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Guillermo Saccomanno: encuentros frente al mar con Juan Forn

"El fraseo de Juan gozaba de un entusiasmo que irradiaba desde sus lecturas y volcaba en una conjunción de geografías y acciones", escribe en Mirlo (Seix Barral), su último libro.




Por Guillermo Saccomanno.




       Por fin su bloqueo empezaba a quedar atrás. Por más que la enfermedad acechara, lograba tenerla a raya. En ese tiempo en que Juan reunía sus artículos acertó con un título: La tierra elegida. No aludía solo a la escritura como territorio. También al lugar donde nos habíamos rescatado. Me detengo en uno de sus artículos, ese dedicado a Isaak Babel, que antes de cumplir treinta y cuatro era ya un maestro del cuento. Juan se pregunta cómo un judío asmático y miope pudo sobrevivir entre los cascos de los cosacos de la caballería roja. Parece fácil pensar que en esa pregunta subyace el interrogante de cómo se adaptó Juan enfermo al nuevo territorio donde comenzaría una etapa nueva en un territorio cuyos inviernos son largos, ventosos, crudos y el ambiente es también a veces tosco a diferencia de la confortable atmósfera porteña de librerías, galerías, cines. Empezó a dar charlas nocturnas a la gorra en la biblioteca del pueblo. Sus asistentes iban desde un mecánico hasta un abogado, desde laburantes variados y maestras hasta vendedoras de tiendas y amas de casa, jóvenes guardavidas y jubilados. En cada encuentro probaba el material que luego desarrollaría en sus artículos. Los escenarios que ahora le atraían ya no eran tanto los americanos como los rusos. Cada vez más los rusos. Babel latía, late en sus prosas. Juan, que era también traductor, adopta los consejos que Babel pronuncia en el cuento Guy de Maupassant narrado por un traductor bisoño: Una frase nace a la vez buena y mala. El secreto está en hacer un giro casi imperceptible. El picaporte debe reposar en tu mano y calentarse. Y hay que darle una vuelta, no dos. Y también: No hay hierro que pueda helar el corazón humano de forma tan penetrante como un punto puesto a tiempo. El fraseo de Juan gozaba de un entusiasmo que irradiaba desde sus lecturas y volcaba en una conjunción de geografías y acciones. El armado de las biografías gozaba de un estilo ameno y directo a la vez: tus escritores admirados, como Babel, estaban vivos mientras vos, Juan, resucitabas.

      Nos juntábamos acá, en El Náutico, este parador de playa donde vengo por las tardes a escribir un rato. Ya no era necesario que arregláramos por teléfono el encuentro. Los dos sabíamos que el otro andaría por acá, en esta misma mesa. Anoto impresiones dispersas. Cuántas son reales, me pregunto. Hablábamos de libros, los que cada uno podría escribir, aunque supiéramos que se trataba de deseos truncos. Mirábamos el mar, como si de la marea dependiera una respuesta. Los inviernos eran eternos, los veranos tan fugaces. El tiempo conspiraba en superarnos. Teníamos algo de retirados, pero no aceptábamos esta condición. Tampoco la de cansados. Al desvanecerse las ilusiones aparecíamos los que éramos en realidad. Nuestra consigna: no darnos por vencidos. A veces, al girar la cabeza hacia el ventanal, el mar agitado, conveníamos: El mar nos hace mejores. Como toda verdad, era relativa. Una imagen fantasmal nos asaltaba: uno de los dos tropieza en la arena y el otro lo ataja antes de que se derrumbe. Estás bien, pregunta uno. Estoy bien, contesta el otro. Y siguen caminando por la playa, alejándose. No me gusta esta imagen que nos decíamos con sarcasmo. No quiero escribirla. Por las tardes, este agosto, en El Náutico miro la playa desierta, más solitaria que nunca.

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