Tres poemas de Francisco Garamona
Poesía argentina contemporánea
Miércoles 20 de enero de 2021
Tomados de Para siempre (Iván Rosado).
Compartimos tres piezas de Para siempre (Iván Rosado), último libro del rosarino Francisco Garamona, poeta, librero, músico y editor en Mansalva, quien empezó a escribir a los quince años. "Ya era un fanático de la lectura", nos contó cuando lo entrevistamos hace unos años en su librería, La Internacional Argentina.
De Garamona también son libros como Voy a decirte algo en secreto, Un tesoro local, Odio la poesía objetivista, Hola (con Vivi Tellas), o los discos Las armas dulces y Los sentimientos.
La vieja lengua
Suena la vieja lengua,
la lengua de esos muchachos y muchachas
ahora que ya no puedo oírla más.
Suena la vieja lengua,
aquella de los chistes tontos y las frases,
la misma que contenía los rudimentos
de nuestro intenso aprendizaje.
Era el tiempo de las lilas,
de las violetas muriendo en nuestras manos...
Cuando todavía nos sentíamos juntos,
capaces de enfrentar cualquier destino.
Las lentas campanadas repartían la tarde,
y el atardecer prometía las premuras de la noche.
¿Qué pasó que ahora ya no puedo oírla más?
Era dulce y áspera. Era muy dulce, ¿pero qué decía?
Mi parte misteriosa
Mi padre volvía a casa por la noche.
Yo le decía: ¿Papá, sos vos?
Él estaba cansado, había viajado mucho.
Tenía la cabeza blanca como la de un fantasma.
Su cuerpo flotaba a unos centímetros del suelo,
y sus pies no se oían porque no caminaba,
pero sí se sentía cómo su ropa iba rozando los muebles.
Buscaba en el fondo de la casa unos cuadernos
con su letra manuscrita.
Unos cuadernos que yo había cubierto con dibujos.
Revolvía cajas llenas de cosas viejas.
Yo le gritaba: Papá, por favor, dejanos dormir.
En la cama unos junto a otros estábamos sus hijos.
Éramos tres o cuatro esqueletos blancos y brillantes, de niños.
Afuera hacía frío y el viento aullaba
una canción muy triste.
Recíproco
Una vez tuve una lapicera de la suerte,
la agarraba y ella se movía
en mi mano trazando
cantidad de frases sobre el papel.
La había encontrado tirada
en el cordón de una vereda
cuando volvía a mi casa.
Estaba ahí como esperándome.
La levanté del suelo
y la sostuve con mis manos.
Recién veía en una película
a un hombre que encontraba
una lapicera en la nieve
y me acordé de la mía.
Cuando después de un tiempo la perdí
pensé que no iba
a poder escribir más.
Yo tenía 17 años.