Ficción

Los nombres del agua: un cuento de Kij Johnson

China Editora publica Al final de un río de abejas, conjunto de cuentos de la autora estadounidense, ganadora de los premios Hugo y Nebula, entre otros.




Por Kij Johnson. Traducción de Martín Castagnet.




Hala está corriendo para llegar a clase cuando suena su teléfono. Se detiene para sacarlo del bolsillo y mira la pantalla: LLAMADA DESCONOCIDA. Vuelve a sonar. No atiende si no sabe de quién se trata, pero esta vez aprieta HABLAR, sin saber qué es lo que cambia, salvo que llega tarde a una clase que la atemoriza, y esta llamada retrasa el momento en que debe sentarse y sentirse agobiada.

―Hola ―dice.

Nadie responde. Solo se oye el ruido blanco que siempre hay de fondo en cualquier llamada de teléfono móvil. Podría ser el resultado de un fallo en el altavoz barato, pero probablemente sean microondas, aunque le gusta imaginar que es el susurro de las moléculas de aire a través de los miles de kilómetros que separan a dos personas hablando.

El siseo en su oído: camina por el hall del edificio de Ingeniería, una sala de techos altos abarrotada de estudiantes que sacuden el agua de sus camperas y paraguas mientras corren hacia las aulas. Algunos parecen tan abrumados como ella. Es casi entrada la época de finales y probablemente estén durmiendo igual de mal.

Más allá del ventanal cae la lluvia. Al otro lado del césped mojado, los coches pasan por la calle Loughlin. El agua brota de sus ruedas.

Sus estudios no van bien. Está en el tercer año de la carrera de Ingeniería, pero ahora recibirse parece un objetivo inalcanzable. La ciencia es bastante sencilla, pero las matemáticas han sido difíciles y se está perdiendo en los complicados laberintos de Variables Complejas. Piensa en dejar la materia y cambiar su especialidad a algo más sencillo, pero si no se convierte en ingeniera, ¿qué otra cosa hará?

―Soy Hala ―dice, con la voz más aguda―. ¿Quién es?

Es lo último que necesita ahora: un teléfono olvidado en una mochila, aplastado por un manual y marcado por accidente; o peor, el sentido del humor de alguien. Escucha la respiración, pero solo oye el siseo constante. No, no es del todo constante, o tal vez nunca lo ha escuchado con

tanta atención. El siseo cambia, se hace más fuerte o más suave como haría el tráfico, como si a alguien se le hubiera caído el teléfono en la vereda de una calle concurrida.

Se pregunta qué calle será, en el caso de que sea una calle; en qué parte de la ciudad está, qué autos, autobuses y bicicletas la recorren. O quizás sea otra ciudad, algún lugar lejano y fabuloso. Mumbai. Tokio. Wellington. Santiago. Los nombres son como amuletos que invocan lugares desconocidos, olores desconocidos, el sabor de nuevas comidas.

Ya es hora de la clase. Los estudiantes se agrupan en las puertas del aula y se abren paso. Debería unirse a ellos, buscar un asiento, encender su portátil, pero se resiste a dejar pasar este extraño momento por algo tan prosaico. Deja el bolso en el suelo y acerca el teléfono a la oreja.

El sonido en su oído fluye y refluye. No, no es una calle. El teléfono móvil es una caracola contra su oído, y ella sabe, con la lógica de los sueños o del agotamiento, que es agua lo que oye: el oleaje rompiendo sobre la playa, un océano quizás. Nadie habla ni respira por el teléfono porque es el agua misma la que le habla.

―El océano Pacífico ―dice en voz alta.

Es el océano más cercano, y el que mejor conoce. Se abate contra la costa a una hora de la universidad. Los fines de semana, cuando la universidad no era tan ardua, caminaba entre las plantas de hoja gruesa que crecían en los acantilados. Las olas se lanzaban contra las rocas y estallaban en rocío, y el aire sabía a sal y a ozono. Si miraba hacia el oeste durante el ocaso, el Pacífico parecía interminable, pero no lo era: diez mil kilómetros hasta la tierra más cercana; ciento cincuenta millones de kilómetros hasta el sol, que se escondía debajo del horizonte; y más allá, hasta la primera estrella, una distancia inmensa, pero mensurable.

A Hala le gusta la idea repentina de que si llamara al agua por su nombre correcto, respondería con algo mejor que ese siseo.

―El océano Atlántico ―dice. Se imagina aguas llenas de peces, con el lecho marino repleto de cangrejos sin ojos y cables de telecomunicaciones abandonados.

―El Ártico. El Océano Índico.

Las olas siguen en silencio. No son los nombres correctos.

Sigue con los nombres de los mares: el Mediterráneo, el Báltico, la Gran Mancha de Australia, los mares Rojo, Negro y Muerto. Hace un conjuro con el estruendo de los grandes barcos y el silencio de los corales y las anémonas.

Cuando no funcionan, pronuncia los nombres de los lagos que recuerda.

―Superior. Victoria. Titicaca.

Al fin y al cabo también tienen olas. El agua acaricia sus orillas, empujada por los vientos más que por la cara inconstante de la luna. Los pájaros salen al atardecer de los juncos en las marismas y vuelven al amanecer; las águilas se sostienen sobre las corrientes térmicas junto a los acantilados de basalto, mientras vigilan a los peces.

―El Gran Lago del Oso. Baikal. Malawi.

Los pasillos ahora está vacíos. Tal vez se equivoque en cuanto a la clase de agua, y por eso prueba con otras palabras. Arroyos, rápidos, riachos, riachuelos: agua convocada por la gravedad, persuadida o seducida o forzada de un lugar a otro. Un estuario. Charcas y estanques. Nieve y vapor.

―Cúmulos ―dice, y piensa en las nubes que se acumulan sobre Kansas en las tardes de verano―. Estratos. Altoestratos.

Tifones, trombas de agua. Hay tanta agua, tantas posibilidades, pero aunque supiera el nombre de cada gota de lluvia y cada palabra de cualquier idioma para referirse al hielo, tampoco serviría. No se trata de eso.

Recuerda el aguanieve que se acumula en el parabrisas de su auto cuando visita a sus padres en el invierno de Wisconsin. Un arroyo de cuando era niña, con pececitos que brillan bajo la superficie sin poder atraparlos nunca. El Mississippi, ancho como un lago a su paso por St. Louis; en agosto tiene el color del café con leche y huele a barro y a caño de escape. La escarcha que cubre una ventana centenaria con su forma de estrellas. Las bañeras llenas de burbujas azules con olor a lavanda. Son cosas reales, pero erróneas. No son nombres, sino recuerdos.

No es el agua del mundo, piensa. Quizá sea el agua de los sueños.

―Memoria ―dice Hala: un océano oculto del corazón―. Deseo, muerte, alegría.

El sonido en su oído cambia un poco, como si el viento en ese lugar lejano se hubiera hecho más fuerte o la marea hubiera cambiado, pero todavía no es suficiente.

―El vientre. El amor. La esperanza ―dice, y repite: “Esperanza, esperanza” hasta que la palabra pierde su sentido.

No es el agua de este mundo, piensa ella.

Esa es la verdad. Es agua en la orilla arenosa de un océano, pero es arena alienígena de otro mundo, imposiblemente distante. Es desconocido, incognoscible, un acertijo que nunca podrá responder, formulado en una lengua extranjera que nunca podrá escuchar.

También es una ilusión provocada por el agotamiento. Sabe que el sonido no es más que ruido blanco; lo supo desde el comienzo. Pero quería que significara algo, lo suficiente como para autoengañarse, porque justo ahora necesita un amuleto contra la sensación de que se está ahogando en las tareas de la universidad y en la incertidumbre sobre su futuro.

Las lágrimas le queman los ojos, una respuesta ridícula.

―Bien ―dice, como una niña herida―. Ni siquiera hay alguien del otro lado.

Pulsa FIN y el teléfono se queda en silencio, una cáscara de plástico muerto llena de circuitos, vacío.

Variables Complejas. Nunca entenderá la clase de hoy entrando diez minutos tarde. Se echa el bolso al hombro para salir del edificio. Se olvidó su paraguas, así que estará empapada antes de llegar al autobús. Se inclina hacia delante con la esperanza de que el pelo le proteja la cara y da un paso bajo la lluvia.

El autobús que acaba de perder atraviesa un charco y la salpicadura es una elegante forma compleja, una curva de Bézier de alto orden. La lluvia susurra en el césped, conversa en las cunetas y en los desagües.

Los océanos del corazón.

Encuentra el NÚMERO DESCONOCIDO en su historial de llamadas y aprieta HABLAR. El timbre suena una, dos veces. Alguien (algo) atiende.

―Hala ―le dice al siseo de las microondas cósmicas, al murmullo del espacio―. Tu nombre es Hala.

―Hala ―dice una voz muy alta y cercana. Es el eco no suprimido típico de las llamadas locales. Lo sabe bien. Pero también sabe que es real, la voz de un lugar inimaginablemente lejano, pero alcanzable. Es el futuro.

Aprobará Variables Complejas con una C+. Cambiará su especialización a Física y luego de recibirse se anotará en un posgrado para estudiar Astrofísica. Dentro de siete años, como parte de su tesis, escribirá el código de un programa que releve los datos del telescopio Webb, que habrá sido lanzado en 2014. Dentro de once años y seis meses, su equipo de cinco personas descubrirá las huellas del agua en la matriz de resultados de un planeta que gira alrededor de Beta Leonis, a cincuenta años luz de distancia: una estrella ignorada durante décadas. La presencia de filosilicatos indicará que el agua es líquida. Dieciocho meses después, sus resultados serán verificados.

Dentro de ciento cuarenta y seis años, los primeros hombres y mujeres se pararán bajo el brillante sol blanco de Beta Leonis, y llamarán “Hala” al océano.

Hala no lo sabe. Pero cierra el teléfono y corre de regreso hacia la clase.

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