No Ficción

Tesla: "El desarrollo orgánico del ser humano depende de la invención"

Publican la autobiografía del genio de la electricidad

Desde la chilena Alquimia nos llega esta joya traducida a nuestra lengua en la que nos encontramos en privado con una de las mentes más brillantes de la historia: "Esta es la difícil tarea del inventor, quien suele ser incomprendido y mal recompensado. Sin embargo, encuentra gran satisfación en el cotidiano ejercicio de sus saberes".

Por Nikola Tesla. Traducción: Macarena Solís.

 

El desarrollo orgánico del ser humano depende de la invención. Es el producto más importante de su cerebro creativo. Su fin último es el dominio completo de la mente sobre el mundo material, el uso de las fuerzas naturales para la satisfacción de las necesidades humanas. Esta es la difícil tarea del inventor, quien suele ser incomprendido y mal recompensado. Sin embargo, encuentra gran satisfación en el cotidiano ejercicio de sus saberes, y en tener conciencia de pertenecer a aquella clase excepcionalmente privilegiada sin la cual la especie humana hubiera perecido hace mucho tiempo en la dura batalla contra los despiadados elementos.

En lo que a mí se refiere, he tenido ya más que mi completa porción de este exquisito placer; hasta tal punto que, por mucho tiempo, mi vida fue prácticamente un continuo éxtasis. Se me señala como uno de los inventores que trabaja más duro, y quizá lo soy, si es que el pensamiento se considera equivalente al trabajo, ya que he sido devoto de éste casi todas las horas que paso despierto. Pero si el trabajo es definido como un determinado desempeño en un tiempo establecido de acuerdo a una regla rígida, entonces puedo ser el más grande de los ociosos. Todo esfuerzo compulsivo demanda un sacrificio de energía vital. Yo nunca pagué tal precio. Al contrario, he florecido en mis pensamientos.

En un intento por dar cuenta de manera coherente y honesta de mis actividades, debo sumergirme, aunque de mala gana, en las impresiones de mi juventud y las circunstancias y eventos que han sido de importancia en la determinación de mi carrera como inventor.

Nuestros primeros esfuerzos son puramente instintivos, incitaciones de una imaginación auténtica y a la vez indisciplinada. A medida que envejecemos, la razón se impone y nos volvemos más y más sistemáticos y calculadores. Sin embargo, esos primeros impulsos, aunque no inmediatamente productivos, son los momentos más grandiosos de nuestra vida y pueden dar forma a nuestro destino. De hecho, siento ahora que de haber entendido y cultivado estos pensamientos en vez de suprimirlos, habrían contribuido con un valor sustancial al legado que he dejado al mundo. Pero recién en mi adultez me di cuenta que era un inventor.

Esto se debió a distintas causas. En primer lugar, tuve un hermano talentoso y extraordinario; uno de esos extraños fenómenos que la investigación biológica no ha podido explicar. Su muerte prematura dejó a mis padres desconsolados. Teníamos un caballo que nos había regalado un querido amigo. Era un animal magnífico de raza árabe, tenía una inteligencia casi humana, lo cuidábamos y mimábamos todos. Una vez incluso salvó a mi padre. Fue una circunstancia increíble. Una nevada noche de invierno, lo llamaron a realizar una tarea urgente, y mientras cruzaba las montañas repletas de lobos, el caballo se asustó y huyó lanzándolo violentamente al suelo. Luego llegó a la casa exhausto y sangrando, pero apenas sonó la alarma que activaba al grupo de búsqueda, el caballo se echó a correr y regresó al mismo lugar donde estaba mi padre, muy lejos de donde lo buscaba el grupo. Él, al verlo, aún aturdido se montó sobre el animal, sin darse cuenta que había pasado horas sobre la nieve. Este caballo fue también el causante de las heridas por las que murió mi hermano. Yo presencié la trágica escena. Aunque han transcurrido cincuenta y seis años desde entonces, la imagen de su muerte sigue latente. El recuerdo de sus logros hace que cada uno de mis esfuerzos parezca poco interesante.

Cualquier cosa mínimamente digna de aplausos que yo hiciera, generaba que mis padres sintieran la pérdida de mi hermano de forma profunda. Por eso crecí con poca confianza. Pero estaba lejos de ser considerado un niño estúpido, hay indicios en mi infancia que prueban eso. Un día, la distinguida familia Aldermen cruzaba una calle donde yo estaba jugando con otros chicos. El mayor de estos caballeros –un ciudadano millonario– hizo una pausa para darnos una moneda de plata a cada uno. Al llegar a mí, se detuvo y me ordenó: “Mírame”. Mis ojos se encontraron con su mirada mientras mi mano extendida iba a recibir la preciada moneda, para mi espanto dijo: “No, tú no, no necesitas obtener nada de regalo, eres demasiado inteligente”.

Frecuentemente se contaba una historia graciosa sobre mí. Tenía dos tías ancianas, una de ellas poseía dientes sobresalientes como los colmillos de un elefante, que enterraba en mi mejilla cada vez que me besaba. Nada me aterraba más que la posibilidad de ser abrazado por ellas, tan afectuosas como poco atractivas. Ocurrió que un día, mientras mi madre me llevaba en sus brazos, me preguntaron quién era la más bonita de ambas. Luego de examinar sus rostros atentamente, contesté pensativo, señalando a una de ellas: “Esta de aquí no es tan fea como la otra”.

 

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