Club Eterno

Santiago Loza: “Uno siempre ronda las mismas zonas”

El Club Eterno recibió al dramaturgo, cineasta y narrador, autor de libros como Archivo madre, para una entrevista en vivo.



Por Anne-Sophie Vignolles.



El ciclo De Cháchara, que organizamos desde el Club Eterno en la librería Eterna Cadencia, recibió a Santiago Loza para conversar sobre el métier de la escritura. Hablamos de sus libros, de la maternidad como tema, del humor, del cuerpo, de la fe y de esa escritura que —como confiesa— “se hace de impulsos y descargas eléctricas”. Su tono es inconfundible: una voz que ronda siempre las mismas zonas —la fe, el deseo, la fragilidad— y las vuelve distintas.

Nació en Córdoba, pero hace más de treinta años que vive en Buenos Aires. Dramaturgo, cineasta y narrador, Santiago Loza es autor de obras que cruzan lo íntimo, lo poético y lo popular. Sus piezas teatrales —como La mujer puerca o Nada del amor me produce envidia— se representan en varios países; sus películas fueron premiadas en festivales internacionales, entre ellos Cannes. En 2025 publicó Archivo madre (Vinilo), un libro ilustrado por Julia Barata que hilvana memoria, duelo y humor con una precisión artesanal.



Hay una frase tuya que parece recorrer toda tu obra: “Uno siempre ronda las mismas zonas”. ¿Cuáles son las tuyas?

Creo que hay recurrencias inevitables. En Archivo madre me di cuenta de que había hablado muchas veces de la maternidad o de ser hijo, pero nunca directamente de mi madre real. Me costó mucho escribir sobre ella. En el taller de Laura Wittner fui armando ese archivo fragmentado que terminó siendo el libro. Una amiga me dijo: “Vos no hiciste otra cosa que escribir sobre tu madre toda tu vida”. Tenía razón.

En este libro las ilustraciones de Júlia Barata parecen dialogar con el texto. ¿Cómo fue ese proceso?

Al principio no entendía qué iba a ilustrar ni cómo se podía dibujar a mi madre. Júlia me empezó a mandar bocetos y esos dibujos se volvieron disparadores. A veces ella mandaba un dibujo y yo escribía a partir de eso. El texto naufragaba y los dibujos eran una especie de sostén. Fue un trabajo muy amoroso, casi una correspondencia.

Trabajás en cine, teatro, narrativa, poesía. ¿Cómo decidís el formato de un proyecto?

No siempre lo decido. Algunos textos se van volviendo otra cosa. Pero suelo necesitar un marco, un proyecto. Soy bastante perezoso, entonces me doy tareas: comprometerme con actrices o actores, con una estructura. Eso me ordena. Trabajo siempre con varios “archivos” a la vez; algunos se frustran, otros encuentran forma.

¿Qué diferencia hay entre escribir un guion y escribir “literatura”?

El guion es una escritura planificada que después será triturada por otras escrituras: la edición, el rodaje. Es una escritura en tránsito, colectiva. En cambio, la literatura tiene algo más solitario, una pelea con el lenguaje. Y aunque a veces dudo de cuánto hay de “literario” en lo que hago, me interesa esa dimensión que puede ser leída fuera de la escena.

En tus obras hay humor, pero también dolor. ¿Qué lugar ocupa el humor en tu escritura?

El humor me permite tomar distancia. No me propongo ser gracioso, pero termino siéndolo. Me gusta cuando en el teatro el público pasa de la risa al silencio. Esa transición es muy intensa. Tengo un humor medio tristón, que me salva. Y sí, puede que haya algo del “gen cordobés”, ese modo de narrar, de exagerar un poco y de hacer de las tragedias un cuento.

Tu infancia cordobesa, la religión, el no pertenecer: todo eso parece seguir ahí.

Totalmente. Tengo orgullo de ser del interior, me gusta esa palabra. Ser periférico te da otra mirada, una distancia. Y la religión... bueno, mi salida del clóset coincidió con decirle a mi familia que ya no era creyente. Fue durísimo. Pero todo ese imaginario quedó dentro mío: la fe, el ritual, lo teatral. Siempre digo que la misa es la primera gran performance drag: esos hombres vestidos de oro, ese pacto de creer en algo que sabemos ficticio. El teatro tiene mucho de eso.

Decís que la escritura es una necesidad. ¿Cómo trabajás? ¿Tenés rituales?

Leo antes de escribir, siempre. No tengo horarios fijos: escribo cuando es inevitable. Y creo mucho en esa “poesía que hay antes de la poesía”, como decía Juan L. Ortiz. Hay una fermentación previa, una escritura que existe antes del texto. A veces los libros se escriben durante años sin que uno lo sepa. Y después llega el momento de poner el cuerpo.

¿Y qué papel tienen los talleres y los vínculos en tu proceso?

Son mi segunda patria. No tengo una patria geográfica, tengo una patria afectiva. Esas redes —las amistades, los talleres, los editores— son las que sostienen mi escritura. No escribo tan solo: me leen, me corrigen, me acompañan. Escribir, para mí, es siempre un diálogo.


Ping pong final

Un olor: la peperina de las sierras.

Un sabor: la granadina, horrible, de los cumpleaños infantiles.

Un libro al que volvés: “Nada personal”, de James Baldwin, y “El amante”, de Marguerite Duras.

Una palabra favorita: soledad.

Un miedo: la muerte.

Una felicidad reciente: la risa en casa, con quien convivo.

Un consejo para escribir: insistir sobre el texto, volver, corregir, dejar algo pendiente para el día siguiente.

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