Ficción

Mi madre: un cuento temprano de Jamaica Kincaid

Con traducción de Inés Garland, La parte maldita publica el primer libro de Jamaica Kincaid, donde se reunen cuentos salidos originalmente en The New Yorker y The Paris Review entre 1978 y 1982.



Por Jamaica Kincaid. Traducción de Inés Garland.



Inmediatamente después de desearle la muerte a mi madre, vi el dolor que le causaba, me arrepentí y lloré tantas lágrimas que toda la tierra a mi alrededor quedó empapada. De pie frente a mi madre, le rogué que me perdonara, y se lo rogué con tanta sinceridad que se apiadó de mí, me besó la cara y me hizo apoyar la cabeza en su pecho para descansar. Me rodeó con los brazos, acercó más y más mi cabeza a su pecho, hasta que me ahogué. Me quedé apoyada en su pecho, sin aire, por un tiempo interminable, hasta que un día, por alguna razón que ella se guardó para sí misma, me sacó de ahí y me paró bajo un árbol y empecé a respirar otra vez. La miré con suspicacia y me dije a mí misma “ajá”. Instantáneamente desarrollé mis propios pechos, pequeños montículos primero, con un espacio pequeño y suave entre ellos, donde si alguna vez fuera necesario, podría descansar mi propia cabeza. Entre mi madre y yo ahora había lágrimas que yo había derramado, y junté unas piedras y las amontoné para formar un pequeño estanque. El agua en el estanque era espesa y negra y venenosa, solo invertebrados innombrables podían vivir allí. Mi madre y yo ahora nos vigilábamos, siempre atentas a regalarnos palabras y actos de amor y cariño.

Estaba sentada en la cama de mi madre tratando de mirarme bien mirada. Era una cama grande y estaba en medio de una habitación enorme y completamente oscura. La habitación estaba completamente oscura porque todas las ventanas habían sido selladas y todas las rendijas habían sido rellenadas con tela negra. Mi madre encendió algunas velas y la habitación se iluminó con un resplandor rosado y amarillo. Nuestras sombras, mucho más grandes que nosotras, nos acechaban. Nos quedamos sentadas, maravilladas, porque nuestras sombras habían dejado un espacio entre ellas, como si le hubieran estado haciendo lugar a alguien más. Nada llenaba el espacio entre ellas, y la sombra de mi madre suspiró. La sombra de mi madre bailó alrededor de la habitación al son de una melodía que mi propia sombra cantaba, y después se detuvieron. Todo el tiempo, nuestras sombras se habían vuelto densas y livianas, largas y cortas, habían caído en todos los ángulos posibles, como si hubieran estado controladas por la luz del día. De repente mi madre se levantó y sopló las velas y nuestras sombras se desvanecieron. Seguí sentada en la cama, tratando de mirarme bien mirada.

Mi madre se sacó la ropa y se untó minuciosamente con un aceite dorado, fabricado recientemente en una sartén con hígados de reptiles de gargantas abultadas. Le crecieron placas de escamas color metal en la espalda, y la luz, cuando colisionaba con esa superficie, se astillaba y colapsaba en puntos diminutos. Sus dientes se acomodaron ahora en hileras que llegaban bien atrás hasta su garganta larga y blanca. Se desenroscó el pelo y después se lo sacó completamente. Se tomó la cabeza entre las palmas alargadas, la aplastó de tal manera que sus ojos, que se habían encendido, estaban ahora encima de la cabeza y daban vueltas como dos bolas giratorias. Después, haciéndose dos líneas en las plantas de los pies, dividió sus pies en encrucijadas. Silenciosamente, me había dado instrucciones para que siguiera su ejemplo, y ahora yo también viajé avanzando sobre mi vientre blanco, sacando la lengua como una flecha en el aire caliente. “Mira”, dijo mi madre.

Mi madre y yo estábamos paradas en el lecho del océano lado a lado, mis brazos le enlazaban suavemente la cintura, mi cabeza descansaba con firmeza en su hombro, como si necesitara sostén. Para asegurarme de que creyera en mi fragilidad, yo suspiraba ocasionalmente, suspiros suaves y alargados, el tipo de suspiro que ella me había enseñado tiempo atrás que despertaban compasión. De hecho, me sentía en realidad invencible. Ya no era una niña, pero todavía no era una mujer. Mi piel se había oscurecido recientemente, se había cuarteado y se había caído y mi nueva caparazón impenetrable se había terminado de formar. Mi nariz se había achatado; mi pelo se enroscó y salía en todas direcciones a la vez; mis hileras de dientes con aparatos estaban en su lugar. Mi madre y yo hicimos un acuerdo sin palabras, yo soltaba mis hermosos suspiros, ella los recibía; yo me inclinaba más pesadamente para buscar su apoyo, ella ofrecía su hombro, que pronto creció hasta el tamaño de un grueso tablón. Pasó un tiempo largo, al final del cual había esperado ver a mi madre permanentemente cimentada al lecho del océano. Mi madre estiró el brazo para acariciarme la cabeza, un gesto pacificador, pero me reí y, con gran agilidad, me hice a un lado. Solté un rugido terrible, después un gemido lleno de lástima por mí misma. Había crecido, pero mi madre era más grande, y eso sería siempre así. Caminamos al Jardín de las Frutas y comimos hasta quedar totalmente saciadas. Nos fuimos por el portón del sudeste, dejando detrás nuestro, como siempre, pequeñas colonias de lombrices.


Con mi madre crucé, de mala gana, el valle. Vimos una oveja pastando y cuando oyó nuestros pasos se detuvo y levantó la cabeza para mirarnos. La oveja parecía enojada y triste. Le dije a mi madre, “La oveja está enojada y triste. Yo también lo estaría si tuviera que vivir en un clima inadecuado a mi naturaleza”. Mi madre y yo ahora entramos a una cueva. Era la cueva oscura y fría. Sentí que crecía algo bajo mis pies y me agaché a comerlo. Me quedé así por años, agachada comiendo lo que fuera que encontraba creciendo bajo mis pies. Eventualmente, desarrollé una lente especial que me permitía ver en la más oscura de las oscuridades; eventualmente, desarrollé un pelaje especial que me mantenía abrigada en los fríos más fríos. Un día vi a mi madre sentada en una roca. Dijo: “Qué expresión extraña tienes en la cara. Tan enojada, tan triste, como si vivieras en un clima inadecuado a tu naturaleza”. Riéndose, desapareció. Cavé un pozo muy, muy profundo. Construí una casa hermosa, una casa sin piso, sobre el pozo muy, muy profundo. Puse ventanas con celosías, las ventanas favoritas de mi madre, tan perfectas para mirar pasar a la gente sin ser vista. Pinté la casa de amarillo, las ventanas de verde, colores que sabía le hubieran agradado. Parada justo en la puerta, le pedí que examinara la casa. Dije: “Échale un vistazo. Dime si te satisface”. Riéndose con el costado de la boca que yo no podía ver, entró. Me quedé justo en la puerta, escuchando atentamente, esperaba oírla aterrizar con un golpe sordo en el fondo del pozo muy, muy profundo. En lugar de eso, caminó a un lado y a otro en todas direcciones, pisando el aire con los tacos. Salió para felicitarme, dijo, “Es una casa estupenda. Me sentiré honrada de vivir en ella”, y después desapareció. Rellené el pozo y quemé la casa hasta los cimientos.

Mi madre ha crecido hasta una altura inmensa. Yo también he crecido hasta una altura inmensa, pero la altura de mi madre es tres veces la mía. A veces no puedo verla de los pechos para arriba, de lo perdida que está en la atmósfera. Un día, al verla sentada en la orilla del mar, su mano hundida en las profundidades para acariciar el lomo a rayas de un pez que nadaba a través de un lugar donde se encontraban dos mares, enrojecí de indignación. Por un tiempo después viví sola en una isla donde había ocho lunas llenas y adorné la cara de cada luna con expresiones que había visto en la cara de mi madre. Todas las expresiones me preferían. Pronto me cansé de vivir así y volví al lado de mi madre. Me quedé, aunque roja de indignación, y mi madre y yo construimos casas en las orillas opuestas del estanque muerto. El estanque muerto estaba entre nosotras; solo pequeños invertebrados con finas lanzas vivían allí. Mi madre se comportaba con ellos como si se hubiera encontrado repentinamente en la misma habitación con parientes a los que habíamos superado hacía mucho tiempo. Yo amaba las presencias y les ponía nombres. Sin embargo, echaba de menos la presencia cercana de mi madre y lloraba por ella constantemente, pero al final de cada día cuando la veía volver a su casa, con una estela de grandes e increíbles hazañas, cada una de ellas cantando alabanzas a su paso, yo enrojecía cada vez más de indignación. Eventualmente, me cansé y me sumergí en un sueño muy muy profundo, el único sueño sin sueños que tuve jamás.

Un día, mi madre empacó mis cosas con eficiencia y, tomándome de la mano, caminó conmigo hasta el muelle, me subió a un barco, a cargo del capitán.

Mi madre, mientras me acariciaba la pera y las mejillas, me dijo algunas palabras de consuelo porque nunca antes nos habíamos separado. Me besó en la frente y se dio vuelta y se fue. Lloré tanto que mi pecho subía y bajaba, todo mi cuerpo se sacudía a la vista de su espalda, como si nunca antes me hubiera dado la espalda. Empecé a hacer planes para bajarme del barco, pero cuando vi que el barco estaba encerrado en una botella verde y grande, como lista para decorar un estante, me quedé dormida, hasta que llegué a mi destino, la nueva isla. Cuando el barco se detuvo, me bajé y vi una mujer con los pies iguales a los míos, especialmente el arco interno. Aunque la cara era totalmente diferente a la que yo estaba acostumbrada a ver, reconocí a esta mujer como mi madre. Nos saludamos al principio con mucha cautela y educación, pero mientras caminábamos, nuestros pasos se volvieron uno solo, y mientras hablábamos, nuestras voces se volvieron una sola voz, y estábamos completamente unidas en todos los otros aspectos. Qué paz me embargó entonces, porque no podía ver dónde terminaba ella y empezaba yo, o dónde terminaba yo y empezaba ella.

Mi madre y yo caminamos por las habitaciones de su casa. Cada ranura en el piso guarda un acontecimiento significativo: aquí, un hombre joven aparentemente sano cayó muerto; aquí una mujer joven desafió a su padre y, mientras pedaleaba al encuentro de su amante prohibido, se cayó por un precipicio y se quedó paralítica por el resto de su vida. A mi madre y a mí nos parece hermosa esta casa. Las habitaciones son espaciosas y vacías, abren una a la otra, esperan que personas y cosas las habiten. Las faldas de muselina blanca se inflan alrededor de nuestros tobillos, el pelo nos baja por la espalda y los brazos nos cuelgan a los lados del cuerpo. Entro perfecto en el hueco del brazo de mi madre, en la curva de su espalda, en la concavidad de su estómago. Comemos del mismo cuenco, tomamos de la misma taza; cuando dormimos, las cabezas descansan en la misma almohada. Cuando caminamos por las habitaciones, nos unimos y nos separamos; pronto entraremos en el estadio final de nuestra evolución.

Los pescadores están llegando del mar; su pesca es abundante, mi madre se ha ocupado de eso. Mientras las olas se montan unas sobre otras, los pescadores están felices de que el mar esté calmo. Mi madre me señala a los pescadores, la alegría de ellos es causa de mi alegría. Estoy sentada en la falda enorme de mi madre. A veces me siento en una alfombra que me hizo ella con su pelo. Los árboles de lima están cargados de limas, ya me perfumé con sus flores. Un picaflor ha hecho su nido en mi estómago, una señal de mi fertilidad. Mi madre y yo vivimos en una pérgola hecha de flores de pétalos imperecederos. Está el azul plateado del mar, cruzado por filosos dardos de luz, está la lluvia tibia que cae compacta en los arbustos de ricino, está el pequeño cordero brincando por la pastura, está el suelo blando acogiendo las plantas de mis pies rosados. Es así como mi madre y yo hemos vivido por mucho tiempo ahora.

Artículos relacionados

Los nombres del agua: un cuento de Kij Johnson

China Editora publica Al final de un río de abejas, conjunto de cuentos de la autora estadounidense, ganadora de los premios Hugo y Nebula, entre otros.

Brember: un cuento de Dylan Thomas

Con selección y traducción de Pablo Gianera, Edhasa publica cuentos y poemas selectos del escritor británico. Nos asomamos a una de sus piezas.

Presencia: un cuento de Verónica Raimo

La escritora italiana es la última invitada del año en la residencia MALBA. Compartimos un cuento de su libro La vida es breve, etcétera (Libros del Asteroide): una separación, un hueco en la biblioteca, un ruido extraño para siempre.

Me vienen palabras

Editorial Fiordo renueva su apuesta con la escritora estadounidense Amina Cain y su libro de cuentos Criatura, del que compartimos una de sus piezas.

El horla, un cuento de Guy de Maupassant

Uno de los grandes cuentos de la literatura universal, en su primera versión: Eterna Cadencia Editora publica Idilio y otros cuentos, con selección y traducción de Jorge Fondebrider, un completísimo abordaje del universo del gran escritor francés, discípulo de Fl…

Haber ganado el mundo entero: un cuento de Angélica Gorodischer

Tomado de Casta luna electrónica, otro de los títulos que Seix Barral rescata para la biblioteca Gorodischer.

×
Aceptar
×
Seguir comprando
Ver carrito
0 item(s) agregado tu carrito
×
MUTMA
Seguir comprando
Checkout
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar
×
Suscripción Eterna
Suscribite
Y recibí nuestro newsletter semanal con lo mejor del blog, todas las novedades y la agenda de la librería.
SUSCRIBIRSE