Prólogos

La tercera lengua

Matías Battistón narra la experiencia de traducir el accidentado francés de Pessoa en su primer heterónimo, dentro de El libro de la transformación (InterZona): "Un autor es un clásico cuando empiezan a respetarse sus erratas”.



Por Matías Battistón



Ningún hombre de verdad puede ser, con placer y provecho, más que bilingüe. O por lo menos eso leemos en “Babel, o el futuro del habla”, un texto de Pessoa recogido por Teresa Rita Lopes en Pessoa inédito y escrito, quizá para unir fondo y forma, mitad en inglés y mitad en portugués. “Una lengua sola, aunque esté bien codificada con sus reglas y precisiones, ya es lo suficientemente difícil de mantener y ampliar”. No parecería haber lugar para salvedades, o por lo menos para salvedades dignas: “Dos son el límite humano”, agrega en esa misma página, “para cualquier hombre que no esté destinado a suicidarse como filólogo de lo inútil”. Pero la filología de lo inútil es, justamente, una disciplina a la que Pessoa dedicó gran parte de su vida. Y a ella se le podría adjudicar su propia tendencia a escribir en francés. 

De hecho, su primer heterónimo (o, más bien, “su primer conocido inexistente”) fue un personaje de Francia, el Chevalier de Pas (el “Caballero de Paso” o “Caballero del No”), con quien se escribía cartas a los seis años. Fue en francés que escribió uno de sus últimos poemas, ocho días antes de morir. Entre ambos momentos transcurrió toda una vida de poesía creada, de vez en cuando, en esa tercera lengua, a la vez ajena y personal. Si Pessoa siempre estuvo más cómodo siendo otro, no es raro que se viera atraído por un medio en el que se sentía extranjero. En “Maman, maman”, por ejemplo, poema dedicado a la muerte de su madre, el tono infantil, en última instancia demoledor, está dado en parte por el manejo incierto del idioma. En otros casos, esa distancia le permitía abordar temas o excesos que para él eran infrecuentes, con mayor o menor desparpajo. Es lo que sucede con Jean Seul de Méluret, moralista obsesionado con la permisividad sexual y único autor francófono de El libro de la transformación

Podría verse en Méluret una reacción contra lo que poco antes había sido un gran descubrimiento literario para Pessoa. En 1907, recién instalado de nuevo en Portugal, y de la mano de su tío, el general Henrique Rosa, Pessoa había empezado a empaparse de los poetas simbolistas y decadentes franceses, a los que sumaba otras lecturas aún más inquietantes, que no tardaron en abrumarlo. La creación de este heterónimo francés parecía tener como objetivo denunciar los efectos nocivos en la sociedad de esos autores que, a decir verdad, todavía algo lo entusiasmaban. El resultado es una mezcla notoria de rechazo y fascinación. 

En 1932, ante una encuesta del sociólogo António Sérgio, Pessoa diría que el influjo de los poetas decadentes en su juventud había sido “barrido un buen día por la gimnasia sueca y la lectura del libro de Nordau sobre la degeneración”. Poco queda de la gimnasia sueca en Méluret. El moralismo clínico de Max Nordau, en cambio, es más que palpable en sus análisis del exhibicionismo de los music-halls franceses y de los “proxenetas” de la literatura, donde Pessoa introduce una sorna que raya en la histeria. “Francia en 1950”, un raro texto de anticipación, incluso se podría resumir como básicamente la síntesis de dos influencias contrarias, la de Nordau y el Marqués de Sade. Síntesis admirable, pero que también nos deja algo perplejos, como cuando vemos en la calle a una persona que sabe combinar la calvicie con el pelo largo. En esta sátira, que en un principio podría acercarse a las de Swift o Voltaire, la denuncia le sirve a Pessoa como marco para permitirse las fantasías más grotescas, según el conocido mecanismo de dar rienda suelta al morbo a través de la indignación. Es difícil decir hasta qué punto su tono irónico demostraría que Pessoa estaba consciente de esto. Quizá el hecho de que Méluret califique de idiota a todos los que consideraran indecente su sátira nos dé alguna pista.  

Pistas e indicios, a fin de cuentas, son todo lo que tenemos de Jean Seul de Méluret. Ninguno de sus textos llegó a completarse, y de sus borradores nos quedan apenas fragmentos dispersos. Pessoa jugó con la idea de delegárselos a otro heterónimo, un japonés de paso por París, que comentaría sus experiencias en una serie de cartas, pero lo cierto es que no los retomó nunca. Traducir estas obras, entonces, no solo fragmentarias, sino además escritas en el francés de Pessoa, que nunca pisó Francia ni se mostró muy preocupado por ser inobjetablemente trilingüe, tiene sus complicaciones. Patrick Quillier habla de “sintaxis tambaleante y prosodia torpe”; otros franceses son menos amables a la hora de describir los recurrentes lapsos de gramaticalidad, las faltas de ortografía y las marismas de solecismos que uno encuentra en sus escritos. Mi decisión fue mantener en lo posible el carácter idiosincrático de la prosa, modificando el carácter idiosincrático de la prosa, corrigiendo poco y nada, aunque recurriendo, eso sí, a transcripciones alternativas, como la de Jerónimo Pizarro o Teresa Rita Lopes, cuando la de Ribeiro y Souza necesitaban refuerzos.  

Los errores muchas veces son más intraducibles que los aciertos, y todavía nos falta una buena deontología de la equivocación, que dé ciertas pautas orientativas para traducir deslices y borradores. La presente traducción en ese sentido tiene algo de tentativa, y seguramente pueda mejorarse, o empeorarse, según el caso. Mi esperanza es que sea deficiente de un modo que esté a la altura del original de Pessoa. Después de todo, un autor es un clásico cuando empiezan a respetarse sus erratas. 

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