No Ficción

Witold Gombrowicz: "No conozco ni mi vida, ni mi obra"

Así arranca la novedad de El Cuenco de Plata: Testamento, conversaciones del autor del Ferdydurke con Dominique de Roux.




Por Witold Gombrowicz y Dominique de Roux. Traducción de Pau Freixa y Bożena Zaboklicka.



¿Tengo que contarle mi vida en relación a mi obra? No conozco ni mi vida, ni mi obra. Arrastro tras de mí el pasado como la vaporosa cola de un cometa, y en cuanto a mi obra, es poco lo que sé, muy poco. 

Oscuridad y magia.

Verá usted, tengo que disculparme de antemano ya que en estas confesiones, por lo demás superficiales, no podré evitar palabras fuertes como, por ejemplo, magia. U oscuridad. Una vez leí las memorias de cierto alpinista sobre una montaña alta y difícil. La descripción resultaba totalmente falsa porque el autor, experimentando la modestia del deportista, escribía: “el pie izquierdo se desprendió y durante diez segundos quedé suspendido sobre el precipicio, hasta que con el pie derecho palpé un saliente en la roca”. La modestia del deportista no le permitía completar esa frase con la enormidad del abismo, la enormidad del esfuerzo, la enormidad del pánico. 

Si le sirve de consuelo añadiré que en mi vida y en mi obra el drama y el anti-drama se entrelazan indisociablemente, así que las grandes palabras encontrarán su equilibrio en las palabras pequeñas. 

* * *

Primero hablaré de mi familia, esto tiene su importancia. Vengo de una familia noble que durante unos cuatrocientos años tuvo tierras en Samogitia, no lejos de Vilna y Kaunas. Mi familia era algo mejor, si tenemos en cuenta posesiones, títulos o alianzas matrimoniales, que la nobleza polaca media, pero no pertenecía a la aristocracia. Sin ser yo mismo conde, tenía cierta cantidad de tías que sí lo eran, pero tampoco eran condesas de la mejor clase, simplemente no estaban mal.

En el año 1863 el zar de Rusia confiscó a mi abuelo, Onufry Gombrowicz, sus propiedades de Lenogiry, Mingayłów y Wysoki Dwór por su supuesta participación en el levantamiento polaco. El abuelo se trasladó a la región de Sandomierz (200 km al sur de Varsovia), donde se compró una pequeña explotación con el dinero que le quedaba. Su hijo, o sea, mi padre, Jan, se casó con la hija, poseedora de una buena dote, de Ignacy Kotkowski, propietario de los bienes de Bodzechów, y compró la pequeña hacienda de Małoszyce, donde nací. 

Mi padre no era tan solo un ciudadano hacendado, también trabajaba en la industria. Empezó trabajando como director de la fábrica de papel de Bodzechów, que pertenecía a mi abuelo Kotkowski, y luego ocupó distintos cargos en la administración de grandes empresas industriales. 

Así pues, en esa época proustiana, a principios de siglo, éramos una familia desarraigada, cuya posición social no estaba demasiado clara, entre Lituania y la Polonia “del Congreso”, entre el campo y la industria, entre las altas esferas y la medias. Y estos son solo los primeros “entre”, que en lo sucesivo se multiplicaron alrededor de mí hasta tal punto que casi se convirtieron en mi lugar de residencia, en mi propia patria. 

¿Mi padre? Un hombre apuesto, de abolengo, imponente, y también correcto, puntual, responsable, sistemático, de horizontes no muy amplios, poca sensibilidad en las cosas del arte, católico, pero sin exagerar. Y mi madre era vivaz, sensible, dotada de una gran imaginación, perezosa y poco práctica, nerviosa (y mucho), llena de complejos, fobias, ilusiones. (En la familia Kotkowski abundaban las enfermedades mentales; cuando iba a ver a mi abuela al pueblo pasaba un miedo atroz: era una casa grande, de una sola planta, dividida en dos partes, en una vivía mi abuela y en la otra su hijo, el hermano de mi madre, un loco incurable que de noche se paseaba por las estancias vacías, intentaba aplacar su terror con extraños soliloquios que se transformaban en unos cantos de lo más raros y terminaban en un grito inhumano; esto duraba toda la noche; yo respiraba aquella locura). Yo soy artista por parte de madre, y por parte de padre soy sobrio, tranquilo, comedido. Pero mi madre tenía otro rasgo irritante sobremanera, y es que pertenecía a aquellas personas que no saben verse tal y como son. Es más, ella se veía al revés de como era, lo cual ya tenía atisbos de provocación. 

Era por naturaleza, como ya dije, ociosa y poco práctica, y como en esos tiempos proustianos había mucho servicio y era la institutriz francesa quien se ocupaba de los niños, su rol se limitaba a dar órdenes al cocinero, a la ayudante de cámara o al jardinero. Sin embargo, no tenía reparo en decir cosas como: “me tengo que ocupar de todo”, “el trabajo ennoblece”, “el jardín de Małoszyce es obra mía” o “por suerte soy bastante práctica”.

“En mis ratos libres me gusta leer a Spencer, a Fichte”, decía con toda sinceridad, a pesar de que las obras de estos filósofos, que cubrían los estantes bajos de la biblioteca, lucían sus páginas sin cortar. Verá usted, Dominique, ella

era por naturaleza                           se imaginaba que era

impulsiva, ingenua                          comedida, crítica 

caprichosa                                       disciplinada 

de cultura más bien mundana         una intelectual

anárquica                                         buena organizadora

medrosa                                           audaz

golosa                                              nada golosa

cómoda                                            ascética, inquebrantable


Le imponía todo aquello que ella no era. Admiraba a eminentes médicos, profesores, grandes pensadores y, en general, a la “gente seria”. Su ideal era el tipo de matrona con indestructibles principios e ideales (católicos), entregada a sus responsabilidades, sacrificándose por la familia. ¡Y con qué santa inocencia se identificaba con aquello que admiraba!

Fue ella quien me inició en el absurdo, que después se convertiría en uno de los elementos más importantes de mi obra. 

Nosotros, los chicos (éramos tres, mis dos hermanos y yo, el pequeño) pronto descubrimos una ocasión ideal para burlarnos de ella y molestarla. Se trataba de negarlo todo, de negar absolutamente cualquier cosa que dijera y, claro está, mi hermano Jerzy y yo en especial llegamos a compenetrarnos maravillosamente en esa tarea. Bastaba con que mi madre dijera “brilla el sol”, y nosotros respondíamos con la mayor sorpresa “¿cómo? ¡pero si está lloviendo!”.

“¡Qué manía de decir tonterías!” se indignaba, pero Jerzy decía conciliador: “digamos que no llueve, pero podría llover”, y yo añadía tras reflexionar: “aceptemos que no llueve, pero si empezara a llover, entonces sí llovería”. 


El deporte de enredar a mi madre en discusiones absurdas fue una de mis primeras iniciaciones artísticas (y dialécticas). Ella, una mujer de sentimientos profundos y apasionados, guardiana de la “virtud” y de la “familia, célula de la sociedad”, condenaba con dureza los divorcios, que se multiplicaban en nuestro medio como para fastidiarla. Y ya tienes a Jerzy que, desde el zaguán, anunciaba con bombos y platillos: “¡otro divorcio en la familia!” mientras se quitaba el abrigo. Ella no contestaba, oliéndose la emboscada. Entonces yo exclamaba desde otra habitación: “¡¿Pero qué dices?! ¡¿Otro divorcio en la familia?! ¡No es posible!”. “Sí, sí, recién encontré a tía Rosa y me confesó con la mayor discreción que Henryk y su mujer se van a divorciar porque ella se enamoró de su peluquero”. Y yo: “¡Esa sí que es buena!”. Etc. Al final mi madre acudía toda agitada: “¡Sí la esposa de Henryk es tan desvergonzada, no la podremos seguir invitando!”.

–¿Y eso por qué?, –respondíamos–, pero si tía Ela ya se divorció dos veces y juega con sus tres maridos al bridge, y dice que forman un gran equipo. Divorciarse tiene muchos aspectos positivos, ella dice que les aseguró a sus hijos el doble de padres… 

El tema de los divorcios duró años e iba creciendo incesantemente en su inmensidad. ¡Divino absurdo! Es en esa escuela donde aprendí la heroica obstinación en el sinsentido, la solemne insistencia en la estupidez, la devota celebración del cretinismo… ¡oh, forma! Es precisamente de aquí de donde, en gran medida, tomaron su impulso las alucinantes idioteces de mi arte, que nunca dejarán de fascinarme, y su capacidad de hilvanar sandeces en una cadena de implacable lógica.

* * *

Pero ella no sabía lo fantástica pedagoga que era. Nada más sano, instructivo, edifi cante para el carácter y el juicio que sus terribles defectos. Ella fue para mí una escuela de valores: atormentado hasta lo indecible por sus autoengaños, yo iba aguzando en mi interior el sentido de qualitasde calidad, que es el fundamento de cualquier trabajo artístico. El arte es justamente esto: elegir la mejor calidad, desechar lo peor, el arte se apoya en la más estricta jerarquía de valores, en una valoración constante. Empezaba a comprender lo que era el espíritu crítico, el temple, la distancia, el no rendirse a cómodas ilusiones baratas. Sin pizca de compasión, sin amor, con fría ironía, me estuve divirtiendo a costa de ella durante muchos años. 

Ella me quería mucho.

También de ella viene mi culto a la realidad. Me tengo por un realista a ultranza. Uno de los principales objetivos de mi escritura es abrirme camino a través de la Irrealidad hacia la Realidad. Ella fue la primera quimera que combatí. 

* * *

Indudablemente, mi madre era producto de las condiciones que, como dicen los marxistas, definían su existencia. Y no es de extrañar que a través suyo llegara a descubrir bastante pronto la mayor vergüenza de nuestra familia: nuestra vida resultaba demasiado fácil. ¡El servicio! ¡El servicio! Eran ellos los que se enfrentaban a la vida, a nosotros nos servían manjares en bandejas, éramos consumidores. El refinamiento de la esfera “superior”, su paladar, acomodamiento, sibaritismo y ociosidad se hicieron patentes a mis ojos cuando contaba unos diez años de vida. 

Una imagen se conservó en mi memoria para volver con cierta recurrencia: un mozo en chaqueta, sin gorra, conversando bajo la lluvia con mi hermano Janusz, que llevaba un abrigo y se cubría con un paraguas. La formidable seriedad de los ojos, mejillas y boca de aquel mozo bajo una lluvia torrencial. Qué belleza. 

Pero si no hubiera sido por mi “guardia”, tal vez años más tarde no me habría ligado tanto a la inferioridad. Aquella guardia eran los muchachos de mi edad, los hijos de los jornaleros, una especie de ejército que yo capitaneaba. Pero ellos se sostenían mejor sobre el caballo, saltaban mejor y trepaban mejor a los árboles; yo, su comandante, era justamente el peor. Ahí va un sueño de esa época: Małoszyce, ellos en el césped delante de mi casa esperan a que salga, y yo deambulo por la casa, me acerco a las ventanas, los espío a escondidas, me retiro tras los visillos, paso de una estancia a otra, me aproximo a las ventanas, miro… ¡pero no puedo ir a su encuentro!

Eran aquellos los tiempos de la Primera Guerra Mundial, el frente pasó hasta cuatro veces por nuestra casa, pasaba y vuelta atrás, el estruendo lejano, cada vez más cerca, de los cañones, incendios, ejércitos huyendo, ejércitos atacando, intercambio de disparos, cadáveres junto al estanque y también largos estacionamientos de tropas rusas, austriacas, alemanas… nosotros, los chicos, nos divertíamos recogiendo balas, bayonetas, cinturones y cargadores. El hedor de la brutalidad, excitante, lo invadía todo, aunque mi abolengo me protegía del contacto directo con la guerra. 

Sí, yo odiaba el salón, adoraba en secreto la despensa, la cocina, el establo, a los mozos y las muchachas sencillas –qué marxista que era entonces–, y mi precoz erotismo, potenciado por la guerra, la violencia, los cantos de los soldados y el sudor me encadenaba a aquellos cuerpos sucios y curtidos por el trabajo. Lo bajo se convirtió para siempre en mi ideal. Si yo adoraba a alguien, era al esclavo. Pero no sabía que adorando al esclavo me convertía en aristócrata.

Voy a seguir hablando unos instantes más y luego pasaremos a dialogar. Como ve, repasando a vista de pájaro mi infancia puedo distinguir ciertos proto-inicios, incluso definir cierto terreno en el que se desarrollaría toda mi vida. El culto al absurdo, la realidad-irrealidad, lo alto y lo bajo, los señores y el servicio, ya entonces se apoderaron de mí. Y una cosa más, yo entonces ya tenía una doble vida. No permitía que nadie accediera a aquello que estaba en mi interior, que era turbio, particular, y por nada del mundo quería salir a la luz del día. Y otra cosa: estaba absolutamente incapacitado para el amor. El amor me había sido arrebatado desde el principio y para siempre, pero no sé si era porque no sabía encontrarle una forma, una expresión propia, o porque simplemente no lo tenía en mí. ¿No estaba o yo lo ahogaba en mi interior? ¿O tal vez fuera mi madre quien lo mató en mí? 

Pero también hay que tener en cuenta… porque no es que recordemos apaciblemente el pasado, nos paseemos por él, lo sopesemos impasiblemente. No, el presente siempre es agresivo, incluso en el ocaso de la vida, y esa vida presente, cuanto más moldeada, forjada, cincelada, definida, en la plenitud de su expresión, más se sumerge en las turbiedades pretéritas para rescatar solo aquello que le es necesario para completar la forma actual. Posiblemente no recuerdo tanto el pasado, cuanto lo devoro, lo asimilo a mí –a aquel que hoy día soy yo. 

Es suficiente. Ahora tiene usted la palabra. Formule sus preguntas

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