Tim Burton por Johnny Depp
Del nuevo libro de El cuenco de plata
Miércoles 05 de setiembre de 2018
"Nunca he visto a alguien tan inadaptado adaptarse tan bien. A su manera" dice el actor de Charlie y la fábrica de chocolate sobre su amigo cineasta en el prólogo a Burton por Burton (El cuenco de plata).
Por Johnny Depp.
Ha pasado mucho tiempo desde mi breve roce con el estrellato televisivo, o como sea que nos atrevamos a llamarlo. Pienso en esos años como la época de “todo o nada”: imaginen a un joven confundido que se precipitaba de forma temeraria a convertirse en flor de un día a la velocidad de la luz. O, desde una perspectiva más positiva, fue una educación a los golpes, con dividendos decentes a corto plazo. En cualquier caso, era aterrador cuando los así llamados actores televisivos no eran recibidos con mucho entusiasmo por el caprichoso rebaño de la industria cinematográfica. Por suerte, estaba más que resuelto a dejar atrás mi ascenso o descenso... podría decirse que desesperado. Las posibilidades eran casi nulas, hasta que directores como John Waters y Tim Burton tuvieron el suficiente valor y visión, y me dieron la oportunidad de intentar construir mi propia base a mi manera. En fin, no quiero apartarme del tema... todo esto ya se ha dicho antes.
Aquí estoy, inclinado sobre el teclado, aporreando esta destartalada y vieja computadora que no me entiende para nada ni yo a ella, sobre todo ahora que millones de pensamientos me dan vueltas en la cabeza con respecto a cómo proceder con algo tan personal como puede ser una actualización sobre la relación que mantengo con mi viejo amigo Tim. Es, a mi parecer, exactamente el mismo hombre sobre el que escribí hace casi once años, sólo que toda suerte de maravillas nos han colmado y transformado. Han causado cambios radicales en los hombres que éramos y en los hombres en que nos hemos convertido... o, por lo menos, los hombres que hemos demostrado ser. Sí, verán: Tim y yo somos padres. Qué increíble. ¿Quién hubiera pensado que nuestra progenie jugaría junta en hamacas o que compartiría autitos y monstruos de juguete... que posiblemente se contagiaran de varicela los unos a los otros? Es parte del viaje que jamás me hubiera imaginado.
Ver a Tim en el papel de papá orgulloso basta para provocarme un ataque de llanto irreprimible, porque, como ocurre con casi todo, está en los ojos. Los ojos de Tim siempre han brillado, de eso no cabe duda; siempre había algo luminoso en esos ojos afligidos, tristes y cansados. Pero hoy los ojos del viejo amigo Tim son rayos láser. Son ojos penetrantes, risueños y contentos, con toda la gravedad de antaño, pero con el brillo de la esperanza de un futuro espectacular. Antes no era así. Había un hombre que supuestamente lo tenía todo... o al menos eso parecía desde afuera. Pero también había algo incompleto y, de alguna manera, consumido por un espacio vacío. Es un lugar extraño en el que estar. Créanme... lo sé.
Mirar a Tim con su hijo, Billy, alegra la vista hasta más no poder. Hay un vínculo evidente que trasciende las palabras. Siento como si estuviera viendo a Tim reencontrarse con sí mismo de niño, listo para corregir los errores y volver a implementar los aciertos. Miro a un Tim que ha estado esperando para mudar la piel del hombre sin terminar que todos conocíamos y amábamos, y que hoy en día está renaciendo como la personificación más completa y radiante de la hilaridad total. Es una especie de milagro ser testigo de esto, y tengo el privilegio de estar cerca para presenciarlo. El hombre que ahora conozco como parte del trío formado por Tim, Helena y Billy es alguien nuevo y mejorado y completamente completo. En fin, basta por el momento. Mejor dejo los pañuelos y sigo, ¿no? ¡Adelante!
En agosto de 2003 estaba en Montreal, trabajando en una película llamada La ventana secreta, cuando recibí una llamada de Tim, que quería saber si podía viajar a Nueva York la semana siguiente para cenar y hablar de algo. No me mencionó nombres, títulos, historias, guiones... nada específico.Y, como siempre, le respondí que iría gustosamente, una transacción del tipo “nos vemos entonces”. Y así lo hice. Cuando llegué al restaurante, divisé a Tim, que estaba acurrucado en el rincón de un reservado, a media luz, haciendo durar una cerveza. Me senté, disfrutamos por primera vez del intercambio fantástico de “¿cómo está la familia?” y, luego, nos zambullimos de inmediato en el tema por tratar. Willy Wonka.
Me quedé estupefacto; al principio me asombraron las estrafalarias posibilidades que podía ofrecer una versión de Tim del clásico Charlie y la fábrica de chocolate de Roald Dahl, pero, en realidad, me dejó aún más pasmado que me preguntara si estaría interesado en interpretar el papel de Wonka. Como todos saben, para cualquier chico que creció en los setenta u ochenta, la primera versión cinematográfica, protagonizada por Gene Wilder (cuyo Wonka es brillante), era un acontecimiento anual. Así, el niño en mí se sentía embelesado por la idea de que fuera yo el elegido para el papel. Sin embargo, el “histrión” en mí entendía muy muy bien que todos los actores del planeta, junto con sus madres y los peces dorados de las iguanas de los primos terceros de los tíos de los hermanos de esas madres, se habrían molido a golpes –o, en el mejor de los casos, derribado de buena gana de un modo más civilizado–, clamando y muriéndose por la oportunidad que se me estaba presentando de la mano de una de las personas que más admiro. También estaba muy al tanto de la gran cantidad de batallas que Tim había tenido que librar durante años con numerosos estudios para lograr que yo participara en los films que habíamos hecho juntos, y me parecía sumamente lógico que fuera posible que esta vez tuviera que tirar la toalla. No podía creer mi suerte... todavía no puedo.
Creo que seguramente lo dejé terminar una oración y media antes de soltar las siguientes palabras: “Lo hago”. “Bueno”, dijo él, “piénsalo un poco y hablamos después...”. “No, no”, le respondí, “si me quieres a mí, allí estaré”. Terminamos de cenar con no pocos datos picantes e ideas graciosas sobre el personaje de Wonka y, desde luego, intercambiamos anécdotas sobre cambiar pañales, como suelen hacer los hombres adultos que también son padres. Nos adentramos en la noche con un apretón de manos y un abrazo, como suelen hacer los hombres adultos que también son amigos. Y entonces le di todos los DVD de The Wiggles, como seguramente no deberían hacer los hombres adultos, pero que igual hacen y niegan des- pués. Nos despedimos y volví de nuevo a mi trabajo diurno. Algunos meses más tarde, estaba en Londres, a punto de empezar a filmar.
Nuestras conversaciones iniciales acerca de Wonka habían sido incorporadas al guión y estábamos listos para jugar. La idea de aquel hombre solitario y el aislamiento extremo que se había impuesto a sí mismo –y las consecuencias que podía tener– era un patio de juegos colosal. Tim y yo habíamos explorado muchas regiones de nuestros propios pasados en relación con las distintas facetas de Wonka: dos hombres maduros consultándose seriamente y debatiendo los méritos del Capitán Canguro frente a los del señor Rogers, poniéndole pimienta a las cosas con una pizca de, por ejemplo, Wink Martindale o Chuck Woolery, dos de los mejores presentadores de programas de juegos que jamás han existido. Navegábamos por territorios que terminaban haciéndonos llorar de la risa, como amigos adolescentes del colegio. A veces hasta incursionábamos en el ámbito de los presentadores locales de programas para niños, que, en algunos casos, casi podrían definirse como mimos o payasos. Sorteamos algunas posibilidades engañosas y desechamos lo innecesario. Mis recuerdos del proceso son un regalo que siempre atesoraré.
La experiencia de grabar la película con Tim no pudo haber sido mejor. Sentía que nuestros cerebros estaban conectados por medio de un cable abrasadoramente caliente, capaz de generar chispas en cualquier instante. Hubo momentos, en algunas escenas, en los que de pronto nos encontrábamos a una altura precariamente elevada sobre un hilo increíblemente delgado, tratando de determinar hasta dónde llegaban los límites... lo cual sólo daba a luz a más nociones absurdas y risas.
Para mi sorpresa, mientras filmábamos Charlie y la fábrica de chocolate, Tim me invitó a interpretar otro papel en el largometraje que estaba realizando con la técnica de stop motion, El cadáver de la novia, en el que trabajaba simultáneamente. Cuando se asumen por separado, la magnitud, el alcance y el grado de compromiso de estos proyectos bastarían para tumbar un caballo. Tim se deslizaba sin ningún esfuerzo entre uno y otro. Es una fuerza imparable. No fueron pocos los momentos en que sencillamente no podía comprender esa energía inagotable y casi perversa.
En resumen, trabajamos mucho y lo pasamos en grande. Nos reímos como niños locos de todo y de nada, que siempre es de algo. Imitamos desvergonzadamente a algunos de nues- tros artistas favoritos del pasado, como los brillantes Charles Nelson Reilly, Georgie Jessel, Charlie Callas, Sammy Davis Jr. (siempre) y Schlitzie (del film de Tod Browning, Fenómenos), entre otros. La lista podría seguir y seguir hasta el infinito, pero los nombres se irían volviendo cada vez más oscuros y nuestros lectores se descarrilarían. Nos metíamos de lleno en profundas conversaciones filosóficas sobre si los invitados de The Dean Martin Celebrity Roast se encontraban juntos cuando se grababa el programa... y terminamos preocupándonos muchísimo de que no fuera así.
Su conocimiento del cine es asombroso: va mucho más allá de lo poco conocido. Es francamente terrorífico. Por ejemplo, estábamos charlando un día en el trabajo y mencioné por casualidad que a mi chica, Vanessa, le encanta el cine catástrofe, preferentemente el malo. De inmediato, la cháchara de Tim se volvió increíblemente animada; sus manos se movían y zigzagueaban de forma peligrosa por el aire. Recitó de un tirón una lista de títulos de los que nunca había oído hablar. Elegimos un par de maravillas que Tim rastreó de su biblioteca personal para nosotros... películas como El enjambre y Al filo del tiempo. Y después, por las dudas, siempre llega con algo un poco más reconfortante, como Los monstruos invaden la Tierra o El pueblo de los malditos. La cuestión es que no se ha cansado, en ningún sentido, de su relación con el cine. No está harto ni aburrido del proceso. Cada excursión es igual de emocionante que la primera.
En mi caso, trabajar con Tim es como volver a casa. Es una casa hecha de riesgos, pero en esos riesgos hay consuelo. Un gran consuelo. No hay redes de seguridad para nadie, pero así es como nos criaron en este hogar. Se tiene que depender sencillamente de la confianza, que es la clave de todo. Sé bien que Tim confía en mí, lo cual es una bendición extraordinaria, pero eso no quiere decir que no me paralice siempre el miedo a defraudarlo. De hecho, es en eso en lo que más pienso cuando me acerco a un personaje. Los únicos elementos que me mantienen cuerdo son mi conocimiento de su confianza, mi amor por él, y mi confianza profunda y eterna en él, que coincide con mi enorme deseo de no decepcionarlo nunca.
¿Qué más puedo decir sobre Tim? Es mi hermano, mi amigo, el padre de mi ahijado. Es una persona única y valiente, alguien por quien iría al fin del mundo. Y sé perfectamente que él haría lo mismo por mí.
Listo... lo dije.