La librería más famosa del mundo
Por Jeremy Mercer
Miércoles 20 de noviembre de 2019
Desde su fundación en 1919 en París, Shakespeare & Co. reunió a algunos de los autores más importantes del mundo y formó a generaciones de lectores, hasta convertirse en mito. Leé el arranque de la crónica del canadiense Jeremy Mercer que publicó Malpaso: la experiencia personal de un fugitivo que convierte a la librería en su santuario.
Por Jeremy Mercer. Traducción de Rubén Martín Giráldez.
Llegué a la librería un gris domingo de invierno.
Paseaba, como tenía por costumbre en aquella época complicada. Nunca llevaba un destino concreto, sólo necesitaba un buen número de manzanas y esquinas dobladas al azar que me ayudaran a perder la noción del tiempo y me distrajesen de los problemas que me atenazaban. Era sorprendentemente fácil olvidarse de uno mismo en medio del ajetreo de los mercados y bulevares, entre los parques cuidados con esmero y los monumentos de mármol.
A primera hora de la tarde de aquel día había empezado a caer una fina llovizna. Al principio apenas mojaba la lana de mi jersey, así que ni se me pasó por la cabeza interrumpir la grave ejecución de mi paseo. Pero después, conforme iba anocheciendo, los truenos cruzaron el cielo y dio comienzo un chaparrón. Había que ponerse a cubierto y desde donde el aguacero me había cogido, cerca de la catedral de Notre Dame, podía vislumbrar el cartel amarillo y verde de la librería al otro lado del río.
Llevaba ya un mes en París, lo suficiente para haber oído rumores imprecisos sobre la legendaria tienda. Naturalmente, había despertado mi curiosidad y más de una vez pensé en ir. Sin embargo, mientras cruzaba el puente con el viento silbándome entre las perneras y los paraguas abriéndose a mi alrededor, aquellos rumores fueron lo último que me vino a la cabeza. Mi única preocupación era escapar de la tormenta y dejar pasar el tiempo a resguardo de la lluvia.
Frente al local, un grupo posaba valerosamente para la última ronda de fotos. Protegían las cámaras con gruesas guías turísticas y sonreían mostrando el castañeteo de sus dientes. Una mujer dirigió una mirada furiosa a su marido por debajo de la capucha del impermeable mientras éste giraba un aparatoso objetivo: «Rápido —lo apremió—, date prisa».
A través de los cristales empañados del escaparate se apreciaban una luz acogedora y unas siluetas que se movían en su interior. A mi izquierda había una estrecha puerta de madera con la pintura verde descascarillada. Se abrió con un leve crujido para revelar un modesto delirio.
Una resplandeciente lámpara de araña colgaba de un falso techo de madera agrietada; en un rincón, un hombre obeso estrujaba su muumuu1 color turquesa que estaba chorreando. Una horda de clientes rodeaba el mostrador berreando a la dependienta en una estridente mezcla de idiomas. Y los libros. Había libros por todas partes. Combaban las estanterías de madera, sobresalían de las cajas de cartón, mantenían un equilibrio precario en pilas demasiado altas y encima de algunas sillas. Tumbado en el alféizar de la ventana, un sedoso gato negro observaba la extravagante escena. Os juro que levantó la cabeza y me guiñó un ojo.
Cuando el grupo de turistas entró en el local se levantó una repentina corriente de aire. Me arrastraron con ellos hacia el interior, más allá del mostrador abarrotado, y me hicieron subir dos escalones de piedra con unas palabras pintadas, «vive para la humanidad», hasta llegar a una enorme sala central. Allí las mesas y las estanterías rebosaban de libros, dos puertas permitían adentrarse todavía más en la tienda, presidida desde lo alto por una claraboya sucia. Aún más insólito era el lugar sobre el que la claraboya arrojaba su luz: un pozo de los deseos con un borde de hierro, donde un hombre, rodilla en tierra, pescaba las monedas más valiosas. Al acercarme levantó la vista y se apresuró a proteger su botín con un brazo contrahecho.
Pasé lo más lejos que pude de aquel individuo, me adentré en un pasillo estrecho y me encontré rodeado de lo que parecían ser libros escritos en ruso. Me aventuré hacia un rincón sin salida en el que había un fregadero rodeado de montones de amarillentas revistas consagradas a la naturaleza. Sobre un número dedicado a las selvas de Madagascar había una cuchilla de afeitar con restos de jabón. Un pegote de espuma añadía una mancha poco natural a un leopardo recostado.
Retrocedí y llegué a la sección de novela alemana, luego, dando algún traspié, doblé otra esquina y me encontré con una pirámide inestable formada por libros de arte con tapas relucientes. A un lado, una alcoba con vidrios emplomados y una bombilla que parpadeaba. Una mujer agachada murmuraba en italiano tratando de descifrar los títulos de los libros bajo la luz intermitente.
Por fin, después de atravesar otra puerta, llegué de nuevo al cuarto del pozo de los deseos. El hombre que estaba metiendo la mano en el agua se había esfumado, pero ahora el grupo de turistas había colonizado el lugar. Casi cegado por los flashes de sus cámaras, tropecé contra los hombros mojados de la manada mientras se internaban en el laberinto del que yo acababa de salir.
Fue en esa coyuntura cuando decidí que un café sería un refugio más tranquilo para la tormenta. Batiéndome en cautelosa retirada dejé atrás a la dependienta y al gato negro de los guiños y salí de nuevo por la puerta verde. La virulencia de la lluvia hizo que me lo replanteara, y en ese instante de vacilación me fijé en un armarito de madera atornillado a la pared contigua al escaparate de la tienda. Estaba repleto de ediciones de bolsillo, húmedas y abombadas, pero costaban sólo veinticinco francos, cantidad que hasta yo podía permitirme en aquella época desesperada. Un ejemplar de Retrato del artista adolescente sobresalía apuntando en mi dirección. Pensando que sería un pasatiempo barato, me adentré de nuevo en la librería.
Cuando llegó mi turno, la joven del mostrador me dirigió una sonrisa luminosa y abrió mi libro. Con suma diligencia estampó el sello de la librería Shakespeare & Company en la portadilla. Luego me propuso subir y tomar un té.
1 Vestido femenino de las nativas de Hawái. (N. del T.)