Sin solución
Alejandra López
Jueves 20 de noviembre de 2025
Martín Kohan lee Ñu, la novela de Pau Luque, en esta nueva entrega de sus columnas.
Por Martín Kohan.
Proviniendo, como proviene, del mundo de los crucigramas, no deja de ser, en cierto modo, un saber de la escritura. “Bóvido africano, dos letras: ñu”. Es sin embargo una solución tan pronta, tan fácil, tan automática, que da a pensar que en cierto modo no es siquiera una solución. No lo es porque no da tiempo a que alcance a existir un problema: desata tan rápidamente el nudo, que el nudo no llega a formarse; resuelve tan de inmediato el asunto, que no llega ni a haber asunto. Y ahí radica, más allá de los crucigramas, una de las cuestiones que Pau Luque plantea y desarrolla en Ñu: la cuestión de los falsos problemas (soluciones verdaderas pero para problemas falsos). De las soluciones solemos decir que las buscamos, que las encontramos o no las encontramos, que logramos dar con ellas; no decimos, en todo caso, que nos metemos en soluciones o que nos hacemos demasiada solución. Y sí decimos, en cambio, que nos metemos en problemas o que nos hacemos demasiado problema. Porque los problemas bien pueden ya estar ahí, y uno puede dar con ellos, toparse con ellos; pero también ocurre que es uno el que se hace problema (se hace, no los hace), es uno el que se mete en ellos (y es por eso que llega a estar en problemas, sin que se pueda estar en soluciones).
Por eso dice Pau Luque: “Ñu es la solución a un problema que en realidad no tienes”. Por eso cita ese poema irónico que escribió Bertolt Brecht y que se titula por cierto: “La solución”. Por eso se pregunta: “¿Es la literatura una solución?”. Por eso afirma que Yuvi Harari se estropeó al dar con la solución. Por eso dice, de un problema, que “tal vez el problema era verlo como un problema”. Por eso especifica que no hay que confundir un final con una solución, ni ocurrencias con soluciones. Por eso cuenta la historia del bar swinger: ese que, pretendiendo dar una solución, terminó por crear un problema. Por eso cuenta la anécdota del manojo de llaves perdido, que se busca y no se encuentra, que se encuentra cuando no se lo busca porque ya no hace más falta: no pudo ser solución, porque ya no había problema. Y por eso se detiene a narrar esa historia que transcurre en un laberinto: porque no hay nada como meterse en un laberinto para entender lo que es meterse en problemas. Hay en principio una revelación del método que permite salir de cualquier laberinto, hay también un intento fallido que hace que se termine saliendo pero por la entrada. Lo que queda en cualquier caso pendiente es discernir cuál es la necesidad de ir a meterse en un laberinto, o cuál es la de meterse en problemas: qué nos lleva a hacer lo uno, qué nos lleva a hacer lo otro, o lo uno con lo otro (se repite con insistencia la astucia de que de todo laberinto se sale por arriba; pero ¿acaso sabemos de alguien que, en efecto, lo haya hecho? ¿Entró acaso al laberinto munido de un globo aerostático, de un helicóptero más que oportuno, de un autopropulsor a batería, de un eyector o una catapulta? Semejante solución al problema no es sino otro problema, más engorroso que el anterior).
Sospechar de las soluciones, precisamente porque se las encuentra, y precaverse de ver problemas ahí donde en verdad no los hay: ésta es la idea de ñu y ésta es la idea de Ñu. Porque Ñu es en buena medida una novela de ideas. No lo es, sin embargo, en la tradición espesa que ensambla dos densidades, la de la narración y la del pensamiento, sino en el mejor sentido de esa tradición de levedad que planteó Italo Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio. En Ñu se narra y en Ñu se piensa, pero siempre en clave de ocurrencia. Luque no apuesta a una narración de articulación orgánica, tampoco a sistematizar orgánicamente el pensamiento. Ocurrencias: narra cosas que ocurren, expone ideas que se le ocurren. Y es ésa la deriva placentera que propone: la grata andadura del que se larga a caminar por gusto, no la del que regula a conciencia sus pasos en un laberinto intrincado.
La “vida nómada” del narrador tal vez tenga que ver con esto: con el don de la fluidez, con la capacidad de pasar a otra cosa. Pero que en razón de eso mismo, precisamente, lleva a Luque a plantearse también la cuestión de la duración, la cuestión de la permanencia. Y eso se juega, a ritmos dispares, a lo largo de Ñu, entre el amor y la amistad: “Los impulsos más sencillos, como los del amor y la amistad, son también los más profundos”. ¿Qué es lo que pasa (o no pasa) con esos impulsos, los más sencillos, los más profundos, a lo largo del tiempo, en el devenir de esa vida nómada? ¿Por qué perduran o no perduran? “No le aseguro un futuro dichoso a nuestra amistad”, dice el narrador sobre Curiel, que lo ha llamado a deshoras; pero es la amistad que durará toda la vida (es decir, toda la novela). También dice: “Supe que Javi, Joel y Jaime serían mis amigos hasta el fin de mis días”; pero los vemos perderse a lo largo de las páginas. Con Di Bastone pasan “cuatro o cinco años que no lo veía”; al reencontrarse, la amistad se reanuda y se reactiva sin solución de continuidad (o mejor dicho, con solución de continuidad). Los amores, en cambio, parecen no poder soportar una prueba de esa índole: “Nuestra historia duró un par de años más, hasta que yo me fui a vivir a México y ella se fue a vivir a Bolonia” (ese amor se suponía efímero, y sin embargo duró: “Comenzamos un romance que, sospeché, podía ser sólo veraniego. Me equivoqué”). Pau Luque echa mano a Eva Illouz, a El fin del amor, para tratar de entender cómo es que eso sucede, cómo es que un amor se termina, para tratar de entender, en un libro, lo que no alcanza a entenderse (ni de concebirse, ni de soportarse) en el mundo de la vida.
No son las amistades varoniles (que van y vienen) ni tampoco los amores (ni siquiera el que prodigó una hija) lo que atraviesa y sostiene el desarrollo de Ñu: es la amistad con Curiel (ésa que parecía no tener futuro): “Me llama por teléfono mi adorada Curiel Jordana, una poeta casi clandestina que vive en Torrelles de Foix, un pueblito que queda a una hora de Barcelona en coche. Esa vez, como otras, no me avisa de que me va a llamar. Simplemente me llama”. Ahí está la clave de esa amistad: es telefónica. Está hecha de apariciones imprevistas (porque Curiel llama sin avisar: muy buena costumbre, hoy casi perdida, pues qué sería de una vida sin sorpresas), pero también de interrupciones imprevistas (mala costumbre: Curiel corta el teléfono de repente y sin despedirse); está hecha de una proximidad personal que queda exenta de la proximidad de los cuerpos.
Escribir, propone Pau Luque en un momento dado de Ñu, “se parece más a un divorcio que a un casamiento”, tiene más de un “librarse del pasado” que de un “comprometerse con el futuro”. Pero eso, agrego yo, es si se busca la analogía en el plano del amor. ¿Por qué no en el de la amistad, el de esa amistad por teléfono que mantiene el narrador con Curiel? También la escritura irrumpe, transcurre, se interrumpe; también entabla, con los lectores, un vínculo de cercanía y lejanía, uno de estar en contacto sin que los cuerpos estén en contacto. Para paliar esa condición específica, tan propia del escribir y del leer, o al menos compensarla en parte, se hacen ferias, festivales, presentaciones de libros: para verse, para acercarse, para entrar un poco en contacto.