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Soledad Barruti: “La industria alimenticia es muy perversa”

La autora de Malcomidos y Mala leche (Siglo XXI) participó del ciclo de entrevistas del Club Eterno, junto a Nacho Damiano.  

Por Nacho Damiano


“Somos cuerpos que comemos cuerpos, pero olvidamos que también seremos comidos por cuerpos”, dijo Soledad Barruti, autora de Malcomidos y Mala leche (Siglo XXI) en su paso por el ciclo de entrevista del Club Eterno.  

En la charla reflexionó sobre el universo de la industria alimenticia: ¿Cómo se produce lo que comemos todos los días? ¿Por qué se corrió del eje la calidad nutritiva de los alimentos para centrarnos en la eficiencia de la maquinaria? ¿Cuánto falta para que el sistema colapse?  


 

En Malcomidos hablas de la forma en la que tu abuela cocinaba el pollo (sobre todo de dónde lo sacaba) y terminás describiendo una crisis civilizatoria en la que reunís los testimonios de antropólogos, sociólogos, activistas, militantes, biólogos. ¿Dónde nace la idea? ¿Estabas preocupada por lo que estabas comiendo, por la forma de producir alimentos a gran escala, por cuestiones socioambientales?  

Es difícil pensar dónde nace la idea de un libro, tanto en el caso de Malcomidos y de Mala leche como del que estoy escribiendo ahora, no es que me siento a “escribir un libro”. Empiezo con una investigación, una búsqueda y en un momento me doy cuenta de que hay algo para profundizar, un problema o una idea en la que me quiero quedar más tiempo. En el caso concreto de Malcomidos el disparador tuvo que ver con una acumulación de sensibilidad y de situaciones que se instalan sobre cosas muy cotidianas sobre las que de repente se ilumina el horror. Cuando era chica amaba los caballos, tenía un vínculo muy fuerte, me pasaba todos los días con ellos. Por este amor que yo sentía, me compraban una revista sobre caballos, y un día en esa revista sale un artículo que decía que en Argentina se iban a permitir los mataderos de caballos. Yo tendría unos doce años y me horroricé, al punto que escribí una carta a la revista, la mandé y la publicaron. Siempre pensé que ese acontecimiento marcó un rumbo, no solamente de interés mío sino de la posibilidad de escucha y de comunicación. Después fui profundizando en otras búsquedas y empecé a militar en Greenpeace. Salía de la escuela y me iba a pegar estampillas durante horas en un sótano con mal olor para salvar a los osos polares. Ojalá alguno se haya salvado gracias a eso (risas). Ahora, para volver a Malcomidos concretamente, la comida se me fue volviendo una intriga, una curiosidad. Recuerdo a mi abuela frente al pollo diciendo “este pollo se corta solo” cuando antes necesitaba unas tijeras especiales para trozarlo, ¿por qué pasaba eso? Y ahí empezar a buscar información, que no estaba tan accesible porque mucha venía de afuera: en esa época se empezaron a producir libros y material periodístico muy interesante, investigaciones muy rigurosas sobre cómo se había consolidado la industria alimentaria que me permitía entender cosas más complejas: el capitalismo y la injusticia social que devienen en las cosas horrendas que comemos y que destruyen la tierra. Todo eso desembocó en las ganas de hacer una buena investigación desde Argentina, que en ese momento no había.  

¿O sea que tiene más que ver con la empatía con el mundo animal que con el interés en la industria alimentaria en sí? 

Te diría que con el mundo en general, no solo el animal. ¿Qué estamos haciendo? ¿Por qué se hace de esta manera?  A la vez, fui descubriendo que había gente que hacía un laburo muy interesante, por ejemplo, Darío Aranda de Página 12, que hacía buen periodismo (no muy común en nuestro país), visitaba los lugares, salía del escritorio, iba a ver qué estaba pasando. Y en esa investigación iba acumulando situaciones terroríficas que mostraban algo insostenible, ¿qué son estos pueblos fumigados? ¿Por qué se permiten situaciones tan brutales? Era todo muy violento, medio Chernobyl, recuerdo imágenes tremendas. Entonces ahí se empieza a formar un mapa que tenía piezas que a mí me faltaban y que me interesaba ir a buscar. 

Se habla mucho del calentamiento global, de la implosión del modelo extractivista, de un límite al que estamos llegando en la forma de producir alimentos y de relacionarnos con la naturaleza, ¿pero llegamos a dimensionar lo que sucede? 

Está siendo, está sucediendo ahora. Lo que pasa es que nos cuesta mucho ver la realidad, entender que estamos viviendo lo que se llama una “policrisis”, en la que el sistema alimentario tiene mucho que ver. Hay un agotamiento de la estabilidad de los ciclos y de los ecosistemas, de todo lo que hace que nuestra vida tal como la conocemos pueda seguir funcionando. El “cambio climático” tiene ese nombre tan áspero, tan científico, tan distante que parecería que no tiene implicancias en la vida diaria. Vivimos en una sociedad muy cínica, en seguida hacemos memes, pero todos los años tu cerebro recibe una cucharada de micro plásticos y tu estómago una tarjeta de crédito. No sabemos qué pasa con eso, muchísimo menos qué va a pasar con el paso del tiempo, estamos siendo producto de un ensayo colectivo que ni siquiera tiene detrás a un gran actor o a un cuerpo de actores que van a ser responsables, es el sistema entero que está completamente enajenado. Cuando investigás un poco a estas grandes empresas que producen alimentos o cualquier otra cosa (megaminería por ejemplo), son tan grandes, tan monstruosas, que están compuestas de corporaciones que hacen cada una su parte y no tienen mucha idea qué hacen las otras, mucho menos hacerse responsables. En un alimento casi no se puede perseguir ese circuito, para un yogurt, por ejemplo, una empresa hace solo el perfume que engaña a tu cerebro para que piense que está comiendo una frutilla, otra hace los edulcorantes, otra el frasco que después inunda el planeta de plástico. Entonces, hasta llegar a la vaca tenés que pasar por un montón de empresas multinacionales que se dedican a partes específicas del ensamblado que deviene en ese ultraprocesado que inocentemente, confiando en la publicidad que lo decora, le das a tu hijo creyendo que lo va a ayudar a crecer mejor. Esta cadena se puede trackear en casi cualquier producto del supermercado. 

¿Es posible que antes hubiera más variedad de alimentos y ahora hay cien versiones de tres productos? ¿Por qué se da ese fenómeno? 

Porque es el sistema de producción en escala que exige el capitalismo: producir lo máximo posible de una sola cosa en el menor tiempo posible, en el menor espacio físico posible. Entonces te agregan la “novedad sensorial” (nuevos sabores, nuevas variedades), que no son novedades reales, solo porque nuestro cerebro reacciona al estímulo de la novedad. Entonces nos van engañando, pero básicamente son combinaciones químicas de aditivos (colores, sabores, texturas) que se van mezclando para fabricar el alimento y dicen “acá hay un jugo nuevo” y suman una variedad a la góndola, pero el producto es 99% igual que el viejo. No hay ningún interés en trabajar en la búsqueda de una variedad nutricional que satisfaga las necesidades básicas de un cuerpo sano, ellos necesitan vender y esa es una forma muy barata de vender. La industria usa insumos que vos no podrías comprar, que no están en ninguna alacena hogareña, pero que son muy baratos y se usan en ínfimas cantidades. Por ejemplo, el 0,01% es colorante y otro 0,01% es saborizante, pero esa parte ínfima del producto es lo que hace que funcione porque detona en tu cabeza y en tu paladar y te hace aceptable (incluso deseable) un producto que de otro modo no habrías aceptado comer. Además, de a poco van creando la construcción de un paladar, de una expectativa sensorial que no tiene competencia con un alimento real. El problema más grande de los ultraprocesados es que son combinaciones perfectas que despiertan en el cerebro un sistema de expectativas y recompensas inmediatas, que son imposibles de conseguir de otra forma, es como el sexo y el porno. No hay forma de acceder a eso que no sea mediante ese artefacto que dispara esas sensaciones, entonces hay un enorme compendio de industrias dedicadas a crear estímulos cada vez más fuertes y que peguen a edades cada vez más tempranas: “mi primer yogurt”, “mi primer juguito”. Yo tengo dos hijos que se llevan 15 años de diferencia, la cantidad de cosas que fueron creadas en ese plazo como elementos de “primera necesidad” es realmente impresionante. Y no solo pasa con los alimentos para chicos, la góndola de la leche parece la góndola de champú ahora, hasta en los colores. Le tiran un poco más de calcio y la venden como “para la tercera edad”. Y eso es la consecuencia de otra idea espantosa, tremenda, de este sistema, que es que todo puede mejorar, desarrollarse, evolucionar. La idea de la sofisticación, del progreso, de la tecnología aplicada, idea que nuestra biología discute. Tenemos los mejores alimentos para nuestra especie, no hay que inventar nada nuevo: la leche humana no es mejorable. Nestlé, una de las corporaciones más grandes del mundo, surge convenciendo a la gente de que hay un producto mejor que la leche humana, lo que no solo es mentira, sino que en el proceso mataron y enfermaron a millones de personas, pero como pasó en África no le importó a nadie. Esos informes existen, están disponibles. Es una industria muy perversa, tratan de convencerte de que no consumas un alimento democrático, igualitario y gratuito como la leche humana para que lo reemplaces con otro de inferior calidad, carísimo y difícil de manipular. A eso sumale la enorme inversión publicitaria que se hace para que estos productos penetren en la sociedad. 

La última: como estamos en una librería, siempre cerramos pidiendo alguna recomendación de qué leer para quien quiera seguir investigando el tema.  

Metamorfosis de Emanuele Coccia, lo publicó Cactus. Es cortito como todo lo que escribe él, es espectacular. También me gusta mucho El dilema del omnívoro de Michael Pollan. Por otro lado, me gustan los libros que profundizan las miradas posibles, por ejemplo, Relacionalidad, de Tinta limón, que habla sobre las relaciones posibles y del futuro: parte de la idea de que somos criaturas narrativas que olvidamos que somos criaturas narrativas porque vivimos bajo la idea de la escasez de la supremacía humana y blanca, y que esa narrativa nos impide ver otras formas posibles de relacionarnos entre nosotros y con el entorno. Dos más: Reencantar el mundo de Silvia Federicci y Devenir animal que lo editó Sigilo. Y el último: La muerte de la naturaleza de Carolyn Merchant.

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