas que juegan a hacer sombras en mi patio cuando no puedo dormir. De las acuarelas que pinté para vos. Del miedo. De las ganas de morderte. De lo que duele.
Te perdono, digo. Pero en realidad no quiero hablar de nada de eso. No quiero perdonarte tampoco. Lo que quiero es que me ayudes a quedarme callada. ¿Cómo encuentro el silencio? ¿Cómo puedo yo también ser una sombra? Quiero perderme de mí, por eso te busco. Volverme algo fluido, tenue, apenas perceptible. Saco una foto de mis cactus. No de ellos, de su reflejo contra la pared, cuando el sol está a punto de irse y todo parece más verdadero. Te la mando. O lo pienso. Hay algo hermoso en lo que huye. Pero estoy cansada.
¿Dónde estoy?
Desarmo la torsión de las piernas y elijo una carta. Otra vez la misma. Es una carta que me asusta. Habla de pájaros que dan leche, de muertos que maduran en las hojas de parras, de lenguas rojas. Tal vez la respuesta se encuentre en el título. Busco la palabra en el diccionario. Ménade: mujer descompuesta y frenética. Sacerdotisa de Baco que, en la celebración de los misterios, daba muestras de frenesí. Mujer encolerizada y furiosa. Ménades: “las que desvarían”. Se las conocía como mujeres en estado salvaje, de vida enajenada, con las que era imposible razonar. Vagaban en bandas rebeldes por las laderas de las montañas. Del latín maenas/maenadis, que viene de maino, manía, volverse loca.
Pienso que sí, que tal vez me esté volviendo loca. Y no es culpa del encierro, aunque lo sea, ni de esta soledad agazapada. Pienso en los encajes negros que encontré al fondo del placard, en las noches que pasé recortando palabritas con una tijera desafilada, en las espinas que me clavé por querer acariciar a los cactus, en los pelos que me crecieron en las piernas, en mis labios violetas de vino, en las uvas que comimos, a la misma hora, sin darnos cuenta. En el hambre desesperado que encuentro en los pasillos de mi cabeza y de mi cuerpo. Y no sé si eso es malo. Estoy siendo más yo que nunca. Me envuelvo a mis sombras como si fuesen tules, me dejo abrazar por ellas.
¿Quién es yo? ¿Dónde están mis sombras? ¿Cuál es el peligro?
Vuelvo a leer la carta, escucho los susurros desde el otro lado, como una sombra, ella me roza y me arrastra hacia adentro: “Madre, mantente fuera del patio de mi granja, me estoy transformando en otra”.
Y se vestían con pieles de animales, salían en medio de la noche, con antorchas, hacia los bosques. Y comían carne cruda, y bailaban. Bailaban, invocando a la luna y a los dioses, desatadas, abandonadas al instinto de lo salvaje. Como si no existiera más que un cuerpo moviéndose en la oscuridad.