La maldita casa
A 34 años de la guerra
Viernes 01 de abril de 2016
Un texto de Federico Lorenz.
Rara vez deja de haber ironía incluso en el mayor de los horrores. Algunas veces forma parte directa de la trama de los sucesos, mientras que otras solo atañe a la posición fortuita de estos entre las personas y los lugares. H. P. Lovecraft, “La casa maldita”
No sé cómo fue, pero a la primera mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un sentimiento de insoportable tristeza. Edgar Allan Poe, “La caída de la Casa Usher”
El lugar donde murió Alejandro Vargas es hermoso y plácido. Lo conocí una de las tardes que caminamos por las viejas posiciones de los soldados de La Plata. Un brazo de agua que aparece y desaparece entre colinas que bajan ondulando hacia sus orillas, rumbo a Stanley. Del lado sur, donde se atrincheraron los argentinos, el terreno está poceado por las explosiones. Hay una lengua de tierra, frente a unas casas. Durante la guerra, se suponía que sus ocupantes las habían abandonado, pero los ex combatientes del Regimiento 7 dicen que por las noches se veían luces de distintos colores, y que seguro eran los kelpers haciéndoles señales a los ingleses, o tropas especiales. Como en la vivienda habían quedado comestibles, ropas, y se podían bañar, muchos se hicieron escapadas a esa casa. Alejandro fue uno de ellos. Para hacerlo, tenían que usar un bote en el que se embarcaban en la orilla más próxima a las posiciones de los argentinos, remar un poco, desembarcar con mucho cuidado, hacer rápido las cosas y volverse.
El Regimiento 7 llegó a Malvinas el 13 de abril. Era un martes. Los sobrevivientes tienen gastados los chistes con eso. Todos recuerdan la lluvia feroz que los recibió durante toda la marcha desde el aeropuerto a Moody Brook, y cómo muchos tuvieron que dormir en unas barracas, que todavía se ven, aunque destartaladas, a la salida de Stanley.
En los días subsiguientes, distribuidos por compañías, se dedicaron a fortificar el Longdon, el Wireless Ridge, y la península de Camber. Tuvieron que subir a pulso por ese terreno que se tragaba las cosas, sus equipos, cajas de municiones, piezas de mortero y unos cañones sin retroceso, tender cable telefónico y organizar los suministros. Cavaron los pozos en los que vivirían y se defenderían. Muchos de ellos se anegaron, como patéticamente muestran las fotografías de los reconocimientos aéreos ingleses: Argentine position flooded.
“Posición argentina inundada”.
Y luego, enterrarse y esperar, contando los días, las bombas inglesas y los muertos.
Las posiciones, hoy día, son manchas negras que parecerían haberse caído de alguna gigantesca bolsa, como al descuido. En muchos lugares, hay un pequeño rectángulo de piedras, unos alambres enredados con cenizas o harapos en el medio: una carpa, los restos de una posición. Esos pozos, en particular, parecen tumbas sin cruz.
Allí, en las covachas, aguantaron los bombardeos, desde el 1º de mayo, y el hambre, que enfrentaron como pudieron. Vieron pasar a los Harriers camino al aeropuerto, por ese mismo corredor por donde hoy fluye el agua. A veces, recibieron sus disparos. Las mañanas de buen tiempo, vieron pasar a un isleño en moto, que los saludaba y se alejaba rumbo a Estancia, de donde finalmente salió el ataque sobre el Longdon. Hoy sabemos que levantaba información para las fuerzas británicas, embarcado en su propia guerra de resistencia.
Marcelo Postogna era de la Compañía A, la misma de Alejandro. Fue uno de los servidores de uno de los cañones sin retroceso. Su posición, que se conserva bastante bien, miraba al Norte. Muchas noches miró impotente hacia las luces de la casa: estaba harto de ver movimientos allí. Con sus compañeros le querían tirar a la casa, pero estaba prohibido. Le tenían bronca porque sospechaban que la precisión del tiro inglés tenía que ver con ella, y porque desde allí salían las patrullas de reconocimiento que por las noches hostigaban sus posiciones. Demasiado tiempo enterrados en sus pozos, recibiendo fuego sin poder devolverlo, demasiada hambre y castigos acumulados por querer saciarla, aumentaron las proporciones de la bronca concentrada en cualquier objeto, y la casa era ideal.
Y más motivos tuvieron después de lo de Alejandro y sus compañeros.
La casa, como si tuviera vida propia, se comió a cuatro compañeros de Marcelo. Una noche, Alejandro y tres soldados más, Pedro Horacio Vojkovic, Manuel Alberto Zelarayán y Carlos Alberto Hornos, agarraron el bote y se mandaron para la casa, con la autorización de un superior. Pero calcularon mal, o había bruma, y el bote detonó una mina antitanque argentina.
Cuentan que se escuchó la explosión y luego, por un rato, algunos gritos. Era de noche y tuvieron que esperar a que se hiciera de día para recoger los restos dispersos. Los cargaron en cuatro frazadas verdes. Imagino puteadas, y lágrimas, pero también mucho de fatalismo que sin duda creció en esas vigilias en los pozos.
El único cuerpo que identificaron fue el de Alejandro porque tenía puestas unas medias a rayas inconfundibles. De los otros tres no quedó mucho. Durante un tiempo, después de la guerra, en la playa todavía estaban los restos del bote.
Sin embargo, la casa sobrevivió a la guerra. Durante los combates del 11 y el 12, antes de la retirada y mientras le llovían encima las bombas británicas, Marcelo se juró que esas paredes iban a volar. Apuntó el cañón, pero cuando fue a dispararlo, no pudo hacerlo. Hasta ese momento, le habían tenido que estar dando con un palo y un destornillador, porque no funcionaba.
Acompañamos a Marcelo mientras buscaba su pieza. Cuando llegamos a su antigua posición, donde aún estaba el cañón, se sacó el cigarro de la boca y dijo con bronca:
–Me lo corrieron.
–¿Eh?
–Yo no lo dejé así. Estaba listo para tirarle a la casa.
Y fue ahí cuando nos explicó que antes de retirarse lo había dejado apuntando hacia la casa, inútil y desafiante. También nos contó cómo la artillería inglesa los buscaba rabiosamente, y tenían que estar cambiando de posición todo el tiempo.
Ahora, en 2007, pegó una plaquita sobre el caño oxidado, y volvió a dejarlo apuntado hacia la casa. Tengo una foto de Marcelo de pie junto a su cañón. Abraza un contenedor oxidado y doblado de uno de los proyectiles y tiene la mirada perdida mientras nos cuenta cómo era hacer la guerra con un cañón que funcionaba a golpes de destornillador.
Quién sabe qué piensa mientras tanto. A lo mejor, ya se esté organizando para la noche que pasará cerca de allí, en su viejo pozo.
Hago puntería con la cara pegada sobre el hierro frío. Allí, en línea recta, donde termina la boca del cañón, están las casas de chapa, de paredes rojas y blancas. Hay un puente nuevo y un camino de tierra que zigzaguea hacia las alturas.
Hay una camioneta estacionada.
Y la playa, una franja negruzca, como si recién hubiera sido la explosión que mató a Alejandro y a sus compañeros.
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