"El miedo libera poder"
J. A. Baker
Un extracto de El peregrino, de J.A. Baker
Martes 07 de marzo de 2017
Durante diez años, el inglés J. A. Baker -de quien apenas se tienen datos- se propuso rastrear a diario a los halcones que visitaban su región. Un extracto de este libro majestuoso como el ave que persigue, El peregrino, entre los favoritos de Herzog, publicado por Sigilo.
Por J.A. Baker. Traducción de Marcelo Cohen.
9 de noviembre
Cerca del río una urraca parloteaba en un olmo mirando el cielo. Regañaron los mirlos; al pasar por arriba el peregrino macho, la urraca se hundió en unas matas. Hubo un súbito fogonazo en el día. El halcón destelló entre nubes como un rayo de sol pasajero. Luego dejó atrás un fundido en gris y desapareció. Toda la mañana los pájaros la pasaron amuchados de miedo al halcón pero no volví a encontrarlo. Estoy seguro de que si yo también le tuviera miedo lo vería más seguido. El miedo libera poder. Tal vez el hombre sería más tolerante, menos irritable y engreído, si tuviera más miedo. No digo miedo a lo intangible, la asfixia del introvertido, sino miedo físico, el sudor frío de miedo por la propia vida, miedo a la amenaza de la bestia oculta, inminente, erizada, de fauces atroces, ávida de nuestra sangre salada y caliente.
A mitad de camino hacia la costa unas avefrías alzaron vuelo al ver pasar al halcón. Se agruparon en bandos reducidos y pronto hubo unos diez esparcidos en un kilómetro y medio de cielo. Las que llevaban más tiempo en el aire volaban más arriba y más separadas, con viento de cola en tremendos círculos de setecientos metros de diámetro. Las últimas en despegar se mantenían más abajo, tan apretadas que apenas dejaban resquicios de luz. Una vez que los halcones se pierden de vista, hay que observar el cielo; su reflejo se eleva en las aves que le temen. Hay muchísimo más cielo que tierra.
Bajo abombadas nubes gris pizarra, con la marea baja, el estuario se adentraba en el sombrío viento del este. En las largas ciénagas brillaban profundas quemaduras plateadas. La marisma tenía un verde intenso. El ganado pastaba con los pies temblorosos sorbidos por cráteres de barro oscuro. A los lados del rompeolas había varias piezas de caza del peregrino. Encontré los restos de un correlimos muerto hacía menos de una hora. Dentro tenía la sangre húmeda aún y olía a limpieza y frescura como hierba recién segada. Las alas y las brillantes patas negras estaban intactas. Al lado había una pila de plumas blancas. El halcón había comido la carne de la cabeza y casi toda la del cuerpo pero dejado la piel blanca, porosa por el cuidadoso desplume. No había acabado de criar el plumaje, lo que acaso la hiciera diferente de la mayor parte de la bandada y blanco más probable de un halcón.
Más tarde un peregrino voló a través de la marisma hacia el correlimos que había matado no mucho antes. Delante de él, tomada por sorpresa, se alzó una frenética gaviota reidora. (Por cierto, “tomada por sorpresa”, ¿no habrá sido en origen una expresión de cetrería?). Sin embargo la gaviota no se dejó tomar del todo porque batió violentamente pugnando por subir en vertical. El halcón planeó por debajo y le arrancó unas plumas antes de dar un loop hacia arriba y más allá. La gaviota quedó volando en redondo sobre el estuario; el halcón aterrizó en el rompeolas. Caminé hacia él pero se resistía a volar. Solo cuando estuve a menos de veinte metros se lanzó en una serie de curvas, serpenteos y vueltas espectaculares, cruzando la marea creciente con las fintas y los bandazos de una agachadiza enorme. Recortado contra el agua blanca, planeó con las alas rígidas levantadas desde el pecho profundo; parecía fundido en bronce como el casco alado de un vikingo.