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No Ficción

El mar

Por Margarita García Robayo

"Hubo un tiempo, el primero de todos, en que el mar era un territorio próximo, familiar y rutinario. Sacarse la ropa y los zapatos, caminar dos, tres metros y zambullirse. No había mucho más que hacer". Un adelanto del nuevo libro de la escritora colombiana, Primera persona (Marea Editorial).

Por Margarita García Robayo.

 

El primer recuerdo es molesto: el escozor de la sal en las heridas de infancia. Primero te sacude, después te anestesia y el cuerpo queda como curado y limpio. Me caía mucho, me raspaba y encontraba gran placer en sacarme la costra seca de la herida. Mis rodillas son un mapa de cicatrices microscópicas. Entonces había una casa pequeña: paredes de madera húmeda, techo de chapa y piso de arena. Íbamos los domingos, los caseros sacaban las hamacas, un balde de ostras frescas —lo mismo que comían los cerdos por esa época— y cocinaban el pescado. Los adultos se echaban a dormir y a los niños nos mandaban al mar. Jugábamos a pasar largos ratos bajo el agua con los ojos abiertos, irritados y curiosos: peces de colores, corales, aguamalas, algas verdes atravesadas por puñales de luz que caían implacables desde la superficie. Era el cine 3D que todavía no existía. Nunca aprendí a nadar, pero siempre tuve la sensación de que jamás me ahogaría.

Hubo un tiempo, el primero de todos, en que el mar era un territorio próximo, familiar y rutinario. Sacarse la ropa y los zapatos, caminar dos, tres metros y zambullirse. No había mucho más que hacer. Eran jornadas propicias para el pensamiento ocioso y cíclico. Flotar de cara al cielo, dejarse arrastrar por la corriente hasta algún lugar lejano. Medio millón de gacelas Thomson migraban a Kenia dos veces al año. Sabía esas cosas, o me las inventaba. Después vino el hastío, semana tras semana: otra vez el mar. Qué raro que un charco de agua infinita provoque pasmos de poesía. Al próximo poeta que proponga un verso sobre el mar, córtenle los dedos de un tajo y que lo escriba con sangre.

Exigí una hamaca para mí. “Anda al mar”, dijo mi madre.

“No”. “¿Por qué?”. Y ahí lo dije por primera vez, a lo mejor sin pensarlo realmente —cuestión completamente accesoria en la génesis de una fobia—: “Odio el mar”. Mi madre también lo odiaba, pero tenía razones ciertas. Tiempo después me enteraría de que su novio de la adolescencia había muerto ahogado. Ella estaba con él, habían hecho un pícnic en una lona a cuadros, habían nadado hasta agotarse y estaba por caer el sol. Un buque mercante entraba en el horizonte. Él la tomó de la mano: “Vamos a nadar”. “Pero es tarde”. “Dale”. La ola violenta se lo sacó de la mano en cuestión de segundos. Cuando ella despertó estaba en la orilla: los ojos del salvavidas la miraban aterrados; de fondo había un montón de cabezas a contraluz. Mi madre se alejó del mar todo lo que pudo y fue volviendo de a poco. Lo más cerca que había llegado era esa choza de domingo, de la que casi no salía. Yo también me alejé, pero por motivos distintos. Me recluí en la montaña y después en la llanura.

En unas vacaciones fui de visita: la choza se había agrandado, al igual que la familia. Fuimos todos, salvo mi madre, a zambullirnos. El mar estaba ahí, quieto y sugerente, y mientras lo miraba desde afuera pensé que había pocos espacios que conociera más. Me pertenece, pensé. Le pertenezco.

Tomé a un sobrino de la mano para mostrarle lo que había debajo del agua —esta vez con antiparras—, y apenas entramos un aguamala se me pegó en la pierna. Se sintió como una tenaza. La cura era orina caliente. No sé quién la produjo, pero ahí estaba: en una botella plástica de Sprite cortada al medio, derramándose sobre mi pierna, mientras el sol y el dolor me nublaban la vista. De ese día me quedó una colección de ojos familiares que me miraba sufrir, la imagen de mi madre escondida en su choza, y las ganas de que el mar se hiciera recuerdo lejano.

 

Empecé a volver por caminos azarosos.

Recuerdo una ventana alta. Uno sacaba la cabeza y veía una mancha azul verdosa que se fundía con el cielo. El Mediterráneo, calmo —soso—. Fue una noche en el departamento de una pareja amiga que festejaba su aniversario. Era la ciudad de Málaga y yo estaba de paso en un festival. La casa era ínfima, podía decirse que vivían en una biblioteca con cama. Y la vista, claro, sobre todo vivían en la vista. Él se dedicaba a escribir, ella trabajaba en el festival. Debíamos ser veinte personas buscando un puñadito de aire en la ventana. Cuando fue mi turno de sacar la cabeza, el viento salado me golpeó de frente. Par de cachetazos de una tía rústica: “¡Dónde has estado!”. El pelo pegado al cráneo, la piel aceitosa y esa sensación amoníaca en el tabique. Estaba de vuelta. En otra geografía, pero de vuelta. Esa noche confesé mi animadversión hacia el mar y fui abucheada; un grupo de asistentes al festival me propuso alquilar un auto entre todos y salir a recorrer pueblos costeros. “Terapia de choque”, le llamaron. Acepté y no estuvo mal. En ese viaje el mar se convirtió en algo extrañamente agradable: en un proveedor de pescaditos fritos y sardinas carnosas que acompañaba con aceitunas y jerez; en un recorrido musicalizado por Maldito Raphael. En compañía silenciosa y en descubrimiento.

Este mar obraba en mí de otra manera —soy alguien con tendencia a la desdicha, me quejo y me lamento en circunstancias fabulosas—: debió ser una de las poquísimas veces que un viaje me hizo feliz. En lugar de fantasear con migrar a Kenia, necesité acercarme. Meter los pies en el agua y chapotear un poco. Mis compañeros de viaje se empeñaban en parar en cada playa y lanzarse a nadar de cara al horizonte. Yo no pasé de la orilla, pero ahora estaba más cerca.

 

Cuando estaba embarazada de mi hijo V., el médico me recomendó nadar.

—No sé nadar, doctor.

—¿Una caribeña que no nada?

—Odio el mar.

—¿Una caribeña que odia el mar?

Las sesiones consistieron en flotar y mirar el techo. Anguilas veloces y silenciosas pasaban a mi lado atravesando la piscina de punta a punta. El instructor flanqueó mi carril contra un extremo de la pared y una cuerda con boyas fluorescentes para que nadie me atropellara.

Dicen que sumergirse en el mar es lo más parecido a volver al útero. El líquido amniótico tiene esa consistencia gruesa por todo lo que contiene —proteínas, carbohidratos, lípidos, fosfolípidos, urea, electrolitos— y sirve para amortiguar al feto. El mar es agua mineralizada y se supone que funciona, también, a modo de colchón líquido. Pienso todo eso mientras floto en la piscina, donde, contrario a lo que me pasa en el mar, me siento a salvo.

En mi período de abstinencia marina descubrí el temor a lo incontrolable. El mar, a diferencia de lo que insinúan las postales, dista de ser amable y apacible, pero eso no se sabe a primera vista. Algunos niños le temen, a lo mejor son más intuitivos. Hay gente que piensa que el mar es una foto; que está ahí, estático, y no se mueve más que para mecerse con la brisa y largar espuma. Basta ver un par de documentales del rubro marino para saber que el mar es un alien que fagocita territorios y se traga humanos cada tanto. Y las criaturas que lo habitan —desde tiburones hasta el fitoplancton— no son inocuas.

“Tilikum”: así se llama la orca que mató a su entrenadora en SeaWorld.

“Olas asesinas” es un canal de YouTube donde la gente sube videos en los que el mar engulle turistas. Hay miles.

¿Han visto a las morenas? Son serpientes de ciento cincuenta metros. Tiburón y Pirañas son versiones infantiles de lo que puede hacer una criatura de estas.

Pero incluso en un mar azul pacífico, hipotéticamente despoblado de criaturas, las tragedias ocurren. Los buceadores libres le suelen rendir tributo al último que marcó un récord en el rubro, Nicholas Mevoli: setenta y dos metros de profundidad sin aletas. Salió a los tres minutos, alcanzó a escuchar los aplausos y vitoreos. A lo mejor sintió el sabor de la gloria en el paladar. Después perdió la conciencia y murió.

 

Siempre que bordeo el mar en un vehículo pienso en tres amigas que tenía en la adolescencia. Gastábamos las tardes en la camioneta de una de ellas paseando por la ciudad, nos parqueábamos en los muelles a fumar a escondidas. Una tarde mis amigas —sigo sin recordar por qué yo no estaba— se encontraron con unos chicos en otra camioneta que les propusieron hacer un pique. ¿Y qué iban a decir? Adolescentes y velocidad siempre fue un cóctel seductor. En una curva muy pronunciada la camioneta de mi amiga perdió el control y cayó de trompa en la bahía, que es lo mismo que un mar, pero encerrado. Las ventanillas automáticas se trabaron. El seguro también. Quedaron atrapadas en una cápsula marca Mitsubishi que por alguna rendija se fue llenando de agua y de bichos y de yuyos a una velocidad aterradora. Los amigos que las seguían se lanzaron al agua para rescatarlas. Uno de ellos consiguió abrir la puerta trasera a patadas. Al final se salvaron, pero hubo traumas que persisten. Una de esas amigas me dice que todavía se despierta en el medio de la noche con ahogos y el sabor del agua salada en la garganta: “Algo debió quedar en mis pulmones”. La memoria, pienso. Hace unos años, el mismo héroe que salvó a mis amigas de morir ahogadas, se tiró por la ventana de su casa. Vivía con su mujer, su hijito y su psicosis en el piso diecisiete de un edificio frente al mar.

Una vez fui de vacaciones al Uruguay. Mi pareja de entonces consiguió una casa prestada en José Ignacio —un pueblo de ricos que en realidad querrían estar en Los Hamptons— y me dio curiosidad. Hasta ese momento me había mantenido incólume a esa costumbre argentina de vacacionar en el país vecino. A decir verdad, me había mantenido incólume a esa costumbre, a secas. Yo no vacacionaba porque en muchas culturas —casi todas— eso significa irse al mar. Yo crecí en el mar, es decir que crecí de vacaciones. Cuando abandoné mi ciudad costera pensé que lo mejor que podía pasarme era vivir en un lugar alejado de la playa y dedicar menos horas al pensamiento ocioso y cíclico. Lo primero sucedió, lo segundo no. Crecer mirando el agua, aspirando el salitre y buscando la sombra te condena a la divagación inconducente. Y, de algún modo, de eso vivo.

Al principio, el mar uruguayo me pareció fiero y ruidoso. Después me pareció, además, traicionero. Sucedió una tarde de luz rojiza después de una larga caminata por la orilla. Me sentía liviana y reflexiva: no es que no me guste el mar porque me haya hecho algo malo, pensaba, hasta el momento todo lo malo les ha pasado a otros y es probable que cada circunstancia tenga su explicación aislada. Pensaba más: en realidad no me gusta el mar por lo que propone, desde la mera contemplación hasta el uso discrecional —y predecible— de sus aguas y orillas.

¿Pero acaso preferiría el trekking? El mar me parecía un misterio aburrido, pero mal que bien ese misterio era mi pariente.

¿Qué daño podía hacerme?

Me lancé a las aguas uruguayas con el arrojo de un delfín. Estaba un poco fría, pero el sol compensaba. Había famosos planeando en parapentes que, desde abajo, parecían cometas que rompían nubes. Fue un lindo momento. Recordé el puerto de Lisboa, donde había estado un año atrás mirando buques mercantes provenientes de Egipto y pensando en ese que mi madre mencionaba en el relato de la muerte de su novio. Además de todo lo que ya sabía sobre el mar, volví a experimentar su potencia evocadora. El mar es un dispositivo que pincha la memoria y la hace disparar recuerdos anudados, conectados como argollas en una cadena larga y gruesa que alguna vez, quizá, te conduzca a un ancla.

La ola violenta me encontró con los ojos cerrados, me chupó hasta el fondo y, por mucho que intenté salir a flote, el agua —vuelta catarata persistente— me lo impedía. Estaba sola, pero si hubiese habido una multitud nadando en círculo a mi alrededor, tampoco se habría enterado. Si algo recuerdo con claridad de ese episodio son mis gritos apagados, y una fuerza más intensa que la gravedad que me empujaba hacia abajo. ¿Cómo salí? No tengo idea. Creo que el mismo mar me escupió de vuelta y avancé como pude hasta la orilla. Después me arrastré unos metros más hacia afuera y ahí quedé, bufando, como un boxeador al que acaban de noquear.

Pensé que sería el punto de no retorno. Me levanté y caminé en sentido contrario al agua, y mi plan de vida no contemplaba pegar la vuelta jamás. Recuerdo haber llegado a la casa donde me alojaba y encontrar a un grupo de amigos jugando a la generala en el balcón. Al fondo se veía el mar, agitado y furioso, como queriendo comunicarles algo trágico. Pero ellos permanecieron sordos y apacibles. Me escabullí hasta la habitación, hice mi bolso y me fui. Por tierra. Por años.

 

Que había que vencer el miedo y lanzarse, me decía el instructor de natación cuando me veía perder el tiempo y la plata en la piscina del gimnasio. Él quería enseñarme a nadar, él nadaba en aguas abiertas: tenía veintipocos, era atlético y vehemente. Amaba el mar, incluso ese mar frío y oscuro de la costa argentina que describía como su “lugar en el mundo”. No tuve corazón para decirle que a mí me sucedía justo lo contrario, incluso con el mar cálido y traslúcido del Caribe. El embarazo es un tiempo en el que todos te hablan de vencer miedos, lo cual es insólito, porque también es un tiempo en el que te encuentras tan frágil y vulnerable que difícilmente podrías vencer a una hormiga posada en la suela de tu zapato. Eso le dije al joven instructor, que yo estaba en un momento donde no quería ser valiente ni temeraria, solo quería flotar. Él, algo abrumado, contestó: “¿Qué momento es ese?”.

Puede ser que tuviera razón. Que todo lo que me pasaba con el mar fuese más miedo que hastío, y que estuviera usando mi panza inflada como escudo.

—Y, ¿está nadando? —el obstetra, en cada cita, insistía.

—Algo, doctor.

—Algo —repetía, y sacudía la cabeza con media sonrisa, gesto que nunca supe leer.

Probablemente, ya desde la panza, V. le tomó el gusto al agua. No solo flotaba en el líquido amniótico, también flotaba conmigo en la piscina. Mi bebé se estaba cociendo a baño de María. Ahora está por cumplir dos años y es un pez. Lo traigo al mismo gimnasio dos veces por semana a tomar clases de natación. El instructor lo aplaude cuando hunde la cabeza y hace pataditas.

Este texto me encuentra en Pinamar, donde vinimos a pasar el epílogo del verano. Ya es entrado marzo, casi no queda nadie en la playa. Los perros y paseantes usan abrigo. Mi marido, M., juega en la orilla con V. M. le está contando algo sobre caracoles, la última fascinación de V. Ayer recolectamos unas tres generaciones de caracoles blancos. Yo los miro, sentada a unos metros, y pienso estas frases que escribo. 

M. veraneó en Pinamar toda su infancia y parte de la adolescencia. No le gusta especialmente, más bien todo lo contrario. A mí me gusta menos porque ni siquiera tengo el gustito agridulce de la nostalgia. Me resultan incomprensibles los motivos de su existencia —y supongo que la de cualquier otro balneario de la costa argentina—; el mar es oscuro y helado, por lo tanto nadie lo usa del modo convencional —¿darse chapuzones?—, lo que lo deja como un mero lavapiés; hay un viento bestial, la gastronomía y otras alternativas de entretenimiento son de muy bajo estándar, pero se paga como en Saint-Tropez. ¿Por qué estamos acá? Porque resulta la opción más cercana y amable —es decir segura y conservadora— para que un varoncito de dos años descargue la energía que condensa en su pequeño cuerpo nuclear. A su corta edad, V. ya recorrió varias costas y en todas su reacción fue la misma: fascinación total. Cada mañana corre hacia el agua con desparpajo salvaje y yo me lanzo, endemoniada, a atajarlo. Él se ríe, piensa que es un juego.

Y así se la pasan: jugando.

Mis dos chicos y el monstruo al fondo.

Es la sola presencia, ya lo sé, la que consigue perturbarme y conmoverme en proporciones similares. Me he pasado la vida tratando de asignarle al mar algún rol fundante en mi constante ir y volver. Me he pasado horas mirando olas que se abocan a la orilla, voraces, para luego alejarse, dejando como único rastro su baba furiosa. Para otros será la selva, la pampa, el desierto, el cielo estrellado, la autopista colmada de autos y carteles vista desde un pequeño balcón. En mi caso, el mar es el territorio que me empuja a preguntarme por el sentido de las cosas. ¿Qué cosas? Todas. Cuánta necedad, como si la geografía fuera algo más que una marca imaginaria en la tierra, una línea que se cierra y nos contiene bajo la premisa falsa de pertenecer. Quizá sea eso: que cualquier trazo en la tierra, aunque sea imaginario, se borra cuando toca el agua. La proximidad del mar es garantía de márgenes inconclusos, abiertos frente a la inmensidad, y de elementos expectantes ante un horizonte lleno de promesas.

Los chicos me llaman. Me cuelgo en la foto de sus cuerpos recortados, aves que planean, el muelle a un costado. La retengo unos segundos y después la dejo ir. Me acerco a la orilla, me mojo los pies. V. me ofrece su mano, la tomo y miramos hacia el frente. Quizá lo aprieto demasiado porque intenta zafarse, pero no lo dejo. Mientras yo esté a su lado, pienso, mantendremos la distancia prudencial.

El agua está fría, las olas rugen.

Pinamar, marzo de 2016

 

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