No Ficción

La intuición lectora

Por Paula Maffia

La cantante y compositora es también una gran lectora que tiene debilidad por las librerías de viejo. De esas exploraciones entre el polvo vienen algunos de los libros que más quiere de su biblioteca.

Por Paula Maffia.

Fingerspitzengefühl, una palabra que entiendo lo que significa aunque no la pueda traducir, y no sólo porque no hablo alemán, sino por lo sumamente difícil que es poner en palabras algo intuitivo. Conocí este término a través del libro de Leona Rostenberg y Madeleine Stern, dos emigrantes alemanas de origen judío que se conocieron en un transatlántico huyendo del nazismo rumbo a Estados Unidos: Leona tenía un talento natural para encontrar manuscritos (esa intuición en la punta del dedo a la que se refiere el término mencionado) y Madeleine tenía una herencia. Se gustaron, se enamoraron y pusieron una tienda de libros raros (aunque desconozco si los sucesos transcurrieron en ese orden). Al tiempo, Leona corona su parte del trato encontrando un manuscrito inédito de Louisa M. Alcott. 

Si hay un lugar que hace vibrar cada átomo de mi cuerpo son las tiendas de libros usados. Reconozco esa sensación junto a la biblioteca de mis abuelos (de la cual mi abuela Tuka, matriarca de los Maffía, bajaba todos los sábados su diccionario de mitología grecorromana de Grimal para mi fantasía absoluta). Reconozco, por la misma época, haber entendido cabalmente a Bastian (el protagonista de la Historia Sin Fin) cuando se guarece en la biblioteca polvorienta para analizar su botín, ese libro raro; y reconozco esa sensación cuando entro a una tienda y mi dedo tironea de mi cuerpo y me lleva a un anaquel puntual. Es difícil de explicar, ya lo dije. 

De las decenas de botines que encontré de esta manera para mí y para otros (porque este es un servicio que adoro ofrecer, ser sabueso de incunables), se me ocurre mencionar la decena de veces que encontré y regalé uno de mis libros de cabecera desde los 15 años: Fuegos, de Marguerite Yourcenar. Siempre la misma edición, la de Alfaguara. Confío tanto en mi poder en la punta de mi dedo índice que cuando sé que alguien necesita ese libro, se lo regalo. Volveré a cruzarme con él. Soy una lectora con lapicera en la mano, si leo: subrayo y anoto. Algún día, dentro de muchos, muchos años, debería volver a cruzarme con alguno de mis libros-víctimas.

Puedo mencionar una edición increíble de Our Lady of the Flowers de Jean Genet (me llegó en inglés), una edición deliciosa de 1963, con prólogo de Sarte y el papelito de la tienda de libros de Broadway donde fue comprado originalmente en sus entrañas de pulpa (me da ilusión pensar que tal vez Patti Smith lo ojeó y lo devolvió a su estante, decidió no robarlo porque era muy grande, pero pensó en Robert por la foto que ilustra su portada, un retrato de un mancebo hermoso superpuesto con unas hojas variegadas de planta, obra de Emil Cadoo). Este pequeño fue encontrado revisando toneladas de libros en una callecita perdida alrededor del Görlitzer Park, Berlín.

Menciono al pasar una edición increíble de Orlando de Virginia Woolf, traducido por Borges, tapa dura forrada, Ediciones del Sur, dificilísima de encontrar, que ahora regalé a una querida colega, una gema hermosa como lo es Bajo el Monte, novela erótica del ilustrador decadentista Aubrey Beardsley, y una recopilación de las fábulas de Esopo con ilustraciones de Alexander Calder, todos hallados en tugurios y sótanos de la ciudad.

Pero el hallazgo que más ha hecho vibrar mi cuerpo, al punto tal de, y esto no es una metáfora, quedar plasmado en mi jamón derecho en forma de un bruto tatuaje, es un librito polvoriento y amarillo que encontré en la Feria del Parque de los Andes, Chacarita. Se trata de una edición de una brevísima tirada, Madrileña, de 1920, una recopilación de los grabados de Goya. El libro en sí es una obra de arte que contiene, a su vez, obras de arte. La narrativa del curador, un tal Sánchez Rivero, se permite descripciones de los Caprichos del mencionado autor como la siguiente: “En otro lado su amiguita, la damisela, ha acudido también ante la luna para afilar sobre la tersa superficie los dardos de Cupido; pero hoy la luna tiene el genio descompuesto, y la damisela ve reflejada, en lugar de su garbosa figurilla, una guadaña, donde se enrosca una serpiente. Otra vez se trata de un lechuguino que produce en el espejo la imagen de un oso; otra de un alguacil que, despojado de todas sus vestimentas, queda al desnudo con la figura de un tigre de dos patas.” 

Ojeando este librito furtivamente en la feria (nunca demostrar apego con el libro: sale caro, literalmente), me captura el ojo al pasar un dibujo, inédito, La Confianza, una representación increíble y difusa de dos siluetas, una de pie y una sentada, las dos muy próximas la una con la otra, vestidas con unas capas, cubiertas de cerrojos que cubren sus caras pero que, extrañamente, revelan todas sus piernas (un atuendo poco propio para la época del dibujo). Si bien no sabemos más de las siluetas, podemos intuir que se trata de dos mujeres, jóvenes. No podemos ver que se miran desde la privacidad de sus capuchas, pero estamos seguro que lo hacen. La de pie, tiene un manojo de llaves y abre a la que está sentada, piernas abiertas, un cerrojo que obtura su cuello. La sentada, con su respectivo manojo, abre a la que está de pie una cerradura en su pubis. 

La imagen, al pasar, me fulminó como un rayo. Me llevé el libro por monedas. Del dibujo salieron horas de escritura, una canción y un ojo nuevo. La intuición en la punta de mi dedo índice había funcionado, una vez más.

 

 

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