La isla de la nada
Jueves 31 de julio de 2025
En este extracto de Archipiélago (Ampersand), Mariana Enriquez recuerda el libro que su tía le regaló cuando era chica, una historia que marcó su literatura para siempre.
Por Mariana Enriquez.
Un libro gris sobre la mesa blanca del comedor. La casa de mi infancia en Lanús no tenía living, solo dos habitaciones además de la cocina. Era amplia pero incómoda. Si recibíamos gente, siempre era alrededor de esa mesa redonda de fórmica.
La biblioteca, en mi casa natal, quedaba en un espacio de transición. Mi abuela vivía en la casa de atrás, cruzando un patio al que se abrían dos habitaciones. Un puente. No era de esas casas que se conocen como “chorizo” ni una típica propiedad horizontal, sino una de esas viviendas “estilo acumulado” del conurbano: un terreno grande donde la familia iba construyendo, como en capas, durante años, a medida que podía. En esas habitaciones estaban todos los libros.
El recuerdo de mi primer libro es sobre la mesa de fórmica, con un televisor Zenith colorado enfrente y mi tía Chela, que me lo dio de regalo. Era del Círculo de Lectores al que estaba suscrita: nunca supe bien de qué se trataba ese Círculo, porque ella no era una gran lectora, pero, de la misma manera que mis padres, aprovechaba las oportunidades económicas de acceso a la cultura, proyecciones de películas en sociedades de fomento, colecciones de libros que se vendían en kioscos, fascículos de enciclopedias. Este libro, me dijo, no era de su estilo pero estaba segura de que a mí si iba a gustarme. El rumor en la familia era que yo tenía mucha imaginación y que me gustaban los cuentos de hadas y las mitologías: tenía varios libros ilustrados de mitos griegos, nórdicos y latinoamericanos, los cuentos de los hermanos Grimm, versiones adaptadas para la infancia de la Odisea y la Biblia para Niños, que me parecía divertidísima. Además, sabía leer desde los tres años y mi madre solía pedirme que exhibiese la habilidad en el kiosco del barrio, espectáculo que, según ella, me encantaba dar.

El libro que me regaló la tía Chela era La historia interminable de Michael Ende. Todavía conservo el mismo ejemplar y está impecable: es una edición impresa en Barcelona en 1983, tapa dura, ilustrada y a dos tintas. El libro es largo, cuatrocientas páginas, pero no tengo un solo recuerdo de sentirme intimidada ante su tamaño. La tapa me parecía hermosa: unicornios rojos corriendo hacia una torre blanca, el dibujo enmarcado en dos serpientes que se muerden la cola. Las primeras palabras estaban escritas en espejo, porque así las veía Bastian, el protagonista-lector, que las miraba desde dentro de una tienda: una librería de viejo donde consigue –se roba– La historia interminable. Es complejo explicar la obra maestra de Ende, pero leerla es muy fácil y es como un par de grilletes. No te deja soltarla, no te deja dormir. El libro usa tinta de dos colores porque tiene dos planos, el rosa oscuro es para el plano de Bastian, el lector, y el verde es para el plano de la ficción, la novela. La trama es inquietante: la Nada, una especie de niebla borradora, una amnesia que se lleva consigo ciudades, personajes, historia, lenguaje, amenaza Fantasía y a su soberana, la Emperatriz Infantil. Los dos planos están separados hasta que Bastian se da cuenta de que los personajes rompen la cuarta pared de verdad, le hablan, le piden ayuda. Entonces él ingresa en la ficción como protagonista. La historia interminable es una novela sobre la posibilidad de perderse en la lectura y sobre la memoria. Es la entrega absoluta a la narración, sin distancia y con candor. Ende escribe que le resultará imposible entender la pasión de Bastian a “quien nunca haya llorado abierta o disimuladamente lágrimas amargas, porque una historia maravillosa acababa y había que decir adiós a los personajes con los que había corrido tantas aventuras, a los que quería y admiraba, por los que había temido y rezado, y sin cuya compañía la vida le parecería vacía y sin sentido”.
Cada vez que lo releo o lo repaso, me doy cuenta de cuánto influyó en mi educación estética, y me sorprende que lo leído en la infancia deje semejante cicatriz. Los títulos de los capítulos me siguen gustando muchísimo hoy: “La voz del silencio”, “La ciudad de los espectros”, “La mano vidente”, “El monasterio de las estrellas”. La Nada se parecía a la soledad de las calles del conurbano de noche, a la mirada en los ojos de mi papá cuando se anunció el desembarco en Malvinas, a la depresión e inmovilidad de mi madre en la habitación de cortinas anaranjadas. La Nada era una devastación íntima, era lo irrecuperable. No pensé esto entonces, pero me queda muy claro años después.
La historia interminable es, en mi vida, la explosión de las posibilidades y una especie de texto sagrado.