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No Ficción

El día que tomé un café con Oprah

Oprah leyendo a Claire Keegan. Crédito: Starbucks, Eli Schmidt

La traductora y editora Gabriela Adamo nos trae una crónica de su visita al club de lectura más grande de Estados Unidos. 




Por Gabriela Adamo


 

Empecé a trabajar en el mundo editorial a mediados de la década del 90, en el área de prensa de Editorial Sudamericana, cuando todavía era una casa independiente en manos de la familia López Llovet - Rodrigué. Era la época en la que aún se hacían tiradas de 100.000 ejemplares para un autor argentino que prometía ser best-seller y todos los esfuerzos de promoción estaban puestos en conseguir una tapa en la revista dominical de los grandes diarios o una entrevista en el horario central de televisión. Casi siempre, los jefes de prensa sólo podíamos darnos órdenes a nosotros mismos: solíamos ser equipos unipersonales que nos ocupábamos desde empaquetar libros hasta visitar a los directores de los suplementos literarios o almorzar con un premio Nobel que venía de visita. Y trabajábamos, en efecto, con la prensa: diarios, revistas, radio y televisión. Todavía no habían aparecido los blogs ni YouTube, no existían las redes sociales y no había influencers. ¿O sí?  

Interesada desde el primer día en aprender cómo funcionaba una empresa editorial y, en especial, en el modo que se compraban y vendían los derechos de traducción, solía colarme en la oficina de Luis Chitarroni –el editor– y revisar el material que recibía de afuera: libros, catálogos, revistas de crítica y publicaciones especializadas como Publishers Weekly, que se autoproclamaba “la biblia del negocio editorial”. Era una revista que traía entrevistas a editores, artículos sobre problemáticas del sector, columnas que informaban cuánto se había pagado como adelanto por tal o cuál libro, y una cantidad increíble de reseñas breves destinadas a mover las ventas. Estas críticas no se parecían a las que se publicaban acá: su redacción era más bien fáctica, evaluaban sin vueltas el potencial comercial de cada libro y abarcaban un mix muy variopinto de títulos, que podían ser quality literature –¿sigue existiendo hoy esa categoría tan extraña?– hasta infantiles, de cocina o autoayuda. La mayoría de los libros eran promocionados con los elogios y las exageraciones de siempre, pero pronto empezó a destacarse una frase en especial: “este libro fue elegido por Oprah”. En el mercado norteamericano, era garantía de venta asegurada.  

Es que Oprah Winfrey, como me dijo hace un poco una amiga que vive allá, “es como Mirtha y Susana todo junto en uno”. Creó su propio programa de TV en 1986 y se convirtió en la mujer afroamericana más rica del siglo XX. En 1996, lanzó su club de lectura, que incluyó la discusión de más de cien títulos a lo largo de casi veinte años. Los editores hacían lo imposible por hacer que sus libros entraran en la selección: una mención de Oprah y eran miles y miles de ejemplares vendidos, no importaba el título. Compartió su fascinación por autoras como Toni Morrison y Maya Angelou, dio el espaldarazo decisivo a Isabel Allende, incluyó Cien años de soledad de García Márquez y catapultó a la fama a Cormac McCarthy (que le concedió una de las pocas entrevistas televisivas que dio en su vida). También incluyó libros de no ficción, como New Earth de Eckhardt Tolle, las memorias de Lisa Marie Presley o la biografía de Michelle Obama. Tras un par de años de interrupción, el club volvió a la vida y sigue existiendo, ahora en una plataforma de streaming. Oprah –con 71 años– lo conduce con una frescura y calidez inigualables, y sí, ¡lee todos los libros que comenta! 

¿Por qué cuento todo esto y afirmo con tanto énfasis lo de su talento conductor y entusiasmo lector? Porque treinta años después de mis inicios en Sudamericana y de haber visto cómo los agentes nunca dejaron de usar "este libro fue elegido por Oprah” como argumento de persuasión, ¡tomé un café con ella! O, bueno, lo más parecido a eso.   

Hace dos años, me sumé al club de lectura de libros en español organizado por una amiga argentina en los Estados Unidos. Es un emprendimiento que hacemos por –y con– amor, pequeño, movido por las ganas siempre vivas de transitar puentes entre culturas. No tenemos presupuesto para publicidad, así que manejamos nuestra propia comunicación y todo funciona boca a boca. De ahí la sorpresa cuando, de pronto, unos meses atrás, recibimos un mail del “Equipo de Audiencias” del Club de Oprah, invitándonos a participar de una grabación. Anonadadas, re-preguntamos: ¿nosotras? ¿Por qué? ¿Cómo entre las mil millones de posibilidades de ese país gigantesco habían dado con nuestro club? Pues bien, el nuevo auspiciante de Oprah es Starbucks, cuya casa central está en Seattle; los próximos capítulos se iban a grabar allí; se pusieron a averiguar por grupos de lectura activos en la ciudad y, voilá, por alguna casualidad estelar nuestro nombre apareció en la lista.   

Unos diez miembros del club nos anotamos para participar, y hasta el último momento temimos ser víctimas de un scam. Si era así, estaba muy bien armado: todos recibimos copias del libro que nos había tocado, guías con cuestionarios, contratos de no divulgación y, unos días antes, instrucciones muy precisas sobre a qué hora llegar, dónde estacionar y qué ropa vestir. Y un día de sol resplandeciente –rareza total en esa ciudad de la lluvia– allí nos encontramos, haciendo la fila para entrar. Debo confesar que el libro que me tocó no me gustó: era larguísimo, lleno de personajes muy buenos o muy malos y el autor parecía urgido por explicar hasta el último de sus razonamientos, no fuera a ser que algún detalle quedara librado a la imaginación de esta lectora. Sin embargo, cuando Oprah empezó a contar por qué a ella sí la había conmovido, cómo lo había leído, y se puso a interrogar al autor con empatía y curiosidad genuinas, el texto fue tomando otro color. Volví a pensar en la magia de la lectura, en que somos los lectores los que terminamos de dar vida a un libro, que hay libros para cada quien y que, cuando se trata de ampliar los círculos lectores, no hay textos buenos o malos. Hay, sí, pasión y compromiso, trabajo serio y sostenido, y mucha generosidad. 

Las recomendaciones de Oprah no siempre “viajan” bien. Hay docenas de títulos en su lista que ni siquiera se tradujeron y, para ser honesta, cuando los agentes venían con esa cantinela para vendernos un libro, generaban casi lo contrario. Por más globalización cultural que nos afecte, los gustos de los lectores siguen siendo muy distintos según el lugar que habitan. O, al menos, es muy distinto lo que se lee en los Estados Unidos y en América Latina. Es tema para otro análisis y me faltan argumentos comprobables, pero empíricamente puedo decir que las Barbara Kingsolver, los Wally Lamb –uno de los autores que tocó esta vuelta (no a mí)–, incluso la Jacquelyn Mitchard que fue su primerísima elección, nunca tuvieron eco en estas latitudes. A la inversa, los libros breves, a menudo ásperos, alejados de las narraciones de largo aliento y de los géneros más tradicionales que circulan por acá, parecen no alcanzar a los lectores de allá. Por supuesto que no soy ingenua y sé que hay en juego desequilibrios de mercado y prejuicios arraigados, pero –es una intuición personal– también hay algo más, formas de mirar el mundo que son distintas y se reflejan en escrituras dispares, en modos de leer –de vivir– distintos.   

Como sea, por un rato, la magia de Oprah nos unió. Lectores de todos los colores –que también hicieron sus preguntas, precisas e implacables– nos quisimos sacar la selfie con la estrella y pedir el autógrafo al autor, y nos fuimos de ahí felices. Cada uno con su kilo de café de regalo y una taza que voy a atesorar para siempre. Dice: I met Oprah for coffee

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