Ficción

Presencia: un cuento de Verónica Raimo

La escritora italiana es la última invitada del año en la residencia MALBA. Compartimos un cuento de su libro La vida es breve, etcétera (Libros del Asteroide): una separación, un hueco en la biblioteca, un ruido extraño para siempre.


Por Verónica Raimo. Traducción de Carlos Gumpert.



Como es lógico, llegó el momento en que él se fue de casa. El momento en el que había dos grandes bolsas de viaje, la suya y la mía —«Ya te la traeré»—, juntas en la entrada. Llegó el momento en que las metió en el ascensor junto con la bicicleta desmontada, la guitarra y las bolsas de Ikea llenas de libros.

Repartirlos resultó sencillo porque tengo mala memoria y no sabía cuáles eran los míos y cuáles los suyos, cuándo los habíamos comprado, cuándo los habíamos leído, cuáles me habían gustado a mí y cuáles a él. Nos gustaban las mismas cosas y a veces fingíamos lo contrario solo para discutir.

Habíamos encontrado restos entre las páginas y tratamos de transformarlos en pistas sentimentales.

Un billete de tren —«¿te acuerdas de nuestro viaje a Lisboa?», preguntas suspendidas entre la retórica y la nostalgia, sobre todo para él, que sí que se acordaba—, luego un recibo, una factura y hasta una flor, que nos sorprendió a ambos porque las flores no nos dicen nada. ¿Quién la había metido ahí? La sospecha de otro hombre u otra mujer nos decía menos, incluso, que las flores. Los restos volvieron a su lugar. Podría haberlos tirado o haberlos guardado en una carpeta, como autobiografía de una relación, daba lo mismo.

Buscamos una ocurrencia graciosa ya en la puerta, mientras nos abrazábamos con una de las bolsas de Ikea manteniendo abierto el ascensor. Le pasé la bolsa de la basura orgánica: «¿La tiras tú?». Esa fue mi aportación a la ironía.

Una ruptura no significa nada.

Una ruptura no es un momento fijo en el tiempo.

Esculpido.

Inmóvil.

Una ruptura no es una transición, un punto de inflexión. No hay un antes y un después.

Una ruptura es una experiencia continua. Es detonante y permanencia.

Al cabo de una semana, había huecos en la estantería y el cubo de la basura orgánica no había vuelto a vaciarse porque no había comido en casa. Tampoco había vuelto mi bolsa de viaje.

Habríamos podido encontrar muchas excusas para llamarnos y no las aprovechamos.

Luego, en la mañana del noveno día, me desperté y oí un sonido. Un delicado silbido en el oído.

Hice café soluble para no producir residuos orgánicos. Puse las manos alrededor de la taza como para ordenar mis pensamientos, pero los pensamientos no se dejaron ordenar. Hacía demasiado calor para ese gesto de refugio de montaña. En todo caso, el sonido seguía ahí.

El patio interior funcionaba como una caja de resonancia; oí al niño del primer piso llorar porque su madre no le hacía caso. Al portero, que clasificaba el correo. Más tarde, me llamó por el telefonillo. El mensajero me había traído un libro. ¿Tan pronto?, me dije. No tenía ganas de llenar los huecos de la estantería como si empastara una caries.

El sonido seguía ahí.

No nos gustaba sacarnos fotos y lo agradezco porque temía que las imágenes pudieran reemplazar la ambigüedad de los recuerdos y, en mi caso, perfil, con una luz otoñal de lado (la luz, siempre de lado).

Odio las descripciones de fotografías y retratos enlos libros. No me dicen nada, excepto que alguien existió en un momento determinado. Padres, vacaciones, fotos robadas. La infancia condensada en una instantánea. Madres que fueron niñas. Abuelas que fueron guapas. Todo debe parecer revelador, pero a mí no me revela nada, excepto que alguien, en un momento determinado, existió. Ya lo sé, todos lo sabemos.

Cuando estaba embarazada, me saqué una foto en la bañera. En ella se veía la forma suavizada del estómago, los pechos hinchados. La mañana en que me desperté manchada de sangre, comprendimos lo que había pasado. Nunca nos lo dijimos, pero fue un alivio. No se puede perder a un hijo que nunca ha existido. De hecho, nadie lo nombró nunca como hijo. Si miro esa foto, no hablo de mí en tercera persona, no busco el recuerdo de un dolor indecible. El dolor que no puede expresarse no existe.

Abrí la ventana. El sonido seguía ahí. Dentro del oído.

Nunca se oyen pájaros ni cigarras en el patio, aunque haya árboles. Quizá sean álamos. Me acordé de unas vacaciones de hace muchos años en las que pasamos por un vivero gigante que vendía árboles. Al principio no nos dimos cuenta de que se trataba de un vivero, parecía un bosque especialmente cuidado, el suburbio residencial de un bosque. Entonces nos fijamos en las macetas. Nos preguntamos cuánto podría costar un árbol. Hasta apostamos por una cifra.

Yo, a la baja, como siempre. Nunca lo preguntamos, por lo que la apuesta sigue abierta.

Una ruptura es una apuesta abierta.

Busqué en internet el precio de un árbol para desmentirme a mí misma e intentar cerrar algo. Escribí en un papel: «Soy alguien que busca el precio de los árboles en internet», para recordar quién era yo y tener el principio de un cuento. Y, en cualquier caso, ¿qué clase de árbol? Lo intenté con un sauce llorón.

La red se rebeló ante mis intentos y fue imposible encontrar una respuesta. El precio de un árbol es una proyección del deseo, una forma cambiante, un espacio infinito de decisiones pendientes. Origen, edad, adopción a distancia, incluso. Familia extendida. El infierno de las variables. Cerré el ordenador y el sonido se hizo más intenso. Luego, se convirtió en todo.

Una señal de radio remota y muy cercana, inalcanzable.

Estaba siempre encendida, la luz de un satélite que contamina la oscuridad. Tan constante como el tiempo. Era el nuevo latido cardíaco: el latido de la mente. Vivir, continuar. Estar presentes. La pena del cuerpo. La imposibilidad de distraerse.

Una ruptura es una distracción.

Busqué en internet: «acúfeno», «tinnitus». Darle un nombre me tranquilizaba, por más que esa sensación de tranquilidad fuera irritante. No quería un nombre común, un nombre simple; buscaba una palabra compleja, una de esas aglomeraciones semánticas propias de las lenguas nórdicas: elsonidoqueaparececuandotedespiertassolaporlamañanaynosabesnadadelosdíasquevendrán. O una palabra que fuera solo mía.

En el instituto, uno de mis compañeros se quitó la vida tirándose desde el balcón; mis amigos y yo experimentamos un duelo compartido. Nos lo impusimos a nosotros mismos. Nos reuníamos en un parque con una botella de vino para hablar de él, para recordarlo juntos. Cada vez que uno de nosotros lloraba, sus lágrimas nos parecían falsas, la apropiación de un recuerdo tan íntimo que parecía obsceno.

Acabamos detestándonos.

Una ruptura es un acto privado.

Descargué aplicaciones de ruido blanco. Había más variables que en el caso de los árboles. «El mar del Norte en Dinamarca», «Bosque lluvioso costero en Oregón», «Curso rápido de arroyo de montaña», «Crepitar del fuego en un bosque». Como si John Cage no lo hubiese hecho ya antes, pensé.

Llamé a mis amigos. Todos conocían a alguien a quien le había pasado lo mismo. Intentaba concentrarme en sus historias, convirtiéndolas en otro ruido blanco: «Flujo de palabras sabias al teléfono».

«¿Has probado la meditación?», me preguntaban, como si fuera un ungüento, una pomada de árnica que untar en el cerebro. El afecto de los remedios.

Me esforzaba por leer el libro que había llevado a la playa el día antes de que él se fuera de casa.

Le envié un mensaje: «Aún noto la arena entre los dientes».

Me respondió al cabo de más de una hora. Nunca había sido un adicto al teléfono. Ni tampoco a mí.

La espera fue puro sonido, sin pensamientos ni intenciones.

«No, mujer, ¿por qué pena?»

Me entró la risa, ni siquiera era capaz de explicarme.

Una ruptura es un malentendido. Un tropiezo en los automatismos. La arrogancia del autocorrector.

En el libro aparecía un sueño. Algo con delfines.

Soy más tolerante con las descripciones de los sueños que con las de las fotografías. Me parecen más honestas, porque casi siempre son malas, y no pasa nada si te las saltas. Me preguntaba si empezaría a soñar con el sonido para siempre. Si todo sería nuevo para mí. Los sueños, los despertares, follar con otro hombre, todo nuevo y envuelto en sonidos.

¿Reescribiría el futuro a partir del día de su aparición? La tercera semana después de la llegada del ruido. El tercer mes. El tercer año. Tal vez, incluso, las bolsas en el pasillo se desvanecerían, como un recuerdo.

Una ruptura es una sustitución de la memoria.

Los periódicos habían anunciado bochorno. La promesa de cada verano en Roma. Llegó el bochorno y fue casi una liberación. El sonido alteraba la realidad, pero existía otra, inmutable e igualmente omnipresente, una realidad hecha de calor. Ese año no habría fotos de turistas rubias en las fuentes, porque no habría turistas. Quizá la ciudad reescribiría también su futuro a partir de una aparición, de un sonido desierto.

Empecé a caminar bajo el bochorno. Quería concentrarme solo en el calor, colocarme de calor, desmayarme de calor. Pensé en el ardor de las perras en celo. Habría querido sentirme así.


El sonido me silbaba en la cabeza, ahora que lo que deseaba de verdad era un sonido humano, el zafio reclamo del macho, como prueba de ser el centro de un apetito cualquiera. Y en cambio, lo único que me ceñía era el sonido. Asfixiante, tranquilizador, como la relación que nunca había logrado tener, creyendo que no lo deseaba.

Una ruptura es un deseo no expresado.

Llegué a los alrededores del museo. Una amiga me había dicho que había empezado a trabajar allí.

¿Cuándo me lo dijo? ¿Hacía un año? ¿Hacía diez años? Ni siquiera sabía qué trabajo era. Le prometí que pasaría a verla, como si ella fuera la exposición.

Mi amiga no estaba y para ver la exposición había que reservar las entradas. El sonido me volvía dócil y suplicante. Me dejaron entrar como si fuera una niña perdida en las calles sin sombra. Dentro hacía fresco. El cuerpo se encogió dentro de la blusa empapada de sudor y se convirtió en el cuerpo de la niña a la que habían dejado entrar.

Luego, una carcajada invadió el espacio.

A veces, cuando él se reía por la calle o en un local, la gente se daba la vuelta. O en una cena con amigos, se convertía en el centro de interés. Se reía como lo hacen los actores no en las películas, sino en las entrevistas. había algo artificial en su risa pero también era rotunda. Con independencia de lo que le divirtiera, era una cuestión física, del diafragma o algo así. Mis conocimientos acerca del cuerpo humano no superan lo que sé sobre los árboles. Cuando le salía conmigo, siempre me parecía una infracción de nuestra intimidad, hacía que me sintiera incómoda.

No podía acostumbrarme a un fragor tan cristalino, a una ejecución siempre tan impecable.

Pero la carcajada dentro del museo era otra cosa.

Era una nueva fuente de sonido.

El sudor me había dejado una costra de frío sobre la piel. La risa llegaba como una ola desde un gran bloque en el centro de la sala, una astronave roja de forma irregular, aunque ¿en qué consiste una forma regular?

Las vigilantes del museo no parecían ya hacerle caso y yo no sabía qué clase de complicidad podía esperar de los demás visitantes. Era una parodia de una carcajada satánica, por más que todo intento de carcajada satánica lleve dentro de sí el germen de la parodia. Cuando los adultos quieren asustar a los niños, eligen deliberadamente ponerse en ridículo.

Seguía sintiéndome como una niña dentro del museo, arrullada por la risa grabada de un hombre del que no sabía nada y que no tenía la menor intención de hacerme daño. Probablemente llevaba ya bastante tiempo muerto. A los fantasmas no les gusta que los vean, pero puede que a algunos les resulte desagradable renunciar a su protagonismo, razón por la cual infestan las casas de herencias sonoras. La carcajada era la primera presencia desde la aparición del sonido que me hablaba. O, mejor dicho: era la primera presencia que hablaba no conmigo sino con el sonido, que se había convertido en la parte más relevante de mí.

La carcajada lo excitaba y lo amansaba, lo inflamaba y lo aplacaba, era como si saciara a la fiera, aunque solo fuera un pajarito en la cabeza. Se abatió contra mi cuerpo, dentro del cuerpo, lo hizo suyo.

Se apropió de los pensamientos, de las cascadas, del fragor del río, del silbido del viento, de las palabras de los amigos, del zumbido sideral, de Bach y de las flores de Bach. Y luego se apropió del sonido. Lo envolvió en un capullo y lo cubrió de baba.

Sonreí a una de las vigilantes del museo. No sabía qué señalar para hacérselo entender. Me acaricié el pelo.

En cuanto me alejaba de la astronave roja, el sonido volvía a picotearme con delicadeza el cerebro, el recuerdo de un viejo conocido. Todo lo que tenía que hacer era acercarme de nuevo a la fuente y la carcajada le echaba el lazo en su abrazo larvario.

En la sala principal había letreros colgados en las paredes. Ahora que el sonido estaba en el capullo, yo tenía la mente demasiado clara, demasiado limpia. Podía leer como si tuviera veinte años. Creía que extrañaba esa sensación, pero es posible que me equivocara.

«La vedette lee a Kafka», decía uno de los escritos.

Sí, de acuerdo, pero ¿qué? ¿Qué libro lee? Ahora necesitaba más información, tenía que llenarme de detalles inútiles, de detalles memorables, acordarme, por ejemplo, de qué libros de Kafka habían ido a parar a las bolsas de Ikea. De cuáles nunca había leído.

De cuáles había fingido haber leído. Las interminables citas de los diarios.

Otro letrero decía: «Convivir con las ausencias».

Ojalá, pensé. El problema es convivir con las presencias. Las ausencias van a lo suyo, no te piden nada.

Una ruptura es una presencia.

En otra pared, había fotografías de los viajes de una monja. Fotos de aficionado con colores saturados. Paisajes exóticos, todos iguales, panoramas increíbles y niños pobres con la mirada intensa de rigor. No entendía el sentido de la instalación, nunca me ha importado un pimiento lo que hacen las monjas y, mucho menos, una monja que viaja. Siempre he detestado viajar.

Era él quien lo organizaba todo y luego me arrastraba, como a una de esas bolsas que se había llevado. Yo no soportaba pronunciar mal las palabras y responder con una sonrisa fatua a los malentendidos. El aspecto fraudulento de los desconocidos me volvía desconfiada, me volvía peor que ellos. Robaba en los mercadillos de telas antes de que empezáramos a regatear. Siempre me despertaba demasiado tarde y él se marchaba de paseo sin esperarme.

Al volver a la habitación, con una anécdota cualquiera, me regañaba: ya me había perdido la mejor luz. Pero la luz, a decir verdad, era mi enemiga.

Llevaba siempre conmigo una larga cortina opaca para colocarla en la ventana. Normalmente ocupaba medio equipaje. Prefería renunciar a la ropa que al sueño.

En el suelo de la sala vi una mancha azul, o azulada, del color indefinido del mar, y tardé un rato en comprender que se trataba de otra obra. Me quedé mirándola porque necesitaba una forma para fijar la mirada y tratar de percibir el sonido. Seguía envuelto en su capullo, pero pude escuchar un leve gimoteo. Volví a la astronave para chutarme una dosis de carcajada. Conté el tiempo: una carcajada entera duraba doce segundos. Luego, un momento de silencio.

Después empezaba de nuevo.

Recibí un mensaje suyo: «¿Cómo estás? ¿Aún apenada?»

«No, era arena.»

«No te entiendo.»

Subí al primer piso del museo. Mantenía el sonido a raya. Con el lazo echado. Abrí una puerta y estalló una rave. Estaba sola en la sala. La primera vez que fui a una rave pensé que estaba dentro de un enorme partido de fútbol. Pasaba el balón y siempre volvía a mí. Me esforzaba por entender las nuevas reglas, pero me parecía, a fin de cuentas, que no me apañaba mal del todo. El chico que estaba conmigo asentía. ¿Estábamos en el mismo equipo? Comprendí que no había equipos. Me pasé horas recibiendo y lanzando balones. Nadie marcaba, pero todos aplaudíamos. Luego perdí de vista a mi acompañante, en esa fiesta y en la vida. Sin embargo, me siento como la madrina de su hijo, porque fue en esa rave donde lo concibió.

Desde la aparición del sonido, solo había escuchado música clásica. No era capaz de reconocer nada, ni siquiera lo básico, distinguir un Mozart de un Beethoven, y la ignorancia me sosegaba. Cuando entraba a un bar, las voces de los cantantes en los altavoces me resultaban extenuantes. Sentía, ahora, que mi cuerpo se rebelaba contra ese encierro acústico. Se atrevió con algún movimiento. Empezó a bailar tecno en la sala. 

Me sonó el móvil. Era él. No contesté. La música estaba demasiado alta.

«¿Hablamos un poco?», me escribió.

Cuando algo le daba vergüenza, decía «un poco».

Las paredes de la sala estaban tapizadas de fotografías. El papel pintado en blanco y negro se extendía desde el suelo hasta el techo. Eran los archivos del museo. Imágenes de obras empaquetadas. El subsuelo, que presionaba. Algún día, colgarían otras fotos encima de esas fotos. Otras obras sobre las obras.

Materia sobre materia.

La conservación del tiempo a través de los estratos.

Esa era la intención del artista. Un devenir constante hasta perder el origen. Aun sabiendo que está ahí.

Una ruptura es un palimpsesto.

Una niña tonta bailando en la sala de un museo.

Me pregunté si, una vez fuera del museo, el sonido volvería. Quizá, en determinado momento, lo olvidara. También me olvidaría de la carcajada. Estaría curada. Ese pensamiento hizo que me sintiera desesperada. Temía llenar los huecos de la estantería, que se materializara incluso una nueva fila de libros, aplastada contra la primera, la desaparición de los signos, la obra de Kafka, comprada otra vez en su totalidad. ¿Por qué ya no la tenía? Una nueva bolsa de viaje. O tal vez no, porque habría dejado de viajar. Quería que mi historia fuera como esa habitación. Una superposición eterna. Todo a la vista. Para siempre. Seguir encontrando arena entre los dientes después de treinta años.

Un visitante abrió la puerta.

—¿Puedo entrar?

—No he terminado.

Una ruptura es no terminar.



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