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Prólogos

Un libro escrito con la urgencia palpitante de un pequeño clásico

Por Valeria Luiselli

"Hay ciertos libros –muy pocos– que nos dejan con la sensación de haber tocado un fondo del cual no podemos y no queremos salir siendo el mismo lector. Del color de la leche es uno de esos libros". Sobre la novela de Nell Leyshon (Sexto piso).

Por Valeria Luiselli. Foto fuente The Objective.

 

 

 

 

Hay ciertos libros –muy pocos– que nos dejan con la sensación de haber tocado un fondo del cual no podemos y no queremos salir siendo el mismo lector. Del color de la leche es uno de esos libros. No se trata de hacer aquí un «panegírico fúnebre que abunda en hipérboles irresponsables», como escribe Borges sobre el modesto género del prólogo. Pero sí de abrir una pausa y hacer un silencio antes de empezar. 

Hojeé por primera vez la novela de Leyshon en una mesa de una librería del pueblo galés de Hay-on-Wye, y decidí comprarla sin saber nada sobre la autora y sin haber leído nada sobre el libro. Esa misma noche empecé a leerlo –unas pocas páginas solamente, entorpecidas por el jet lag e interrumpidas por los ruidos desconcertantes de los insectos del campo galés. Al día siguiente, participé en una mesa con escritores locales en la cual resultó que la escritora que tenía sentada a mi lado era la misma que había escrito el libro que yo había estado leyendo la noche anterior.

Desde que me quedé sin dioses, creo ferozmente en las pequeñas coincidencias. Si la coincidencia involucra a un libro, se triplica mi fervor. Impulsada por mis supersticiones librescas, la segunda noche volví a abrir la novela de Leyshon. Tuvo razón el demonio de las casualidades. La leí entera, como en un rapto. La voz singular de la narradora de estas páginas cobra vida desde las primeras líneas, se sostiene como una cuerda cada vez más tensa a lo largo del relato, y permanece como un eco que regresa y regresa incluso después de haberlo terminado. Tiene algo de paradójico este hecho, porque la voz a la que Leyshon da vida aquí es a su vez un ejemplo de todas las voces silenciadas; un ejemplo de las muchas vidas que las estructuras de poder volvieron invisibles e inaudibles. El texto que escribe la narradora de este relato es un registro, lleno de belleza y espanto, de una vida enredada en la maquinaria de la dominación. Pienso irremediablemente en La vie des hommes infâmes, de Michel Foucault, un texto que podría ser un gemelo oscuro de esta novela. El texto de Foucault funciona como el prólogo a una «antología de vidas» e «historias minúsculas», de personas que alguna vez estuvieron atrapadas en las redes de poder de su época. Las vidas que recopila Foucault, a su vez, vienen de otros textos, las lettres de cachet, cartas que denunciaban brujería, sodomía, holgazanería, ateísmo y demás pecados punibles, casi siempre llenas de sentencias y acusaciones arbitrarias. Las infames lettres de cachet encierran, según Foucault, ejemplos de «vidas singulares convertidas, por oscuros azares, en extraños poemas», y su fuerza no se sabe si está en el «carácter centelleante de las palabras o en la violencia de los hechos que bullen en ellas». Las infames denuncias de las lettres de cachet, que no desaparecieron sino hasta la Revolución Francesa, no se podían apelar, dado que sus acusados eran iletrados.La historia que encierra esta novela es uno de esos extraños  poemas, centelleantes y violentos. Pero, en este caso, no uno escrito desde el lado del poder, sino, desde el flanco del oprimido y desde el punto de vista de un sujeto que escribe –por que puede escribir–. El relato de la narradora de esta novela es una historia contrafactual pero no imposible. Es una respuesta a la pregunta «¿qué hubiera pasado si una joven de clase baja en el siglo XIX hubiera sabido leer y escribir?». La respuesta, a su vez, insta a pensar que hoy en día sigue siendo pertinente preguntarse por la relación entre el poder y la escritura como forma individual de resistencia. 

 

 

Un prólogo tal vez cumpla la vaga función hermenéutica de acercar dos horizontes supuestamente lejanos –el escritor, el lector y, en medio de ellos, un pequeño cisma cultural y lingüístico–. El libro de Leyshon, sin embargo, es tal vez más cercano a nosotros de lo que parecería a primera vista. Para empezar, la realidad que retrata y los temas que explora están vigentes, si bien tienen ahora otros nombres y están geográficamente localizados en lugares muy distintos al que se visita en esta historia. Por otro lado, tal vez este libro sea más cercano a cierta tradición de novelas escritas en español que los lectores  hispanoparlantes venimos leyendo desde hace décadas. Está escrito sin las concesiones que la gran mayoría de las novelas anglosajonas actuales hacen a sus lectores. No se encontrará aquí una historia bien empacada y lista para llevar; no se verán las piruetas idiomáticas que se aprenden y reproducen en las escuelas y talleres de escritura creativa; no se leerá aquí un producto más puesto en circulación por los grandes rumores transnacionales del sistema de estrellato editorial.

Lo que sí hay, y lo digo sin temor a la hipérbole irresponsable, es un libro escrito con la urgencia palpitante de un pequeño clásico –pequeño, por lo compacto y concentrado de su universo– y una historia poderosa que desciende al bajo fondo de una vida que se disolvió en la escritura y que sólo puede recobrarse en el silencio de nuestra lectura. Un silencio largo, estremecido y lleno de rabia. Pero también, un silencio esperanzado y lleno de admiración.

 

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