Tres poemas de Silvio Mattoni
Poesía argentina contemporánea
Miércoles 25 de noviembre de 2020
Tomados de La buena suerte, novedad de Caleta Olivia Editora.
Por Silvio Mattoni.
Silvio Mattoni nació en Córdoba, Argentina, en 1969. Publicó entre otros libros de poesía: La canción de los héroes (2012), Avenida de Mayo (2012), Peluquería masculina (2013) y El gigante de tinta (2016). Los ensayos: Koré (2000), El cuenco de plata (2003), El presente (2008), Camino de agua (2013), Muerte, alma, naturaleza y yo (2014) y Música rota (2015). El diario: Campus (2014). Tradujo a Michaux, Bataille, Ponge, Duras, Diderot, Pavese, Luzi, Quignard, Bonnefoy, Artaud y Clément Rosset, entre otros.
La buena suerte es su último libro, publicado por Caleta Olivia, y de él tomamos los tres que siguen.
Padre e hija
Te espero en un café de paredes de vidrio
que transmiten el frío de una noche
demasiado invernal. No es cierto que lo hermoso
tenga que morir, a veces sólo crece
y se desenvuelve. Todavía no llegaste
a la cumbre orgullosa de tu cara
y a manejar la gracia de tu cuerpo.
Ahora estarás arriba ya explorando
las maneras de hablar que llevarás
de a poco hasta la forma femenina
que quieras ser. ¿En qué, hijita,
el tiempo te ha de convertir,
por cuántos días más, aquí y ahora,
seguirás callando los descubrimientos
de no ser nadie más, sólo vos,
tu fantasía del imperio del sol
y tu sensación de haber nacido
en el lugar, el cuerpo equivocado?
No es hora de cambiar, hablá en secreto
con el oído rentado de una mujer grande
que tiene la forma típica de nuestra raza:
inmigrantes que aspiran a todo, inclusive
idiomas, títulos, lujos imaginarios.
Calmate, como dice la canción,
tranquilizate. Tu único error está
en la extensión de la rampa que lleva
de la juventud a otra parte, que sube
y también baja. Hay muchas cosas
que tengo que saber: ¿cómo expresarte
mi afición a tu presencia, mi alegría
por tu existencia altiva? Y vos acaso
tengas que saber más, mucho más,
para eso están mis libros, el lado amable
del áspero intratable que parece ignorarte
o retarte en exceso. Encontrá a alguien,
aunque no ahora mismo, tal vez
cerca de los dieciocho, si querés, algún día
podés casarte. El cantante es un gato
y habla un idioma que conocés bien,
en el que llora tu voz y estremece el silencio
de mi cuerpo que tiembla al escucharte.
Mirame, soy un viejo, pero estoy
contento. Me vas a decir que querés
irte lejos, muy lejos, a las antípodas.
Yo también exploté, me vi llevado
a tu edad a las palabras, al exilio
de ser sólo yo. Pero quedate un poco
más, una década más, tus hermanas
mayores y tu hermanito, tus mascotas,
sobre todo tu madre no podrían estar
en calma sin vos. Y yo, mi vida
no tendría sentido sin tus ojos de gris
terciopelo y acero, sin tu marquita
de varicela en el nacimiento de la nariz
más perfecta posible. No creo que puedas
leer este poema hasta que llegue
también tu hora de decir: “Mirame,
soy grande, estoy contenta”. Y está bueno
el tema, se repite, mejora cuando habla
el chico que quiere irse. Vos dirías:
“todas las veces que lloré, guardé
las cosas que empezaba a saber, palabras
que no se pueden olvidar, que duelen
pero más duele ignorarlas. Si ustedes
tienen razón, me daría cuenta, son ellos
y ustedes así, no me conocen, nunca
antes les hablé, ahora tengo la opción:
sé que me tengo que ir”. Está bien, te diría,
andate alguna vez, pero no este año, no
en esta estación fría. Sentate un poco
a tocar en el piano una canción de chicas
que sufren al expresarse aunque suenen
con la agudeza de la vida futura.
Beatificación
Mirá el almohadón beige en el viejo sillón:
ahí durmió un animal, está la marca
de su cuerpo enroscado en un ovillo,
como un signo de pregunta que es más
que una cosa perdida, que una vida
que pasa o el rumor de la calle
a la noche. Hay que buscar el cuerpo
blanco, negro y león, está escondida
la gata que encontraron hace un año
mojada y huérfana. Alguien pudo decir
que pidió auxilio filosóficamente
o amparada en el imán de unas pupilas
que llaman a otras, que proclaman:
sí, hay lugar en el mundo para la piedad
inevitable. Aquella primavera
te había tirado, extraño ser, a su lluvia,
al hambre de la superpoblación
pero no era tan fácil simplemente morir.
Necesitaste un nombre y lo pensaste
para indicar tus vueltas de todas las mañanas
sobre un respaldo alto, una mesa ratona,
una alfombra que rasca la espuma de tu pelo.
¿Cuáles son los tres nombres de una gata?
Uno es que pudo no existir, otro es la risa
y el llanto de niñas conmovidas por cosas
que se encadenan, y el tercero consiste
en el brusco contraste entre piedad
y júbilo. Ahora podés escuchar
que estuviste desnutrida, cuatro meses
de intemperie, sin pensamientos, mirando
líneas verticales, grises, chisporroteos
en pantallas gigantes. Podés venir
sin interés a jugar con otros cuerpos
cálidos, movedizos. Y hasta se diría
que estuviste pensando todo el año
en tu nombre; alzaste la pata derecha
hacia una perrita blanca, un gato negro
que suspendían su quietud por vos
como tus tres colores niegan toda dialéctica:
“Y bueno, ¿qué hago acá? –dice–. Vivir
o sea poner mi nombre, en el olor
de una casa, el inefable o la fábula
donde ustedes me sienten debajo de sus voces
en la palabra ‘gato’ que los une
a mí, que escribo el aire con hilitos
de cobre, la imantación de todo lo que gira
en espirales, patas, cola, saltos,
torbellinos anadiomenos de crestas
y rompimientos, espuma, calor
y las erres felinas que deletrean las manos”.
Antes presentó el año su teatro
a la chica estudiosa que te puso
un nombre impropio. Pero vos no eras
un libro opaco de lo que se tira
directo al blanco de la muerte, a su lado
temblabas, pero estabas y en cada latido
rítmico te expresabas. Pasó casi
un mundo desde entonces, felino al borde
de no ser y ya reina del consuelo
para las lágrimas que siguen provocando
las representaciones disonantes.
Tres hermanas, amigas de los gatos perdidos,
enseñan que un eslogan puede ser un destino
y hasta un nombre, una sílaba soñada
en una siesta larga. ¿En qué estarás
pensando, recostada en tu mesa
y escuchando otra lluvia, de esta otra primavera?
No es posible que el brillo que en tus ojos me mira
no sea un pensamiento o una frase que dice
cuándo hablaron los gatos y una vez decidieron
dejar de ser salvajes, aunque esa decisión
no fuera ni una idea ni
algo definitivo.
El consejo moral
La tormenta dispuso un velo gris
sobre los árboles del campus. No
tengo nada que hacer salvo escaparme
de unas charlas despreocupadas que
deberían relajarme. Una prima
de mi esposa, que se le pareció
tal vez mucho en la risa, en las pecas,
en la forma del torso, ahora vino
de visita unas horas. Cada vez
que la veo reírse, como si fuera
una versión más ancha de la boca
que hace décadas beso, no consigo
sacar de mi cabeza una infidencia
sórdida. Y en paralelo crecen
mis fantasías de celar un cuerpo
que maduró conmigo. Ah, el amor,
como dijo un amigo, no debiera
ser una cuestión personal. La lluvia
se desató de nuevo en el cemento
de los baldosones, en el pasto vivo
de febrero. Ya es hora de volver
y decir unas frases, asistir sobre todo
a lo que dirás: “¡Qué extraño! ¡Qué raro!”,
para hablar de otro primo que hace diez
años que se esfumó y ya nadie sabe
si está vivo, está loco, si dejó
un hijo sin nombre en la Patagonia
y un cuerpo sin tumba en los trópicos
en donde se sumergió acaso para salir
de una manía o bañarse más en ella
o terminar de una vez con todo eso.
Lo conocí, era una especie de satélite
de los afectos familiares, nada
lo ataba demasiado. Cae agua y yo
tiro de la soga que siempre se anuda
y llegaré de nuevo al lugar donde escucho
un ritmo y una expectativa. Cuando
pare un poco el aguacero de afuera,
dejaré a dos poetas ingleses, a un francés
crítico, a un novelista italiano, estos
dos últimos sin leer, en la biblioteca
y habré cumplido un trámite. El poema
quizás fracase, pero la mano asiente
al movimiento de sus sensaciones
y mis ojos nublados en la lejanía
–presbicia que compensa la miopía–
se entregaron al goce de mirar las letras.
¿Y dónde están los otros, que no escriben,
que creen en fantasmas, que no saben
que este día de torrentes de agua
se parece a otras lluvias pero no
volverá nunca? El cerdo de la piara
epicúrea me susurra ahora que corte
minutos, frutas de estación, pero el consejo
moral vale más que el musical:
el loquito, el drogón, el nombre ausente
como árboles, pájaros, arbustos, mariposas,
se orientan al salvataje del momento
y las palabras siempre llegan tarde.