Humo con fuego (la ética de la biografía)
Lunes 26 de diciembre de 2011
Uno de los textos incluido en Cómo se escribe una vida, de Michael Holroyd, autor de las biografías de Lytton Strachey y de Bernard Shaw.
Por Michael Holroyd.
Hacia fines de la década de 1970, el escritor John Stewart Collis —que entonces tenía ochenta años y acababa de volver a casarse— me invitó a visitar su nuevo hogar, en algún punto de la inmensidad de Surrey. Fue un trayecto tortuoso que además me llevaría hacia una situación compleja. Collis había decidido hacer un nuevo testamento y quería designarme su albacea literario. Conversamos sobre su obra, y me dijo que apenas muriera me convenía apurarme a recoger sus papeles inéditos. Nos reímos y ahí quedó la cosa.
Cuando Collis murió, el 2 de marzo de 1984, yo estaba de viaje. Unas semanas después, fui hasta allí a saludar a su viuda. Era un día hermoso, pero aun así el recorrido por esa jungla suburbana me resultaba incomprensible; me desconcertaron, en particular, los últimos kilómetros. Buscando algún cartel desde la ventanilla de mi auto, vi que en el cielo despejado se elevaba una columna de humo blanco, a unos tres kilómetros de distancia. Supe instintivamente de qué se trataba y hacia allí me dirigí.
Había un incinerador en el jardín y la señora Collis, mientras tiraba respetuosamente al fuego las últimas cartas de la ex mujer de Collis, me comentó lo bien que todavía funcionaba el aparato, después de tantos años. Parado junto a ella yo asentía con amabilidad, mientras le escamoteaba un puñado de cartas intactas; la exacta encarnación de esa figura tragicómica, perpleja y asediada: el albacea literario del siglo XX.
Allí parado como ante una segunda muerte, y más tarde volviendo con aquel paquetito de correspondencia en el baúl del auto, dejé vagar mis pensamientos hacia otras conflagraciones de manuscritos. De modo muy sorprendente (a primera vista), Samuel Johnson había quemado algunos papeles en relación con su vida. Dickens hizo dos grandes fogatas con sus papeles en Gad’s Hill[*], incluyendo la correspondencia con Tennyson, Thackeray y Wilkie Collins, y deseó que “cada una de las cartas que escribí en mi vida estuvieran en esa pila”. “No estuve haciendo mucho —escribió un octogenario Thomas Hardy—, (…) más que nada destruyendo papeles de los últimos treinta años que hacen surgir fantasmas”. A Henry James le gustaban estos fantasmas chispeantes entre las llamas y el humo. Los veía como guardianes de un preciado misterio del que surgía la creatividad. “Hice una enorme fogata y desde entonces he estado más tranquilo”, le escribió a Annie Fields en 1909. Un tiempo después lo hacía nuevamente, quemando manuscritos, cartas recibidas y cuadernos de hasta cuarenta años atrás en su jardín de Lamb House. Pero de todos los pirómanos el más persistente fue, tal vez, Sigmund Freud, que montó la primera de varias quemas de papeles a los veintinueve años. “En cuanto a los biógrafos que se preocupen —comentó—… ya estoy deseando ver cómo se extravían”.
La primera reacción de mucha gente cuando se entera de que se han quemado diarios, cartas y otros papeles es pensar que esa vida tuvo un hecho vergonzoso, y es la prueba de esa vergüenza lo que se busca destruir. Inevitablemente esta suposición conllevará cierto grado de verdad. Todos tenemos penas y temores, estupideces, humillaciones y remordimientos de los que nos gustaría deshacernos. No queremos que se los preserve en archivos universitarios, que se los cocine para ser servidos con una sonrisa a la generación siguiente. Todo esto es comprensible.
De las varias fogatas que me vinieron en mente al despedirme de la señora Collis, las de Dickens son tal vez las más fáciles de entender en este contexto. Su popularidad dependía de una personalidad singularmente adorable; la recuperación de un amor que le había sido arrebatado de chico. Eligió destruir varias cosas no tan adorables, para que mucho de lo cuestionable permaneciera sin cuestionar. A menudo los críticos se refieren a Dickens como si fuera él, y no Carlyle, el historiador social del siglo XIX; sería legítimo preguntar, entonces, si fue ético que un historiador social quemara papeles con valor sociohistórico.
Con todo, sentimos hacia Dickens eterna gratitud por habernos dado partes tan apasionantes y románticas en el melodrama de sus novelas; esas novelas que se inspiran más en el teatro que en la vida adulta. Porque lo cierto es que la mayoría de los lectores prefieren el teatro, el melodrama y el romance a una laboriosa reconstrucción de la vida real. Nuestra necesidad de mitos y maravillas es incluso más fuerte que nuestra curiosidad literal. A casi todos nos encantan los cuentos. A veces a los niños se les dice que no “cuenten cuentos”, con lo que los adultos se refieren a que no digan mentiras. Pero cuando crecemos seguimos contando cuentos, con la esperanza de que sean metáforas capaces de demostrar que nuestras vidas siguen patrones significativos, que poseen algún fundamento moral, un propósito incluso. Sin embargo, debemos cuestionarnos si al envolver la vida en una simulación, y narrar a través de la invención, no estamos retratándonos con falsedad.
Hay, por supuesto, más razones que las que le atribuí a Dickens para querer, hacia el final de nuestra vida, borrarlo todo. Cuando yo era chico, mi abuela exclamaba: “¡Ojalá estuviera muerta!”. La recuerdo rompiendo y tirando cosas de lo más inocentes —fotos de la infancia, por ejemplo— que había guardado durante cincuenta o sesenta años. Lo hacía, creo, por el rencor que le causaba morir después de su prolongada decepción con la vida. “La vejez debería delirar y arder cuando se cierra el día”[†].* Para algunos, al menos, debería; y así es. Claro que hasta cierto punto podemos elegir cuánto de nosotros sobrevive. Lo sorprendente es lo poco que a veces queremos que sobreviva. Tal vez la idea de alguien rebuscando ociosa e ignorantemente entre los restos de nuestra vida, manoseando esos objetos una vez preciados y ahora inútiles, sin saber reconocer a las figuras de vestimenta extraña en las fotografías, o los sentimientos depositados en esas figuras… tal vez todo esto es más de lo que se puede soportar. Mejor quemar las cosas y ocasionarles a los otros el menor problema posible. Algo así, recuerdo haber pensado, debe de haber tenido en mente mi abuela mientras se dedicaba a aquel asunto de la destrucción.
Pero pocos destruyen, o dan instrucciones para que se destruyan, pertenencias que alguna vez fueron valiosas sin sufrir algún arrepentimiento momentáneo o experimentar sentimientos contradictorios. Cuando, dos semanas antes de su muerte, Samuel Johnson quemó las cartas de su madre, rompió a llorar y metió la mano en las cenizas para ver si quedaba alguna palabra legible. Había querido a su madre de chico, pero una vez adulto no habían logrado forjar una amistad. “Has sido la mejor de las madres —comenzaba la última nota que le escribió— y creo que la mejor mujer del mundo”. Pero cuando ella murió, a los noventa años, hacía veinte que no se veían. Si su madre viviera otra vez, “seguramente me portaría mejor con ella”, escribió. Pero ese mundo de “mejor” y “otra vez” no aparece con facilidad en la cronología de un biógrafo. En el mundo real, la mujer que Johnson más amó fue Hester Thrale, y quemó sus cartas con un ánimo muy diferente: con angustia y dolor. Se sentía excluido de la felicidad que ella representaba. “La estoy expulsando de mi mente —dijo cuando ella se casó con Gabriel Piozzi y se fue a vivir a Italia—. Si encuentro alguna de sus cartas la quemo de inmediato. He quemado todo lo que encontré… La estoy expulsando… de mi mente”. Pero obviamente no pudo expulsarla de su mente, y sobreviven más de cien cartas que ella le escribió. Con las dolencias de su cuerpo y su mente, a nadie extrañará que, aunque prefiriera la biografía por sobre toda otra forma literaria, Johnson haya quemado las páginas de su propia vida, mucho más padecida que disfrutada.
Aun si lamentamos la quema de sus papeles, imagino que todos podremos comprender las razones que tuvo Jonson para echarlos a las llamas. Pero ¿qué pasa con Henry James? ¿Qué pasa con Thomas Hardy? Sus razones parecen ser peculiarmente literarias y no tan obviamente comprensibles.
Henry James intentó adelantarse a los biógrafos. “Mi único deseo es frustrar tanto como pueda al posible explotador post mortem”, le escribió al sobrino a quien nombró albacea literario. Quería proteger su elaborada recreación de sí mismo de lo que, en Los papeles de Aspern, describió como “la más fatal de las pasiones humanas: no saber dónde detenernos”.
Pero ¿sabía él dónde detenerse? Durante los últimos diez años de su vida, su obsesión fue eliminar los accidentes, las fallas estilísticas del pasado. Reacomodó el escaso material autobiográfico que había conservado en una serie de prefacios, y lo enriqueció por medio de la lujosa revisión de sus textos. Fue, según su exultante definición, un proceso de “embellecimiento”[‡]: embellecimiento gracias a las llamas y beatificación gracias al humo. Nunca pudo confiarle a otro lo que él mismo hizo por su propia familia en Notes of a Son and Brother; es decir, alterar las transcripciones de las cartas, omitir oraciones y reescribir párrafos cada vez que los juzgó “susceptibles de ser mejorados”. Aquí vemos, verdaderamente, al escritor de ficción en acción. Mientras trabajaba, ajustando el texto a lo grande, imaginaba ver al fantasma de su hermano muerto sentado a su lado alentándolo a mejorar su juventud compartida. Como en ese cuento llamado “Lo realmente apropiado”, en el que el fantasma del escritor recientemente muerto se esfuerza por surgir entre la oscuridad del estudio donde trabaja su amigo y biógrafo George Withermore, y le “hace débiles señas desde su horror”, para persuadirlo de abandonar la biografía.
¿Cuál era el horror particular del propio James? Le temía, creo, a la desestabilización de sus textos. En la permanencia de esos textos yacía su inmortalidad estética, y su poder para recuperar el acceso a la vida a través de las nuevas generaciones de lectores. Él creía estar protegiendo la creatividad misma. Pero ¿acaso la creatividad necesita una protección así de exorbitante? ¿Tan frágil es? A veces me parece que Henry James me lleva por las rutas más sinuosas, y que al final del camino, cuando por fin llegue, no encontraré a nadie: solo el rumor de un asesinato, pero ningún cadáver.
En el mundo de Thomas Hardy, en cambio, sí parece haber uno o dos cadáveres. De hecho, Hardy prefería los muertos a los vivos; se llevaba mejor con ellos. Una vez muerto él mismo, por supuesto, le sacaron el corazón del cuerpo: la apoteosis de la división que siempre hubo entre su vida y su obra. Hardy se reconcilió con su pasado a través de los recuerdos, inquietantes y codificados, de sus poemas. De modo que podemos preguntar en su nombre: ¿no ahogan los biógrafos el espíritu creativo cuando desentierran estos hechos muertos y los depositan en la imaginación viva de un poeta? Por cierto, recuerdo que, cuando salió la biografía de Hardy que escribió Robert Gitting, muchos lectores se sintieron consternados por el desagradable carácter de Hardy, en especial en relación con su primera mujer. Hubo quien dijo que en adelante lo estimaría menos como novelista, o que el dato nublaría la satisfacción de su lectura. Sin duda es esta una manera muy sentimental de leer literatura, una visión muy cándida del proceso creativo. No obstante, tal vez sea esto lo que el propio Hardy previó e intentó prevenir cuando urdió el plan, extraordinariamente astuto, de escribir su propia vida, para su publicación póstuma, bajo la forma de una biografía escrita por su viuda, Florence Hardy. Le resultó divertido imaginarse muerto y además impidió la aparición, durante algunos años, de una biografía independiente. Pero a la larga su cortina de humo no fue más efectiva, ante la acechante horda de biógrafos antiincendios, que todo el alambre de púa de las instrucciones legales en los testamentos y los pedidos a los albaceas, cosa que ya se ha hecho habitual.
Muchos habrán pegado carteles de advertencia: los biógrafos no autorizados serán demandados. Pero ellos siguen acudiendo, demostrando que es inútil que los muertos busquen controlar el mundo de los vivos. Inútil, comprensible, mal planteado. Porque los mismos que temen a la biografía han sido, en ocasiones, quienes la volvieron temible. “Uno puede desacreditar y deshonrar esos proyectos aun si no puede impedirlos”, escribió Henry James. Puesto que tan ingeniosamente invirtió en ellas, no es consecuente que se queje de las biografías deshonrosas.
¿Qué ilumina la larga línea de fogatas; qué oscurece? Han sido levantadas, como en una ópera wagneriana, ante dos figuras aterradoras: la figura de la Muertemisma, con su reloj de arena y su guadaña, y la de su compañero, más horrible todavía, con sus fichas y procesadores de texto, el “biografiend”[§], como nos llamó James Joyce. Esta horrenda criatura “le añade nuevo horror a la muerte” porque, mientras afirma tener poderes mágicos de resurrección, se nutre en realidad de las esperanzas de inmortalidad de los demás. Es esto lo que Sigmund Freud debe de haber temido al encender sus fogatas. Quería que el psicoanálisis tuviera la autoridad de una ciencia moderna, pero su correspondencia temprana revela cuánto más dependía la teoría psicoanalítica de la experiencia emocional que de la observación experta. Freud creyó que su obra era su inmortalidad. Quiso controlarla y finalmente dio su vida por ella.
La representación del biógrafo literario en las novelas y los poemas contemporáneos es la mejor manera de entender qué es lo que tanto fastidia a novelistas y poetas. Hoy en día, las novelas están repletas de biógrafos. Pululan por las páginas de William Cooper, A.N. Wilson, Penelope Lively, Susan Hill, Alison Lurie, A.S. Byatt, Kingsley Amis y Saul Bellow; por lo general, son una banda ingenua y calculadora de parias e imposibilistas, “carreristas”, asesinos y ladrones de tumbas; lo incalificable, parafraseando a Oscar Wilde, perpetuamente burlado. Permítanme poner algunos ejemplos. En Las vidas de Dubin, Bernard Malamud nos presenta al sexagenario William B. Dubin —pancita disciplinadamente abultada, autor de cuatro abultadas y disciplinadas biografías—, que sabe mucho sobre sus biografiados y poco sobre sí mismo. ¿Qué clase de investigador es Dubin? Se lo presenta como algo más que una réplica de sus biografiados, una caricatura: ama la naturaleza mientras escribe sobre Thoreau; cuando escribe sobre D.H. Lawrence se convierte en amante, bastante poco convincente por cierto, de una jovencita. Se trata de una vida prestada, una vida sin centro. Y puesto que el pasado exuda leyenda, Bernard Malamud concluye: “En última instancia, toda biografía es ficción”. Pero la biografía, da a entender, es ficción empobrecida: un simple juego de damas comparada con el elaborado ajedrez que juega el novelista.
En La intromisión, de Muriel Spark, la condena es aún más fuerte. Aquí se considera que la vulgar franqueza de la no ficción rebaja el misterio de la vida. Es el personaje de la novelista, con sus vitales juegos de lenguaje, el que tiene el talento para recrear la vida. La no ficción simplemente es no arte, un proceso de insensibilización.
Luego está Los hombres de papel, de William Golding, cuyo primer capítulo nos descubre al tedioso biógrafo Rick L. Tucker, al alba, con su ansiosa cara de buscón metida en un cesto de basura. “¿Qué haría aparecer, torpe e incansable, pisoteando mi vida pasada con sus pies enormes, metiendo la nariz en esas huellas viejas, borroneadas? —se pregunta más tarde el personaje principal, un novelista—. Una biografía verdaderamente moderna, sin el consentimiento del biografiado (…). ¿A quién podía importarle andar escarbando en mi vida? Evidentemente, a Rick (…). Él tendría acceso a más mecanismos que Boswell, no solo al papel, no solo a las cintas, los videos, los discos, los cristales con sus odiosos y despiadados recuerdos, sino a otros, olfateadores, escudriñadores, reconstituidores, mecanismos que sin duda en una habitación captaban ecos de todas las palabras, que veían sombras de todas las imágenes atrapadas en las paredes…”.
El Rick L. Tucker de Golding es una versión más tecnológica del Jake Balokowsky de Philip Larkin, aquel funesto académico norteamericano de su poema Posteridad. En Gran Bretaña, me apuro a aclarar, los biógrafos no suelen ser académicos. Somos escritores independientes. Escribimos biografía, entre mucha protesta, porque amamos el género; y este amor no tiene titularidad. De James Boswell a Lytton Strachey, los biógrafos británicos han comerciado con el chisme y el mal gusto; lo que quiere decir, sencillamente, que nos fascina la naturaleza humana.
Pero aunque podamos eludir parte de la sátira del poema de Larkin, no podemos esquivar tan limpiamente el rencor de otros poetas. En su poema Quién es quién, Auden se burla de la ingenuidad de los biógrafos sorprendidos por lo normales que resultan ser esos sujetos extraordinarios que investigan. Robert Graves, en su poema Volver los muertos a la vida, sugiere que la biografía es una rama de la actuación, en la que el biografiado sale perjudicado por las limitadas habilidades actorales del biógrafo. Graves desea con ansias la muerte del biógrafo cuando “en sus ropas manchadas / tú mismo yacerás envuelto”.
En su reciente poema El biógrafo, Carol Ann Duffy presenta una criatura envidiosa, culposa y bien paga, totalmente carente de cualidades favorables. D.J. Enright, en su poema Biografía, reserva toda su compasión para la víctima biográfica económicamente explotada:
Mucho más fácil que tu obra
es vender tus rarezas.
Mejor quema tus cartas, las de él, las de ella…
Que no haya biografía, si va a ser esa.
Estos poetas y novelistas no reconocen al biógrafo literario como colega. ¿Tal vez la hostilidad hacia la biografía se incrementó porque las cosas empeoraron? Hasta cierto punto. Las cosas mejoraron y empeoraron; y no por primera vez. Johnson y Boswell son las dos figuras paternas de la biografía moderna: uno, poeta y moralista; el otro, aventurero y magnífico diarista. La época que produjo la Vida de Richard Savage, de Johnson, en la que se describe el underground literario de Grub Street, produjo también a los biógrafos de Grub Street, liderados por el tristemente célebre Jacob Tonson. Según el profesor Walter Raleigh, Jonson “había aprendido de Hamlet la sabiduría del sepulturero, y sabía que hoy en día hay muchos cuerpos podridos, que casi no se pueden levantar para enterrarlos. De modo que los agarraba antes de que estuvieran fríos, y los conmemoraba en tandas”. Lo cierto es que un clima que sustenta la biografía en tanto rama humana y artística de la literatura también propicia al injurioso profanador de tumbas. Trabajamos en un jardín sin desmalezar.
Yo creo, sin embargo, que no habría que preocuparse por la posteridad. No es asunto nuestro. El futuro, como el pasado, es un país extranjero, dado que, desde el punto de vista del futuro, somos pasado. Muy probablemente nuestra imagen póstuma tenga prioridades muy diferentes de las que tenemos como seres vivos. Por eso no apoyo la destrucción deliberada de documentos. Con la protección de los derechos de autor póstumos y la posibilidad de impedir la exhibición de ciertos documentos en las colecciones públicas, las hogueras son una vanidad innecesaria. Y provocan pérdidas reales. En Arcadia, la pieza de Tom Stoppard, Thomasina Coverley se lamenta por la destrucción de la gran biblioteca de Alejandría. “¿Todas las últimas obras de los atenienses?”, se queja a su tutor, Septimus Hodge. “Doscientas al menos, de Esquilo, Sófocles, Eurípides —miles de poemas—, la biblioteca personal de Aristóteles…”. Pero Septimus Hodge le dice que debemos arreglarnos con lo que tenemos. “Mientras recogemos, dejamos caer —le responde—, como viajeros que deben llevar todo en sus brazos, y lo que se nos cae será recogido por los que vienen detrás”. Al final de la obra, el tutor de veintidós años y su alumna de trece bailan en la gran casa de campo de la familia Coverley, y él le advierte: “Cuidado con esa llama”. Pero el público comprende que habrá, y que de hecho hubo, fuego. Porque la obra prosigue, en esa misma habitación, a lo largo de dos secuencias temporales paralelas: una a comienzos del siglo XIX y la otra a finales del XX. Y, como resultado del incendio, Thomasina y Septimus no dejan caer lo suficiente para que sus sucesores lo recojan. De modo que proliferan los cómicos malentendidos académicos. Thomasina ha aprendido que el calor se pierde con el paso del tiempo, y nosotros aprendemos que el fuego va consumiendo el tiempo. Es por eso que, en el océano de cenizas, las islas de orden son tan pequeñas.
Ningún biógrafo serio, en la actualidad, habrá omitido establecer cierto fundamento ético para su oficio. Creo que el biógrafo literario es capaz de extender una mano hacia su biografiado para invitarlo a escribir una última obra, póstuma y en colaboración. Su ocupación principal no pasa realmente por el sensacionalismo, sino por el intento de trazar conexiones iluminadoras entre pasado y presente, vida y obra; esa es la estética del biógrafo, ese es su proceso recreativo. Si bien sigue teniendo cierta utilidad como obra de referencia, la biografía ya no es un mero inventario de hechos suspendido entre una cronología y algunas fuentes. Conocemos el valor de los sueños y las fantasías, la sombra de la vida no vivida que sin embargo persiste dentro de las personas, y sabemos que nuestras mentiras son parte de la verdad que vivimos.
Este es nuestro subtexto, que afecta el tono y le da tensión dramática a una biografía. Los variados recortes de papel —diarios, cuadernos, cartas— son vagas hojas de apuntes escritas por los muertos, de las que el biógrafo trata de invocar sonidos, en las que intenta que renazca la vida. “Los muertos nos llaman desde el pasado —escribió Richard Holmes—. Piden ser oídos, recordados, comprendidos”. Los biógrafos son sus mensajeros, cargados de responsabilidades que requieren tanto imaginación como precisión; es por eso que Desmond MacCarthy describió al biógrafo ideal como “un artista bajo juramento”.
1998
[*] N. dela T.: La casa donde Dickens pasó sus últimos años.
[†] N. de la T.: Segunda línea del poema No entres dócilmente en esa noche quieta (Do Not Go Gentle into That Good Night), de Dylan Thomas. Traducción de Elizabeth Azcona Cranwell en Dylan Thomas, Poemas completos (Buenos Aires, Corregidor, 2007).
[‡] N. de la T.: Por la similitud fonética entre las dos palabras, en inglés se produce cierto juego entre beautification (“embellecimiento”) y beatification (“beatificación”).
[§] N. dela T.: Algo así como el “biogradiablo”.