No Ficción

"He escrito tanto y a tal ritmo que las palabras apenas cubren las ideas"

Una carta de Virginia Woolf

"¿Alguna vez muestras mis cartas?" Uno de los sobres que la autora de Las olas envió en 1930 a su amiga Ethel Smyth. Tomado de las Cartas a mujeres, de Virginia Woolf, seleccionadas por Nora Catelli para Trampa Editora. 

Por Virginia Woolf. Traducción de Susana Constante.

 

 

 

 

A Ethel Smyth

Monk’s House [Rodmell, Sussex]
19 de septiembre de 1930

 

 

Me parezco bastante a una botella vuelta del revés de donde no sale agua. O sea, tengo mucho que decir, pero al parecer no consigo reunir el momento y el lugar apropiados. Contesto mentalmente tus cartas y las respuestas ocupan kilómetros de papel, entonces, cuando veo esta hojita, no puedo comenzar.

Para economizar y evitar transiciones, haré declaraciones separadas, uno, dos, tres. Pero me tortura pensar qué cartas podría escribir si, como digo, fuera posible simplemente imprimir mi mente en una hoja del tamaño aproximado de una terraza, donde ahora está Leonard instruyendo a Percy, tal vez sobre coles.

Pero quiero llegar a tiempo a la hora del correo.

(1) Hora [Hour]: yo digo que sí, que legítimamente pueden ser dos sílabas. Leonard dice: No, eso sólo lo hacen los analfabetos en relación con la escritura, aunque puede hacerse en música sin resultar ofensivo.

(2) La otra noche, cuando regresaba tarde de Londres, una asistenta muy estropeada que está a punto de tener un niño («lo que tenga que ser será, señora, y como han pasado siete años desde el último, no puedo quejarme») me dijo que había venido una tal señorita Hodge, lo que traducido quiere decir Dodge [pudiente admiradora norteamericana de Smyth], supongo, y como no tengo su dirección, querrías enviármela o transmitirle de alguna manera mi gratitud y pena –que haya venido y yo no estuviera–, porque realmente fue muy cordial y amable de su parte viajar en ese día lluvioso, y siento respeto y curiosidad e interés. Y después agradecimiento sin saber más que Hodge es Dodge… Ah, y te regaló un Kimono y una casa. ¿Puedes decirme por favor que ves lo que quiero decir?

(3) Tu ensayo [sobre Lambert]: ¿por casualidad dejé escapar lo de las diez mil palabras? Qué fuente de inexactitud soy… O tal vez seas tú que eres definitiva sobre los hechos. Lo que quería decir era que, si hablabas como es costumbre alrededor de una hora y estabas condenada a ello, que entonces eso –sean cuantas fueren las palabras– sería precisamente el material con el que haríamos el folleto; y, como no puedo concebir que alguna vez seas insulsa, tediosa o cualquier otra cosa salvo rápida como el rayo y entera como una nuez, debo imprimirlo… Eso fue lo que quise decir, pero no significa, querida Ethel, que tuvieras que ir y aceptar un trabajo que te desagrada o escribir una sola palabra que no fuese dictada por tu necesidad. No, no. Déjalo estar y, si alguno de estos días se te ocurre algo que te gustaría publicar, recuerda que nuestra editorial es una servidora respetable, expectante, devota y pagadora, que disfrutará inmensamente de tener tu nombre para alardear por ahí Ethel Smyth: editada por L. y V. Woolf y la Hogarth Press. Era sólo una semilla; el tipo de cosa que una deja caer. No, detestaría arrastrarte a una sala de conferencias.

(4) Por supuesto, por supuesto que me gustaría tenerte a mi lado si estuviera enferma. ¿Cómo podría hacértelo entender sin tener que usar tinta roja o letras doradas? Aquel viernes, mientras estaba sola en la cama, apenas podía maldecir a Leonard por estar tan decididamente en contra de tu visita o cualquier otra. Mientras yacía contemplando manzanas por la puerta abierta, me parecía que tú me elevarías y centrarías todo y lo pondrías bien y alegre y razonable para mí. Me dije: si Ethel estuviera aquí, entonces, en lugar de dejar caer la mano sobre todos estos libros y papeles, me cogería de su puño blanco (del cual tengo un recuerdo vívido), y ella, que sabe exactamente cómo apaciguar la excitabilidad y fuga de mi mente, me diría… por ejemplo, qué clase de ropero tiene en su habitación…

¿Y cómo conseguiste tu cocinera?, diría yo. Entonces, en determinado momento, Ethel abriría sus ojos (y aquí me visita un retrato tuyo vívido de tu sonrisa casi infantil), que son tan azules, y risueños, y yo me sentiría tan restablecida que desaparecería cualquier dolor que tuviera –creo que en la espalda… o no, tal vez en la cabeza–, que arrojaría la vida al aire como un
panqueque, y después diría: veamos, Ethel, no voy a hablar, pero tú vas a decirme exactamente qué sucedió durante los doce meses a partir de agosto, para poder llenar ese vacío específico en mi conocimiento, etc., etc. No se me pasa por la cabeza que pudieras aburrirme nunca, no, ni agitarme o acosarme, sino sólo hacerme sentir como una niña buena, apoyando la cabeza en una almohada perfectamente fresca.

Pero hoy es un gran día, porque no puedo dejar de pensar que, con un poco de suerte, puedo decir que esta enfermedad está liquidada. En todo caso, esta mañana me levanté, y tenía ganas de vestirme y caminé enérgicamente bajo la lluvia hacia el cobertizo y escribí, no por impulsos y chorros y explosiones, como un corredor que apenas toca la meta, sino con decisión y compostura, durante más de una hora. Ahora bien, si esto dura, y siento una solidez indescriptible, como si hubiera reunido fuerza bastante en el cuerpo como para tolerar todas las exigencias normales (Dios, qué consciente soy excesivamente consciente, del equilibrio exacto de mi salud), si esto dura unos meses, entonces podré escribir una buena parte de Las olas; en realidad, es posible que hasta pudiera terminarlo. Así que no diré nada más sobre mi salud. A partir de hoy, considero que
esta enfermedad ha terminado.

Pero al mismo tiempo siento que eres vagamente desdichada. Hablo de mí, de que estoy lánguida y postrada, y mientras tanto a ti te meten tubos por los oídos; estás ahogada por hongos fibrosos; tienes indigestión y (tal vez) más que nada estés algo agotada, desdichada, y entonces recurres a tu filosofía de la muerte, que respeto y en cierta medida entiendo, pero me
desagrada la idea de que tú, sola y en Bath, tengas que pasar siquiera un minuto del día sumergida en la melancolía. El problema es que desconozco hasta tal punto los sentimientos de los demás, que a menudo parezco egoísta e insensible porque temo ofrecer mi simpatía cuando está fuera de lugar y resulta, por lo tanto, ofensiva. Creo que ése es un apunte verdadero sobre mi psicología. Y tengo otros muchos, pero mira, he escrito tanto y
a tal ritmo que las palabras apenas cubren las ideas –éstos son hórridos estallidos y lo que escribo es únicamente un intento de circunscribir unos pocos signos–. ¿Alguna vez muestras mis cartas? ¿Alguna vez las citas? Haz lo que quieras, pero más bien espero que no, porque nunca puedo escribir con tiempo (estoy tratando de terminar un montón de cosas) y entonces no puedo ser expresiva (estas interrupciones obedecen a un doble arco iris en la terraza. L. ha venido corriendo bajo la lluvia para señalármelo). Como escritorzuela profesional, detesto dejar frases sin terminar, y contigo… al menos hace un tiempo, no hago otra cosa y las envío como prueba de que reposo en tu comprensión como Nelson en Trafalgar Square. Pero ahora que estoy muy bien, escribirás en el armario o el personaje, sobre las ventanillas de los cruceros (qué don tienes como escritora… cómo disfruto con tus cartas) o las partes más delicadas del
alma.

Así que por el momento me detengo.


V.

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