Sincronizados por el talento ajeno
Lucía Berlin
Martes 23 de agosto de 2016
Como ocurrió con Elena Ferrante y con Karl Ove Knausgård, los lectores ahora descubrimos en manada a Lucía Berlin y quedan coordinadas, así, nuestras fascinaciones. Más cerca de Bukowski que de Carver, se propone aquí, se puede leer a esa mujer que vivió y escribió "la vida como una fiesta".
Por Andrés Hax.
Como recientemente nos pasó con Karl Ove Knausgård o Elena Ferrante, todos estamos ahora descubriendo a Lucía Berlin. Los reseñadores nos apuramos para estar entre los primeros (de acá) en reafirmar lo que ya se ha proclamado en Nueva York, mal que mal, aun la meca de la literatura contemporánea occidental. Es algo hermoso, un fenómeno colectivo, como cuando sale un buen disco y todos lo estamos escuchando al mismo tiempo. Nos sincroniza. En el futuro será una magdalena prousteana para recuperar el pasado. ¿O no les pasa que cuando escuchan OK Computer de Radiohead o releen una novela de Milan Kundera se inundan de memorias involuntarias? Entonces, ahora mismo es el momento para leer a Lucia Berlin. Porque está en el aire. Ante este contundente tomo de 43 de sus cuentos (de 77 que publicó en vida) titulado Manual para mujeres de limpieza sabrás que muy probablemente, en ese mismo momento, alguien en el mundo está leyéndola también.
Y es un libro para guardar por mucho tiempo, porque cuando pase esta moda los cuentos de Berlin van a perdurar. Van a quedar en tu estante, al lado de tus pocos libros favoritos. Y la vas a releer. ¿Cómo podemos afirmar esto? Porque ya han pasado décadas desde que se han leído y atesorado sus textos diáfanos. Simplemente ahora -en un tomo publicado en el 2015 por Farrar Straus & Giroux y acá, en castellano y en 2016, por Alfaguara (ambos con un prólogo consagratorio de Lydia Davis)- la obra de Berlin ha alcanzado la velocidad de escape del planeta de autores de culto y ha entrado a la helada exósfera donde circulan los inmortales. Lástima que Berlin misma no está más en este mundo para disfrutar de su triunfo. Falleció el 12 de noviembre del 2004 con 68 años tras una vida que pasó primero por el embriagador glamour internacional y, después, por la agotadora pobreza de la clase media baja (o baja alta) de los Estados Unidos.
2.
Inevitablemente, desde los 80, cuando aparece un cuentista formidable en los Estados Unidos cuyo temática es la vida sufrida de la clase obrera –o la clase semi-empleada– la comparación inmediata es con Raymond Carver. Carver introdujo este tema a las bellas letras estadounidenses, consumidas en gran parte por lectores de The New Yorker, impecable revista en la cual –sin embargo– abundan avisos de carteras y relojes de más de 10.000 dólares. Más allá de su autenticidad artística, Carver fue un boom porque a la gente de clase media y media alta (los que no están salvados por herencias generacionales) les da una deliciosa sensación de schadenfreude leer prosa cristalina sobre vidas atrofiadas por la falta de recursos económicos y sociales.
El mundo de Berlin se solapa en varios aspectos con el de Carver –especialmente en el momento histórico y ubicación socioeconómica de sus protagonistas–, pero hay una diferencia fundamental. Los personajes de los cuentos de Carver nacieron pobres y morirán pobres. Las epifanías que tienen sobre la gracia surgen espontáneamente de momentos dentro de sus propias vidas. Por ejemplo, el personaje que mira un documental sobre catedrales en la televisión con un ciego y para explicarle cómo son dibuja uno con él, guiando su mano. Los personajes de Berlin, a diferencia de eso, supieron de otra vida. Cayeron desde un estrato más alto. Sus momentos luminosos son parecidos a los de Carver pero están, además, teñidos por una melancolía, la de saber que hay otras personas viviendo una vida sin todos los esfuerzos cotidianos que implica luchar desde abajo: esperar en colas eternas, tomar transporte público, lavar la ropa en lavaderos (y en los Estados Unidos, a diferencia de nuestros Laverraps, no se deja la ropa para después retirarla. Se espera. Y entre el ciclo de lavado y el ciclo de secado, después doblar y guardar la ropa, se te van tres horas como mínimo).
Otro tema que Berlin comparte con Carver es la adicción, y en particular el alcoholismo. Sin embargo, Berlin es una criatura aparte. Es única. Tal vez una comparación más útil sería con Charles Bukowski (entre otras cosas, compartieron una editorial, la legendaria Black Sparrow Press). Pero esta sugerencia comparativa no es por el tono o temática, sino por su actitud fierra y una noble valentía frente a las circunstancias de la vida, algo que comparten. También por la capacidad que ambos tienen de ser genuinamente alegres hasta en condiciones que, para la burguesía, serían vistas como sórdidas.
Carver, al fin, le tenía demasiado respeto a la clase social por encima de él. En parte por ese motivo permitió que sus cuentos fueran reescritos casi enteramente por su editor Gordon Lish. Berlin –como Bukowsk– le falta el respeto, sanamente, a las categorías sociales. No se siente superior ni inferior. Ni cuando esta arriba ni cuando está abajo. No se regocija con la mala suerte o con los recuerdos de una vida cómoda (a veces, hasta exótica). Vive y escribe la vida como una fiesta. Y esto es un arte, también.