Club Eterno

Leo Oyola: “La escritura se me instaló, no puedo parar”

El autor de Kriptonita visitó la librería para participar del Club Eterno con una entrevista en vivo. 



Por Anne-Sophie Vignolles


 

En el marco del ciclo De Cháchara 2025, recibimos a Leo Oyola, autor de Chamamé y Kriptonita, quien repasó su infancia en La Matanza, la huella de su maestro Alberto Laiseca, la música como motor narrativo, el descubrimiento de la poesía en pandemia y la necesidad de poner el cuerpo a la hora de contar historias. 

Oyola habla con la cadencia de quien narra y baila al mismo tiempo. El conurbano, la música, el cine, las leyendas familiares, todo aparece mezclado en su relato. No hay solemnidad, hay vitalidad: frases que se cruzan, referencias que se encadenan y una pulsión de escritura que, como él mismo admite, no se detiene. 


 

Naciste en La Matanza. ¿Cómo fue crecer ahí? 

Mis viejos fueron muy amorosos. El barrio se iba haciendo: los fines de semana se levantaban paredes entre todos y en la casa que ya tenía contrapiso se bailaba. Para mí siempre estuvo presente el baile. Lo que no tuve fue fútbol: tengo dos pies izquierdos, y me dolía. Pero con el baile estaba feliz.  

La infancia también estuvo marcada por historias orales: leyendas paraguayas del lado materno, anécdotas tucumanas del paterno. “A los nueve años vi cómo le disparaban a alguien. Por eso no le tuve miedo a Drácula: un vecino enojado era mucho más real”. 

¿Cuándo sentiste que eras escritor? 

No hubo un momento exacto. Pero cuando me llevaron a España y tuve que hacer el pasaporte, en "profesión" puse escritor. Y me acuerdo de dos empleadas que comentaron entre ellas: "Mirá, un escritor". Ahí me cayó la ficha.  

Ese camino había empezado tras la crisis de 2001. Un amigo lo llevó al taller de Alberto Laiseca. “Fue como encontrar un padre. Con él escribí mis tres primeras novelas y más de cincuenta relatos. Nos transmitió respeto y humildad por el oficio. Y nos enseñó que lo más importante era terminar lo que empezábamos”.  

La música atraviesa toda tu obra. ¿Qué lugar ocupa en tu escritura? 

Siempre pensé las canciones como pequeños guiones en tres actos: estrofa, estribillo, cierre. Y aprendí a no ser pretencioso: si Gilda o Poison me conmovieron, eso es lo que tenía que poner. Desde Chamamé cada índice forma la letra de una canción. Es cábala y riesgo a la vez: me obliga a estar atento a la escritura.  

Sus libros son reconocibles por ese pulso: Kriptonita se convirtió en película y cómic; Chamamé espera todavía su adaptación cinematográfica. Más recientemente, Oyola trabaja como guionista: “Pasé de la soledad absoluta de la novela a escribir online con productores y colegas. Es otro idioma, hay que aprenderlo”.  

Durante la pandemia irrumpió la poesía. ¿Cómo fue ese salto? 

Fue como en 2001: el encierro obligaba a pensar qué hacer con el tiempo. Siempre había leído poesía, pero no me animaba a escribir. Empecé un taller con Oscar Fariña, severo y necesario. Así nacieron poemas largos, narrativos, como Mr. Majestic, inspirado en un vecino idéntico a Charles Bronson. Después vinieron Delon, Úrsula Andress, Toshiro Mifune. Todavía me falta tomar mucha sopa, pero el poema me abre otra respiración. 

La oralidad, que viene de la infancia y de los talleres, sigue presente en las lecturas públicas: “Lo aprendí de Laiseca. Una persona toma el subte y va a escucharte: mínimo tenés que leer bien, ponerle el cuerpo. Escribir y leer en voz alta son lo mismo: un modo de respeto hacia los demás”.  

En el tramo final, el ping pong de preguntas deja huellas íntimas: el olor de la infancia son mandarinas; el primer recuerdo como lector, una revista de Jackie; la palabra favorita, “piropo”; la emoción más difícil de narrar, la muerte de los padres. 

¿Qué consejo darías a quienes quieren empezar a escribir? 

El consejo es el mismo que nos daba Laiseca: hay que leer más que escribir. La escritura te alcanza, pero solo si la lectura te acompaña. 

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