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Enrique Vila-Matas va en busca de Apollinaire

"El mundo se ha vuelto apollinario y surrealista", apunta el autor español en "Agua de Louvre", tomado de Escribir Parisnovedad de Banda Propia.



Por Enrique Vila-Matas




1. Se ha vuelto tan surrealista el mundo que pocos ya recuerdan quién inventó el adjetivo surrealista. Y seguramente, además, ni importa. Tampoco sabemos quién inventó la crisis y aún menos la palabra crisis, y tampoco pasa nada. ¿De qué nos serviría saberlo? Hasta les debe de parecer a algunos más que surrealista saber quién inventó el término surrealismo. Pues bien, fue Guillaume Apollinaire.

Pensé en la cuestión del invento de esa palabra hace unas semanas cuando me encontraba en París buscando —no negaré que con ansiedad exagerada— la fachada oculta de una casa de doble fachada en la rue de Saint-Guillaume. De pronto, a 50 metros de esa calle, di con una placa que nada tenía que ver con lo que buscaba: una placa en el 208 del bulevar de Saint-Germain que decía que en aquella casa había vivido y muerto el poeta Apollinaire. Si había muerto allí, yo estaba debajo de la mítica buhardilla donde el poeta escondía todas las estatuillas y abalorios que robaba impunemente a diario en el entonces algo descuidado museo del Louvre. Aunque todo sea dicho: tanto iba el cántaro a la fuente que acabó siendo acusado injustamente del robo de La Gioconda y pasó diez días en la cárcel, donde escribió uno de sus poemas más conmovedores, «A la prisión de la Santé».

Así que buscando una fachada emboscada, fui de un Saint-Guillaume a un Guillaume a secas. Y acabé dando con una buhardilla que creía conocer de memoria, de tantas historias que en ella me había imaginado. Miré desde abajo ese lugar de mi imaginación. ¿Sabría quien viviera ahí ahora que fue allí donde alguien escribió por primera vez la palabra surrealismo?


En 1917, Apollinaire se disponía a estrenar Las Tetas de Tiresias y, no sabiendo cómo adjetivar aquella obra de teatro, la calificó en el programa de mano de drama surrealista: «Cuando el hombre quiso imitar el andar, creó la rueda, que no se parece en nada a una pierna. Así hizo surrealismo sin saberlo». Siete años después, en 1924, André Breton —descubridor de tantas fachadas ocultas— recuperaría el vocablo y lo difundiría por el mundo y se atribuiría más méritos de los que tenía.

Aunque sé que Apollinaire fue un gran poeta, no tengo la costumbre de leerle demasiado, pero la semana pasada descubrí que acababa de publicarse entre nosotros, en la valiosa traducción de Marta Pino, sus fascinantes Cartas a Lou, poemas de amor a la novia a la que escribía desde la guerra: poemas de gran carga erótica mezclada con ciertos experimentos que le llevan de un clasicismo inicial, casi cursi, hasta el vanguardismo final de versos sin rima ni esquemas rígidos: una trayectoria que va del amor cortés a una erótica final, influenciada por el Marqués de Sade. Un escándalo en el contexto de su época, donde el gran escándalo tendría que haber sido otro; tendría que haber sido la guerra, la primera gran guerra del 14, la misma a la que se apuntó con entusiasmo Apollinaire y que le costó la vida. Regresó del frente herido y nunca he podido olvidar un grabado de la época en el que se ve a Apollinaire con la cabeza vendada, en su buhardilla, rodeado de una multitud de objetos (que siempre imaginé robados), poco antes de morir. El pie del grabado decía: «Apollinaire herido mortalmente y víctima de la española». Murió el mismo día que se firmó la paz y que el pueblo de París se echó a la calle para celebrarlo. Y murió de española —de Spanish lady, nombre que dieron en 1918 a la epidemia de gripe que asoló Occidente—, que es también una forma muy surrealista de morirse.

2. Murió, además, en el umbral mismo de la felicidad —como Tamerlán frente al mar—, porque justo acababa de encontrar a Lou, la mujer de su vida. Hoy ni el amor ni la felicidad escapan al vocablo surrealista que inventó Apollinaire. Basta con leer la noticia de ayer de ese diligente holandés, Ruut Veenhoven, que ha creado una base de datos mundial de la felicidad, con clasificaciones nacionales. Sus resultados aparecieron en una página web de California que titulaba así: «Canadá derrota a Estados Unidos en el índice mundial de la felicidad».

Lo dicho, el mundo se ha vuelto apollinario y surrealista. El poeta lo era ya por nacimiento, pues se llamaba Guillaume Apollinaire de Kostrowizki, aunque para ocultar el bárbaro apellido polaco elevó a la categoría de apellido su segundo nombre, Apollinaire, que parecía hecho a medida para un poeta, aunque no se sabe si gustaba más de su parentesco fonético con Apolo o con Apollinaris, que era un agua purgante.

Lo mejor que se ha dicho de su poesía lo dijo su amigo Alberto Savinio, que una mañana estaba en una finca viendo cómo un obrero hidráulico —«envainado en bronce flexible, como un dios marino»— estaba sumido en la reparación de un pozo artesiano, y al principio el agua salía solo con resoplidos y le pareció que aquello fluía como la poesía de Rimbaud, luchando con el fango de la vida. Pero cuando al final —«triunfo del hidráulico semidiós, remate de su trabajo»— el agua comenzó milagrosamente a subir límpida, serena, sin esfuerzo, se acordó de inmediato de la poesía de Apollinaire, que para él era el agua como debiera estar siempre.

Poeta de la sencillez y de la facilidad, poeta muerto de española en su buhardilla parisina y seguramente con la Gioconda auténtica —la que no hemos vuelto a ver nunca, la original y no la que se devolvió al Louvre como si fuera la verdadera, como si por fin hubieran recuperado el cuadro— debajo de su cama. Antes encontraremos el vendaje de guerra en la cabeza y el agua de su poesía que aquella Gioconda, que ha quedado tan escondida para la eternidad como esa fachada oculta de la casa de doble fachada en la rue de Saint-Guillaume que hoy, siguiendo santamente mi intuición surrealista, he decidido no intentar volver a buscar en mi vida.

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