Hospitalidad: leé lo nuevo de Virginia Higa
Jueves 21 de diciembre de 2023
"Descubrí que la gente está más dispuesta a contar detalles de su vida cuando se queda a dormir en tu casa": una de las piezas que componen El hechizo del verano (Sigilo).
Por Virginia Higa.
Tuvimos muchas visitas durante el verano y el comienzo del otoño. Algunos se quedaron en casa, otros no.
Algunas visitas son livianas, no se siente tanto el peso de su llegada o su partida. Otras son más pesadas, a veces su presencia me aplasta y me cuesta salir de la cama por la mañana. Cuando se fue mi amiga Flor, sentí que se había levantado un peso muy leve de mi casa, como una pluma llevada por el viento. Su cuerpo es delgado y ocupa poco espacio, es fácil y reconfortante tenerla cerca. No deja un agujero cuando se va porque tampoco hizo un agujero al llegar, como esa gente que obliga a las cosas a adaptarse a ellas. Dormimos juntas en la cama grande, Fede durmió en el colchón inflable. Cuando Flor se acostaba a mi lado, la cama casi no se hundía. Ella tampoco roncaba ni hacía ningún ruido, y de no ser por los rulos pelirrojos que asomaban de la colcha apenas elevada y el perfume suave de su champú, yo habría sentido que estaba durmiendo sola.
Algunas visitas son más fáciles de entretener que otras.
Algunas vienen con planes y listas de todo lo que quieren hacer, y lo hacen; otras no tienen plan y se dejan llevar. Algunas acompañan la rutina que ya está establecida, me dan charla cuando cocino o lavo los platos, mientras que otras necesitan atención y exclusividad. No sé por qué pienso que conozco a la gente; en realidad solo percibo de ellos lo que generan en mí. Quizás conociendo a mucha gente diferente se conoce una misma mucho más.
José no quiso visitar ningún lugar turístico, solo librerías. Ariel y Martín encontraban maravilloso todo lo que veían, todo lo que comían. Mercedes hablaba mucho mientras viajábamos y no miraba el paisaje desde el colectivo, y yo me preocupaba y pensaba «se está perdiendo la vista». Pero también me interesaba lo que ella tenía para contarme así que no la interrumpía, pero miraba de reojo por la ventanilla pensando en los lugares que ella no estaba pudiendo apreciar. Lupe entraba a todos los negocios, y eso me gustó, porque yo también entré con ella, y mirar vidrieras es una buena forma de descansar, aunque una no compre nada. Ser turista y caminar un día entero sin entrar a ningún negocio puede ser agotador.
Siempre que tenemos visitas que se quedan a dormir en casa experimento alguna pequeña molestia física: dolor de cabeza, dolor de espalda, ruidos intestinales, una caries, granos en la cara. A veces noto que mis huéspedes también se sienten incómodos. Quizás no nos conocemos mucho o no tienen la confianza suficiente como para sentirse a gusto en mi casa y entonces se ponen alérgicos, no pueden ir al baño o les cuesta dormir.
Es fácil hablar con personas que se dejan preguntar, que son generosas en sus respuestas. Hay quienes son naturalmente buenos anfitriones y otros que son buenos huéspedes. Yo siempre pensé que era mejor huésped que anfitriona, y por eso también me sentía más a gusto siendo lectora que escritora, aunque vivir en esta ciudad y recibir a tanta gente en mi casa me hizo cambiar de opinión.
Descubrí que también puedo ser buena anfitriona y que, tanto en la vida como en la literatura, me interesa todo lo que tiene que ver con la hospitalidad.
Descubrí que la gente está más dispuesta a contar detalles de su vida cuando se queda a dormir en tu casa, cuando desayunamos juntos en pijama o salimos a descubrir la ciudad a pie. Desde que vivo afuera y hospedo a gente que está de viaje, aprendí mucho más de algunas personas que en años de vivir en la misma ciudad. Podría decir que vi lo mejor de ellos, que los conocí en estado de apertura, fuera de contexto, flexibles, librados por un rato de la necesidad de ser jactanciosos o de tener razón.
Todas las historias que me contaron los que se hospedaron en mi casa tenían el aura mágica de la narración pura: eran historias de otro lugar y de otro tiempo. Los protagonistas, de los que sé una o dos cosas, se convirtieron sin embargo en personajes vivos, inagotables. Dieron la vuelta entera: de personas a personajes a personas otra vez. Recuerdo algunas historias muy vívidamente, pero la que más recuerdo es la que contó una amiga que pasó con nosotros los días oscuros entre Navidad y Año Nuevo. En la luz tenue de las lamparitas festivas nos contó sobre su tía abuela Alicia, millonaria y excéntrica, que vivía con dos sirvientas en una casa grande de Turdera, provincia de Buenos Aires. Amante del arte y de las cosas bellas, tenía las habitaciones repletas de cuadros, alfombras, copitas de cristal de todos los tamaños. No hacía actos de beneficencia, como otras mujeres de su clase social. Pero dos veces por mes invitaba a comer a gente con la que se cruzaba en la calle, muchos de ellos de hecho vivían en la calle, y les servía los manjares más exquisitos que su cocinera era capaz de preparar. No ahorraba dinero ni esfuerzo para esos banquetes: era como si esperase la visita de un rey. Abría botellas del mejor vino, a veces contrataba a un pianista para que tocara mientras comían. Su comportamiento era incomprensible para todos; sus amigas la criticaban por excéntrica, sus sobrinos, por ingenua. «Los ayudarías más dándoles la plata, y que ellos se compren lo que necesiten», le decían estos últimos. «Los pobres no saben apreciar el caviar», le decían sus amigas. Pero ella insistía: ¿por qué esa gente no podía disfrutar también de las mejores y más bellas cosas de la vida?
No sé qué fue de esa mujer, no sé nada más sobre ella, no sé si está bien o mal lo que hacía, no puedo encontrarle una moral a la historia. Solo tengo el relato que contó mi amiga una noche de invierno, que vuelve a mí una y otra vez con la potencia de la narración pura para cautivarme el corazón.
Pienso en un plan para mis años de la vejez. Abrir un pequeño hotel en algún lugar de la Argentina, algún lugar alejado, una casa cálida en invierno y fresca en verano, con grandes ventanas que den a un jardín. En ese lugar recibiré a quienes quieran quedarse a pasar tres o cuatro días, con una única condición. Para hospedarse tendrán que contarme, en algún momento de su estadía, una historia. Cualquier historia sobre cualquier cosa, pero bien contada. Con muchos detalles, impresiones personales, chismes, anécdotas. A cambio obtendrán cama, comida, conversación.