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Un cuento de terror de Washington Irving

Aventuras de un estudiante alemán

Menor de once hermanos, Washington Irving nació en 1783 en Nueva York y además de narrador fue político, ensayista, dramaturgo y biógrafo. Aquí, uno de los cuentos de terror del autor de La leyenda de Sleepy Hollow que editorial Factotum incluyó en su antología dedicada al tema, junto a otros de Guy de Maupassant, Bram Stoke y Edgar Allan Poe.

Por Washington Irving.

 

Una noche, bajo una tempestad desatada, en la época de la Revolución Francesa, un joven alemán se dirigía a su domicilio a través de los viejos barrios de París. Los relámpagos brillaban en el cielo y el ruido sordo de los truenos retumbaba en las estrechas callejuelas.

Gottfried Wolfgang era un joven de buena familia; había estudiado en Gotinga durante muchos años pero, debido a su temperamento entusiasta y visionario, pronto se dejó arrastrar por esas doctrinas atrevidas y altamente especulativas que tan a menudo descarrían a los estudiantes alemanes. Su vida retirada, su aplicación y la naturaleza singular de sus estudios influyeron a la vez en su cuerpo y su espíritu. Su salud era débil, su imaginación enfermiza. Se entregó a especulaciones abstractas sobre la esencia de los espíritus, hasta crearse, como Swedenborg, un mundo imaginario, por encima del verdadero.

No se sabe cómo, llegó a la conclusión de que pesaba sobre él una influencia maligna; creía que un genio o espíritu del mal trataba de agarrarlo y llevarlo a la perdición. Esta idea fue royendo su carácter sombrío y produjo los más funestos efectos; Gottfried se fue volviendo huraño y pesimista. Sus amigos, considerando que se hallaba ante una grave crisis mental, decidieron que lo mejor sería un cambio de ambiente y lo enviaron a París.

Wolfgang llegó a París en los albores de la Revolución. El delirio popular sedujo en seguida su espíritu entusiasta y las teorías políticas y filosóficas de la época lo entusiasmaron. Pero las sangrientas escenas que se desarrollaron a continuación hirieron su sensibilidad, lo desilusionaron de la sociedad y el mundo y lo condujeron, más que nunca, a hacer vida de recluso.

Se retiró a una habitación solitaria en el Barrio Latino, paraíso de los estudiantes, y allí, en una calle sombría, cerca de los austeros muros de la Sorbona, continuó sus especulaciones favoritas. Pasaba horas enteras en las grandes bibliotecas parisinas, esos panteones de autores difuntos, hojeando los viejos mamotretos polvorientos, a fin de satisfacer su morboso apetito. Era como una especie de vampiro literario que se alimentaba de literatura muerta.

Solitario y recluso, Wolfgang tenía, no obstante, un temperamento ardiente, cuyo fuego estuvo atizando durante mucho tiempo con la imaginación. Era demasiado tímido e ignorante de las cosas de este mundo para tener éxito entre el sexo débil, pero sentía una gran admiración por la belleza femenina y, muy a menudo, pensaba en las figuras y rostros que había visto en la calle y su imaginación los revestía de perfecciones y encantos que sobrepasaban la realidad.

Cuando su espíritu se excitaba y exaltaba de tal suerte, tenía una visión que le producía un efecto extraordinario. Se le aparecía un rostro femenino de belleza trascendental y la impresión que le producía era tan honda que a duras penas podía rehacerse. Aquel rostro llenaba sus pensamientos de día y sus sueños durante la noche y llegó a enamorarse perdidamente de aquella mujer soñada. Su amor se convirtió en una de esas ideas fijas que se adueñan de los espíritus melancólicos y que, a veces, se toman por locura.

Así era Gottfried Wolfgang y ese su estado de ánimo en el momento que empieza esta historia. Volvía a su casa, en una noche borrascosa, por las sombrías y viejas calles de Le Marais, el barrio más viejo de París. El sordo rugido del trueno hacía temblar las casas y las estrechas callejuelas. Llegó a la plaza de la Grebe, donde se llevaban a cabo las ejecuciones públicas. Los rayos centelleaban sobre las altas torres del viejo ayuntamiento y su fulgor iluminaba la plaza.

Al encontrarse tan cerca de la guillotina retrocedió horrorizado. El terror estaba en todo su apogeo y el terrible instrumento de muerte, siempre a punto, relucía con la sangre de los justos y los valientes. Aquel mismo día, el siniestro aparato había trabajado activamente segando cabezas, y allí estaba, en el corazón de la ciudad silenciosa y dormida, esperando nuevas víctimas.

Wolfgang sintió que el corazón se le oprimía y decidió alejarse, pero en aquel momento, vio una figura encogida al pie de los escalones que daban acceso al tablado. Unos cuantos relámpagos seguidos le permitieron observarla mejor: era una silueta femenina, vestida de negro, sentada en el último de los escalones. Tenía el busto inclinado hacia delante y la cara escondida entre las rodillas; sus largas trenzas, oscuras y despeinadas, llegaban al suelo, mojadas por la lluvia que caía a torrentes. Wolfgang permaneció inmóvil.

Había algo terriblemente patético en aquella solitaria imagen de la angustia. La dama daba la sensación de pertenecer a la alta sociedad. En aquellos tiempos difíciles, más de una bella cabeza acostumbrada a la blandura del plumón no tenía donde apoyarse. Sin duda debía tratarse de una viuda, a quien la siniestra cuchilla acababa de dejar sola con el corazón destrozado y que permanecía allí, en el lugar en donde le habían arrebatado aquello que le era más querido.

Gottfried se acercó y le dirigió la palabra en un tono que revelaba profunda simpatía. Ella levantó la cabeza y lo miró con mirada extraviada, y no sería menor el asombro de Wolfgang al contemplar, bajo la luz de los relámpagos, el rostro que llenaba sus sueños: lívido y desesperado y, sin embargo, de una belleza arrebatadora. Agitado por sentimientos violentos y contradictorios, le dirigió la palabra de nuevo, temblando. Se asombró de verla sola, en una hora tan avanzada de la noche, bajo la furiosa tormenta y se ofreció a conducirla a casa de algún amigo. Ella señaló la guillotina con un gesto terriblemente expresivo.

—Ya no me quedan amigos en este mundo —dijo.

—¿Y no tiene usted dónde ir?

—Sí... ¡Mi tumba! Al oírla, el corazón del estudiante se estremeció de emoción.

—Si un extraño —dijo— pudiera hacerle un ofrecimiento sin correr el riesgo de ser mal comprendido, yo me permitiría ofrecerle mi humilde morada para cobijo y a mí mismo, como su más devoto amigo. Yo tampoco tengo a nadie, soy un extraño en este país, pero si mi vida puede servirle de algo está a su servicio y la sacrificaré gustoso para evitarle el menor daño u ofensa.

Los modales graves y fervientes del joven produjeron su efecto; incluso su acento extranjero, que demostraba que no tenía nada en común con la chusma parisina, habló en su favor. Además, el verdadero entusiasmo posee una elocuencia incuestionable. La angustia de la señora cedió un tanto bajo la protección del estudiante.

La ayudó a cruzar el Puente Nuevo y la plaza en la que la estatua de Enrique IV yacía tirada en el suelo, derribada por el populacho. La tormenta se había calmado, aunque aún sonaba el rugido de los truenos en la lejanía. París parecía reposar; aquel gran volcán de las pasiones humanas dormía durante un rato, para recuperar las fuerzas necesarias para la erupción del día siguiente. El estudiante condujo a su protegida a través de las viejas calles del Barrio Latino, rodeó los muros de la Sorbona y llegó al miserable hotel donde tenía su habitación. El portero que le abrió manifestó su sorpresa al ver al melancólico Wolfgang en compañía de una mujer.

Al abrir la puerta se avergonzó de la pobreza y desorden de su hospedaje. No tenía más que una habitación: una sala de estilo viejo, adornada con pesadas esculturas y extravagantemente amueblada con restos marchitos de un antiguo esplendor. Se trataba, en efecto, de uno de esos hoteles cercanos a Luxemburgo, que antaño habían pertenecido a la nobleza. La habitación estaba llena de libros, papeles y todas esas cosas propias de un estudiante. La cama estaba situada en un rincón, en una especie de alcoba.

Cuando hubo encendido una bujía y pudo contemplar la belleza de la desconocida se sintió más emocionado que nunca. Su rostro era pálido, pero de una blancura radiante, realzado por la aureola de una espesa cabellera negra; sus enormes ojos brillaban con una expresión un tanto esquiva; sus formas, bajo el traje negro, eran de una armonía perfecta. De toda su persona emanaba un aire de nobleza, a pesar de la sencillez de su atavío; lo único que tenía cierta coquetería era un pañuelo de gasa negra que llevaba en el cuello, prendido con un alfiler de diamantes.

El estudiante se sentía un poco incómodo al pensar en la mejor manera de acomodar, en forma conveniente, al pobre ser abandonado que había tomado bajo su protección. Había pensado en cederle su habitación y buscar otra para él, pero estaba tan fascinado, su espíritu y sus sentidos se sentían tan atraídos, que no podía apartarse de su presencia. También la actitud de ella era rara y sorprendente: ya no pensaba en la guillotina y hasta su dolor parecía calmado. Las atenciones del estudiante que, al principio, ganaron su confianza, ahora habían conquistado además su corazón. Evidentemente, ella era también muy apasionada y los seres apasionados se compenetran pronto.

Bajo la embriaguez del momento Wolfgang le declaró su amor, le contó la historia de su sueño misterioso, de cómo ella se había adueñado de su corazón mucho antes de conocerla. La dama reconoció sentirse también atraída hacia él por una fuerza inexplicable.

La época predisponía a todos los atrevimientos, tanto en las ideas como en las acciones; los prejuicios y viejas supersticiones habían sido barridos. Ahora todo ocurría bajo los auspicios de la “Diosa Razón”. Incluso los espíritus más honorables consideraban el matrimonio como una fórmula en desuso, otra más en el fárrago de antiguallas del Antiguo Régimen. Se habían puesto de moda los contratos sociales y Wolfgang era demasiado teórico para no dejarse influenciar por las doctrinas liberales de la época.

—¿Por qué separarnos? —dijo—. Nuestros corazones desean la unión y a los ojos de la razón y del honor, ya estamos unidos. ¿Qué necesidad tienen las almas nobles de fórmulas vulgares?

La dama lo escuchaba con emoción; evidentemente abundaba en las mismas ideas.

—Tú no tienes ni casa ni familia —añadió Wolfgang—. Déjame ser todo eso para ti; o mejor, seámoslo el uno para el otro. Y si la fórmula es necesaria, observémosla: he aquí mi mano. Me uno a ti para siempre.

—¿Para siempre? —preguntó gravemente la desconocida.

—¡Para siempre! —respondió él.

La dama tomó la mano que se le tendía.

—Entonces soy tuya, murmuró y se echó en brazos del joven estudiante.

A la mañana siguiente, Gottfried salió muy temprano para buscar un alojamiento más espacioso y conforme a su nuevo estado; su esposa continuaba durmiendo y no quiso despertarla. Cuando volvió, la encontró tendida en el lecho, con la cabeza echada hacia atrás, bajo el brazo. Le habló, pero no recibió contestación alguna. Se acercó para despertarla y cambiarla de aquella incómoda postura y la tomó de la mano; la mano estaba fría e inerte. Su rostro era una máscara lívida y dura. En una palabra: era un cadáver. Sobrecogido de espanto, dio la alarma en toda la casa. A continuación se desarrolló una escena de confusión y horror. Acudió la policía y cuando el oficial que penetró en la habitación vio el cadáver se echó a temblar.

—¡Dioses inmortales! —exclamó—. ¿Cómo ha podido llegar esta mujer hasta aquí?

—¿La conoce? —preguntó Wolfgang precipitadamente.

—¡Qué si la conozco! —repitió el oficial—. La guillotinaron ayer. Se acercó; deshizo el nudo del negro pañuelo que llevaba al cuello y la cabeza del cadáver rodó hasta el suelo. El estudiante empezó a gemir en un acceso de delirio:

—¡El demonio! ¡Es el demonio, que se ha apoderado de mí...! Estoy perdido para siempre.

Trataron de calmarle, pero fue en vano. Se había adueñado de él la espantosa convicción de que un espíritu demoníaco se introdujo en el cadáver para corromperlo. Gottfried Wolfgang se volvió loco y murió en un manicomio.

 

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