Club Eterno

Ricardo Romero: “Nos cuesta cada vez más escuchar discursos distintos al nuestro”

El escritor y profesor participó de una entrevista en vivo como parte del ciclo “Teoría de conjuntos” del Club Eterno.


Por Nacho Damiano.



Como parte del ciclo “Teoría de conjuntos”, en el marco del Club Eterno hablamos con Ricardo Romero (escritor, editor, profesor de escritura en la Universidad Nacional de las Artes) acerca de su publicación más reciente: El libro de los sesgos (Godot).

Algunos de los interrogantes que le planteamos fueron: ¿De dónde salen nuestras creencias? ¿Por qué nos cuesta tanto cambiar de opinión? ¿Cuáles son los beneficios -y los riesgos- de sostener estas convicciones previas que definen la forma en la que nos comportamos?


Tenemos creencias y convicciones que el mundo constantemente se encarga de poner en jaque. ¿De dónde salen esas creencias, por qué partimos de certezas iniciales?

Lo más probable es que no haya una sola causa. Somos un entramado de muchas culturas que dialogan entre sí y se mezclan adentro nuestro: la familiar, la del barrio, la del club, la de la universidad, la de los amigos, la del país. De a poco van conformando una primera versión de lo que creemos que somos, y esa versión entra en discusión todo el tiempo con la cotidianeidad, con el roce con el mundo. En Stalker, la película de Tarkovski, hay una frase que me gusta mucho: “el alma es lo que sale del roce con el mundo”. Nuestra conciencia se crea en ese roce constante. Lo que más me interesa es lo que ocurre cuando ese contacto nos descoloca, ahí aparece lo que llamamos disonancia cognitiva, esa incomodidad que surge cuando el mundo contradice lo que creíamos cierto. Y en lugar de aceptar la crisis y tratar de entenderla, lo que solemos hacer es acomodar el relato para que nada cambie demasiado. Preferimos ajustar la realidad a nuestras ideas antes que revisar las ideas.

En una parte del libro decís que la disonancia cognitiva es la madre de todos los sesgos.

Sí, porque todas las demás parten de ahí. En el fondo, todos los sesgos funcionan como estrategias para mantener la coherencia de nuestro relato interno (¿quiénes somos?, ¿qué hacemos?, ¿por qué hacemos lo que hacemos?). Nos importa más que ese relato sea coherente a que sea verdadero. Pero además, a mí me interesa pensarlo en términos narrativos: cada uno vive dentro de un relato que está en constante reescritura, que no es estático, pero sí tiene un impulso muy fuerte hacia la consistencia, hacia la defensa de una historia que cierre, aunque sea falsa. Por eso, cuando aparece algo que contradice lo que pensamos, lo filtramos automáticamente. Funcionamos como algoritmos: prestamos atención a lo que confirma lo que ya creemos, por eso creemos que el mundo es como lo vemos, y cuando algo lo desmiente, no lo entendemos, nos desconcierta. Y lo peor es que ya no sabemos convivir con esa incomodidad, nos cuesta cada vez más escuchar discursos distintos al nuestro.

Claro, y ahí entra también la incomodidad con lo irracional: la paradoja de necesitar que todo tenga sentido cuando la mayor parte de la experiencia vital es azarosa y arbitraria.

Exacto. Pero no lo pensaría solo como una oposición entre racional e irracional, sino como un problema de relato. El azar destruye la lógica narrativa de causas y consecuencias que sostiene nuestra idea del mundo, el azar es puro presente, y nosotros necesitamos pasado y futuro para explicar por qué las cosas suceden. El ejemplo clásico es el del casino de Montecarlo, cuando salió el negro 28 veces seguidas. A partir de la décima, todo el mundo apostaba al rojo, convencido de que “ya tiene que tocar”. Pero el azar no acumula memoria: cada tirada vuelve a ser 50 y 50. El azar, en ese sentido, anula el relato. Y convivir con eso es durísimo, porque nos deja sin explicaciones. Nos pasa en lo grande —un crimen sin sentido— y en lo mínimo —cuando perdemos algo y no entendemos cómo. Lo insoportable no es perder algo, sino no poder armar un relato que lo explique. Esa imposibilidad de narrar es la verdadera herida de la que no sabemos curarnos.


¿Por qué creés que buscamos tan desesperadamente esa coherencia?

Porque confundimos coherencia con estabilidad (lo que nos lleva a sobrevalorar la coherencia). Hay artistas que se transforman con el tiempo, incluso negando lo que hicieron antes, y sin embargo mantienen una coherencia profunda, la coherencia de quien acepta cambiar. Pero culturalmente asociamos coherencia con inmovilidad, como si ser coherente fuera no contradecirse nunca. Y eso nos vuelve rígidos. Nos pasa con los políticos, con las parejas, con los amigos: cuesta mucho aceptar que alguien cambie de idea. Pareciera que cambiar de opinión fuera una traición. Pasa algo parecido con la identidad: si una persona a los 40 piensa igual que a los 20, algo no funcionó. El cambio no es pérdida de coherencia, es signo de aprendizaje, pero exigimos una linealidad que no existe. La coherencia, entendida así, inhabilita la contradicción, y eso empobrece el pensamiento.

¿Por qué nos cuesta tanto revisar lo que pensamos, incluso cuando la realidad lo desmiente?

Creo que tiene que ver con la supervivencia. Los sesgos fueron herramientas útiles cuando la vida era más peligrosa: servían para decidir rápido, sin dudar. Esos mecanismos nos ayudaron a sobrevivir como especie. El problema es que quedaron incorporados en nuestra forma de pensar y hoy actúan en contextos donde ya no son necesarios. Ahora, en vez de protegernos, nos vuelven predecibles. El problema es que lo predecible es manipulable, cuando ya se sabe cómo vas a reaccionar, sos fácil de dirigir. Pero el núcleo de todo es que no soportamos la duda. Nos cuesta aceptar que algo pueda no tener sentido. No toleramos la ambigüedad, el “no sé”. En una época en la que todo se puede googlear, ese vacío se volvió intolerable. Queremos respuesta inmediata, aunque sea mala. Convivir con la duda, para mí, es una forma de salud mental, es lo que nos convierte en adultos: la duda nos hace responsables. Nos obliga a pensar por qué creemos lo que creemos. Cuando uno duda, piensa. Cuando no, repite. Y también hay algo de humildad en aceptar no saber. Hoy tenemos al alcance de la mano toda la información, pero confundimos información con conocimiento. Leer un dato no te cambia nada, incorporarlo, procesarlo, relacionarlo con otras cosas, sí. El conocimiento es una experiencia vital, no un archivo de datos. Y si dejamos de usar esa capacidad —de pensar, de escribir, de recordar—, la perdemos. Igual que los músculos, el pensamiento se atrofia cuando no se lo ejercita.

Pasemos a tu proceso de escritura. ¿Cómo surgió el libro?

Fue un cruce de necesidad y propuesta. Yo venía con ganas de ordenar algunas ideas y los editores de Godot me ofrecieron trabajar juntos. Ellos me propusieron el tema de los sesgos, y me pareció interesante encararlo desde lo que más me interesa: el relato. En el fondo, cada sesgo es una forma de relato, un modo de contarnos el mundo para que encaje con lo que ya creemos. Empecé escribiendo algunos capítulos como prueba. La escritura, para mí, no es la consecuencia de haber pensado algo, sino la manera de pensar en voz alta, escribiendo entiendo lo que pienso. Por eso no esperé a terminar de investigar: escribía y pensaba a la vez.

¿Ser conscientes de la forma en la que pensamos puede ayudarnos a desarmar los sesgos, o es una batalla perdida?

No creo que sea una batalla que se gane o se pierda, sino una que hay que sostener. Pensar cómo pensamos es una forma de resistencia, todos los días la vida nos pasa por encima, pero cuando podemos detenernos, hay que hacerlo.

No se trata de eliminar los sesgos, sino de mantenerlos a la vista, de saber que están ahí. La reflexión es un acto casi militante. Una militancia del pensamiento, si querés. Mientras podamos practicarla, vale la pena.

La última pregunta, la que cierra todas las charlas de este ciclo: ¿nos recomendás algún libro?

Voy a mencionar uno que incluso es uno de los ejemplos del libro: El rey pálido de Foster Wallace. Es maravilloso. Es un libro inconcluso, y me parece que, por cómo está construido, nunca lo hubiese podido terminar. Es una novela que transcurre en la Agencia Tributaria de Estados Unidos, que sería como nuestra AFIP. Vos decís, ¿cómo alguien puede escribir una novela interesante partiendo de ese mundo? Y la verdad que es brillante por los personajes que la atraviesan, por los espacios, es brillante en todos los niveles que se puedan pensar. Lo de la inconclusión me parece que le da también una vitalidad, porque es un libro que se sigue escribiendo en tu cabeza. Me encanta.

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