Columnas

Aislamiento

Alejandra López

En esta nueva entrega, Jorge Consiglio cruza las vidas de dos hombres retirados: Egidio, un noble bizantino del siglo VII, y Aballay, el personaje de Antonio Di Benedetto.



Por Jorge Consiglio.



En algún lugar del sur de Francia, hacia fines del siglo VII, Egidio, un noble bizantino, decidió huir. No de la peste, ni de la guerra, sino de una cosa mucho más inmediata: su propia fama. Había curado enfermos, alimentado hambrientos y consolado moribundos. Como es de esperar, la gente, aficionada a los prodigios, había empezado a considerarlo un santo. Ese término (tan luminoso como aventurado), de un momento a otro, lo persiguió como una sombra. Egidio, entonces, entendió que incluso la virtud puede convertirse en una forma de orgullo. Así que un día se internó en el bosque cerrado, en busca de lo que ningún milagro podía darle: silencio.

La espesura lo recibió como se recibe a un hermano que vuelve. Se alimentaba de raíces, tomaba agua cristalina de un arroyo, y cada amanecer una cierva, de patas larguísimas y pelaje pardo rojizo, se acercaba hasta su cueva para ofrecerle leche tibia. Era una relación sin palabras, una comunión discreta, fragilísima, casi vaporosa. El animal parecía conocerlo desde antes del tiempo, como si en esa docilidad, que era entrega, se escondiera un pacto implícito. Durante años, el eremita vivió de esa forma, alejado del trámite del mundo. Sin embargo, una mañana de primavera, el ruido volvió a irrumpir: el rey, cansado de la clausura de la corte, había salido de caza con el más diestro de sus arqueros. Este distinguió a la cierva en un roquedal y se acercó con absoluta cautela. Cuando estuvo seguro del éxito, tensó el arco y disparó. La flecha, excepcionalmente, erró su blanco y fue a clavarse en el cuerpo de Egidio, que cayó, sangrante, sobre un arbusto. Lo atendieron de inmediato: le salvaron la vida, pero la herida, según se cuenta, jamás cicatrizó.

El rey, al enterarse de la identidad de la víctima, se postró ante él y le pidió perdón con lágrimas en los ojos. Egidio, más asombrado que dolido, lo escuchó confesar sus culpas. Y en ese gesto de contrición —el poder arrodillado ante la humildad— el monarca, de improviso, se iluminó y halló una paz que desconocía. En agradecimiento, construyó en aquel lugar un inmenso monasterio. Egidio aceptó regirlo, aunque siguió viviendo como lo había hecho hasta entonces: pobre, discreto, con una lesión que nunca dejó de doler. De acuerdo con los hermeneutas, ese corte fue su signo; en él ardía la memoria del mundo que había dejado atrás.

Siglos después, en la provincia de Mendoza, Antonio Di Benedetto imaginó a otro hombre herido. Lo llamó Aballay, y lo condenó a una penitencia semejante. Después de matar a una persona, Aballay recuerda la historia de los santos anacoretas y decide no volver a bajar del caballo hasta que Dios lo perdone. Vive así, sobre la montura, en los bordes del desierto, alimentándose del silencio. No busca gloria ni redención pública, sólo borrar su culpa. El campo, en la escritura de Di Benedetto, cumple el mismo papel que el bosque en la leyenda medieval: un espacio donde la soledad se vuelve espejo y castigo. Aballay se hunde en su aislamiento como Egidio en su retiro, y en ambos la quietud se identifica con la contemplación. El cuerpo, suspendido —ya sea por la herida o por el voto de penitencia— se convierte en símbolo de una verdad más insondable: el dolor puede purificar, pero también paralizar.


El santo medieval y el gaucho penitente comparten una intuición: apartarse del mundo es la única forma de comprenderlo. Egidio huye de la multitud que lo idolatra; Aballay, de los hombres que lo persiguen y del peso de su crimen. Uno busca el silencio como pureza; el otro, como expiación. Pero los dos descubren que el aislamiento no ofrece paz sino una lucidez dolorosa. La soledad, cuando es elegida, no salva, revela.

En el universo de Di Benedetto —ese territorio seco, detenido, donde los personajes parecen vivir dentro de su conciencia— el retiro es siempre ambiguo. Quien se aparta del mundo corre el riesgo de desvanecerse en él. En Zama, un funcionario colonial espera durante años una carta que no llega; en Los suicidas, la renuncia se convierte en hábito. Aballay es, quizás, el que lleva más lejos esa vocación del silencio. Vive entre los hombres pero no con ellos, como un santo sin altar, condenado a mirar desde su altura el movimiento de la vida. De hecho, hay una escena en el relato en que una mujer lo considera un santo. Aballay, que no habla, la deja creer. Como Egidio, parece comprender que la santidad es una forma de malentendido: una soledad que otros veneran sin discernir.

Ambas historias se tocan en un punto: la herida como forma de conocimiento. Egidio carga la flecha que nunca cicatriza; Aballay, el recuerdo del hombre que mató. Las dos son marcas de una culpa o una revelación que no puede borrarse. En la carne lacerada se condensa el aprendizaje que el mundo no otorga: la conciencia de la fragilidad. Quizá por eso estas vidas extremas resultan conmovedoras. En una época saturada de voces y pantallas, la figura del que se recluye (del que elige el silencio y el aislamiento) adquiere una potencia inusual. Egidio se aleja del bullicio de los fieles; Aballay, del ruido de la civilización que apenas lo roza. Ambos trazan un gesto de resistencia (se cristalizan como los insectos en ámbar) frente a lo incesante: callar, permanecer, contemplar.

El bosque de Egidio y la llanura de Aballay son, en el fondo, el mismo paisaje. No hay fronteras entre ellos, sólo un cambio de luz, un matiz sutil. En ambas escenas, un sujeto se enfrenta a sí mismo bajo la mirada muda de los animales: la cierva, el caballo. Ambos son testigos de una soledad elegida, casi sagrada. Y cuando finalmente se comprende que ni el bosque ni el desierto ofrecen redención, sino apenas un modo más claro de mirar el desconsuelo, el silencio se vuelve categórico. Egidio sigue con su herida abierta. Aballay continúa sobre el caballo. Se podría pensar que los dos, de alguna manera, están convencidos de que ya no es posible el retorno.

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