No Ficción

"La vida invisible empezaba y terminaba con la lectura"

Sylvia Iparraguirre

"La lectura fue para mí, desde que tengo memoria, una experiencia vital, tan decisiva como el conjunto de aprendizajes que forman nuestra identidad fundamental". Leé el arranque de La vida invisible (Ampersand) de la escritora y ensayista argentina.  

Por Sylvia Iparraguirre.

 

Muy pronto en mi vida (la frase es de Marguerite Duras) supe, no con la razón sino como se saben las cosas de la naturaleza, que yo vivía dos vidas: una visible y otra invisible. En la vida visible estaban mis padres, mi hermana, mi casa, la escuela. La vida invisible empezaba y terminaba con la lectura. En ella convivían ballenas blancas, castillos de Escocia, momias y pirámides, los caballeros del rey Arturo, un hombre naufragado en una isla desierta.

No es, sin embargo, el nombre para un mundo imaginario infantil. El universo paralelo de la vida invisible continuó en el tiempo y llega hasta hoy como un espacio donde toman forma y se relacionan personajes, paisajes e ideas. Un lugar mítico, idealista, especulativo, que fue forjando una versión cambiante de mí misma y que se extendió y complejizó según fui creciendo como lectora.

En los años de infancia, las dos partes tenían la misma intensidad; por momentos, la vida invisible era más poderosa que la otra y me atraía a su centro con una fuerza de la que me era difícil escapar. “Te estamos hablando”, repetían. Leía con los ojos y con el cuerpo, no respondía: estaba “en Babia”.

La lectura fue para mí, desde que tengo memoria, una experiencia vital, tan decisiva como el conjunto de aprendizajes que forman nuestra identidad fundamental. Experiencia no condicionada por nada, ligada solo a las valoraciones primarias de las que nos erigimos como únicos jueces. Su placer mayor radicó en el poder de suspensión de la realidad circundante, en ponerme a vivir en otra dimensión. Era dueña de ir y venir por esos mundos.

El gusto por la lectura nació asociado a la libertad. Los autores que fui descubriendo en el camino fueron mis mentores, mis faros, aquellos cuyas palabras establecieron una mediación, un orden, una escala que me llevó a una comprensión más amplia y profunda de la realidad y de los otros. Mi agradecimiento incondicional a esos autores y escritoras, “padres y maestros mágicos”, que conversan conmigo desde la edad de la razón y me (nos) rescatan, como escribe Olaf Stapledon, “del trágico desorden de la colmena humana”.

 

Entrega y credulidad. Vivía lo que los libros me contaban, imaginaba escenas en las que participaba como heroína en un momento crucial: salvaba a los que estaban a punto de caer a un precipicio, rescataba prisioneros de una fortaleza, o descifraba, para admiración de los científicos, la ubicación de una tumba faraónica. A veces, de noche, era testigo de muertes espantosas: cristianos comidos por los leones, yo misma perseguida en el desierto por una tarántula gigante. O simplemente moría tuberculosa, como el personaje de una chica de mi edad de un libro ahora olvidado. Me emocionaba hasta las lágrimas comprobar el dolor de mis padres ante mi muerte prematura. La vida invisible era mil vidas y mientras mi exterior cumplía los ritos del colegio y las demandas de lo diurno, permanecían, siempre a la espera, las posibilidades renovadas de un libro por abrir, de una vida secreta por vivir. Las ensoñaciones de la pubertad son las más fuertes de la vida; están ahí, en potencia, nuestra capacidad de imaginar, de erotizarnos, de aterrarnos, de crear historias.

Esta es, entonces, mi historia personal con los libros que, por alguna razón, me marcaron; los que más recuerdo, los que más he releído. Una autobiografía que sigue, como imaginó Borges, la “serie” de los libros. Soy consciente de las trampas del lenguaje, de las elecciones narrativas que se hacen a medida que se escribe un texto: uno se reconstruye hacia atrás, selecciona, recorta y, de algún modo, se reinventa. Pero las causas mismas de la perduración de ciertos libros no es posible inventarlas ni elegirlas: sencillamente han quedado como huellas indelebles, dispuestas a abrir su sentido a la luz cuando se sienten convocadas. Y es, tal vez, ahí donde puede aparecer alguna verdad en estas páginas: como testimonio de una manifestación cuyo significado no ha sido evidente para los otros. Aquella en la que un libro que nos conmueve, sea por razones emotivas o intelectuales, queda en una zona la mayoría de las veces secreta. A no ser que se tenga la fortuna, como la tuve yo (y tengo, porque esa conversación no terminará nunca), de compartir la vida con alguien para quien los libros fueron el eje capital de su existencia, Abelardo Castillo. Entre nosotros, los libros constituyeron un tema cotidiano, un punto de encuentro, de asombro, de discusión, de humor, de felicidad. Pero antes, en el comienzo de la adolescencia, la lectura perteneció a mi mundo privado. No tuve interlocutores. No cultivé el hábito de hablar de lo que leía o no busqué con quien compartirlo.

Aprendí a leer en mi casa, antes de ir a la escuela. Quedan imágenes anteriores en las que “hago” que leo siguiendo con el dedo las figuras. Siempre hay alguien conmigo. Lo más remoto que conservo como lectora solitaria es una imagen en la que me veo leyendo, curiosamente desde arriba. Debo tener unos ocho años, sentada en el umbral, el vestido estirado sobre las rodillas, los zapatos con presilla y botón: leo una de las llamadas “revistas mexicanas”: La pequeña Lulú. Me encantaban tanto los globos de diálogos y las palabras como la cara de Lulú cuando lloraba: la boca abierta, enorme, ocupaba toda la cara, a los costados los bucles, y las lágrimas saltando en el aire.

A esta escena se asocia de inmediato su gemela: en el cine, viendo una película, absorta en la oscuridad. El cine fue determinante en mi vida. Su importancia demandaría un capítulo entero, quizás, otro libro. Me permito la digresión de un párrafo, justificado por el hecho de que, a futuro, voy a descubrir que libros y cine fundamentaron mi posibilidad de escribir. Fueron encantadores universos paralelos, sin comunicación con el exterior. En el principio del principio se abre una tarde, en un pueblo de provincia. Mi hermana y yo esperando ansiosas que se descorran los cortinados, que nos parecen suntuosos, como de cuento, pero que en realidad son los viejos cortinados bastante raídos del cine español o del teatro italiano, entidades infaltables en toda ciudad chica. Corrido el telón, quedaba entonces, la enorme, blanca, pantalla desnuda. Esa inminencia estaba saturada de felicidad: la promesa de las dos horas por venir. Eran cines tumultuosos, pueblerinos; pero bastaba que se apagaran las luces para que entráramos en el silencio (nunca perfecto), en la contemplación y la entrega. En el cine me sentía feliz. Por más extravagante o rara que pudiera ser la película, contaba, de mi parte, con una colaboración incondicional para encontrarle lógica. Como la literatura, el cine me instruyó, según leyes que no alcanzaba a comprender del todo, en el terror, lo extraño, lo erótico, lo absurdo, la congoja, la risa. El primer aprendizaje de la forma en que se puede narrar una historia se lo debo al cine. Lo entendí de manera espontánea, como espectadora; mucho más tarde, vendría la literatura. En las películas, el tiempo se comportaba de manera caprichosa, el relato iba del presente al pasado y de ahí, al futuro; el tiempo se astillaba, estallaba, se reunía y volvía al punto de partida donde todo se explicaba. Y esto modificaba a los personajes. Aceptar esa ruptura temporal fue entender la clave de su lenguaje. Después se me haría claro que el quiebre del tiempo, el intento imposible de la literatura de acceder a la simultaneidad propia de la imagen, estaría en la matriz de todo lo que intentara narrar.

Fue la edad en que el cine y los libros, trepar a los árboles, salir en bicicleta, guerrear con almohadas y descubrir tesoros en los baúles de la casa de mi abuela eran, simplemente, las mejores cosas de la vida.

 

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