Una tentación contemporánea
Lunes 24 de noviembre de 2025
María Sonia Cristoff cruza Desaparecer de sí, de David Le Breton, y Cicuta para los oídos, de Sebastián Hacher , alrededor de las fantasías escapistas de nuestra era.
Por María Sonia Cristoff.
Suelo decir que me gusta llegar con tiempo a aeroparque para tomarme un café tranquila antes del vuelo, pero lo cierto es que el verdadero momento de los trámites de aeropuerto que no quiero perderme ni apurar es el de la cola para chequear las valijas, ese paso del protocolo que alguna decisión ministerial decide combinar con pantallas varias en las que se van desplegando fotos de personas cuyo rastro se ha perdido. Soy consciente de que la mayor parte de esas personas figuran ahí por haber sido víctimas de trata, de asesinatos o de femicidios, o por haberse accidentado en algún lugar remoto sin conexión o por haber cometido un delito y, si bien me compadezco por la mayoría de ellas, mayoría en la que incluyo a responsables de algún tipo de delito que no viene al caso detallar acá, tengo que confesar que lo que hace que no falte nunca a mi cita con esas pantallas es más bien el deseo de encontrar, entre todas esas caras, la de alguien que se haya mandado a mudar por decisión propia, por puras ganas de dejar todo atrás y pasar a camuflarse dentro de alguna de las múltiples vidas posibles que se nos presentan a diario y que descartamos por razones o negaciones de lo más variadas, con estrategias de lo más variadas también.
En mi caso, por ejemplo, creo que no podría haber resistido esa tentación si no fuera porque tengo la estrategia de la escritura, y porque además escribo novelas en las cuales siempre hay alguien que está por lanzarse a una de esas fugas o que acaba de hacerlo, lo que da una pauta de la potencia con la que esa tentación opera en mí. Supongo que por eso último, por esos personajes, es que Lorena Amaro me debe haber recomendado una vez Desaparecer de sí. Una tentación contemporánea, ese libro en el cual David Le Breton analiza las formas que suele tomar esta pulsión, entre las que figuran no solo las desapariciones de las personas de los lugares que solían frecuentar sino también casos de ausentarse de uno mismo que se pueden rastrear en la dedicación apasionada a una actividad como la artística o también, para que se termine de entender que esta compulsión no consiste solo en el gesto romántico que a veces se le trata de endilgar, en el juego compulsivo, el burnout, el alzhéimer y otras formas de demencia, la entrada a ciertas sectas, los trances anoréxicos y el coma alcohólico. En todos esos casos, dice Le Breton, hay algo de búsqueda de lo que él llama una blancura, de una instancia liberadora en la que se borre el peso de tanta experiencia, de tanta construcción de identidad, de tanta respuesta a los mandatos, “una pasión de la ausencia en un universo marcado por la búsqueda desenfrenada de sensaciones y de apariencias, un deseo de desposeerse en un ambiente social invadido por el poder de las tecnologías y la acumulación de bienes, una voluntad de supresión”. Hace poco vi la primera película de Kelly Reichardt, River of Grass y, cuando llegó ese final tan impredecible como imperdible, pensé que el acto de matar pueda ser también, a veces, una forma de acceder a esa blancura, ese ausentarse de sí.
Esa capacidad destructiva ejercida sobre los demás o sobre nosotros mismos es, lo he pensado más de una vez, uno de los peligros de esta tentación, de las formas que puede tomar. El otro es que termine siendo un bleff absoluto, toda una movida que finalmente nos deje en el mismo lugar del que nos fuimos, instalados en una escenografía distinta pero sujetos a las mismas fobias y mandatos, las mismas renuncias, los mismos agobios. Teniendo en cuenta esas cosas es que vengo hace tiempo pensando que tal vez sea mejor hablar de desplazamientos, no de fugas, y por eso celebré encontrar un caso que avala esa conjetura en el último libro de Sebastián Hacher, Cicuta para los oídos. Ahí, en ese ensayo -en esa novela o ese diario, como el texto mismo dice sobre el final-, se cuentan las peripecias de un narrador Hacher que se muda desde Buenos Aires a vivir solo en una casa en las afueras, yendo para La Plata, harto entre otras cosas del ruido demencial de la ciudad y de la obligación mensual de pagar un alquiler, esa sujeción contemporánea cada vez más extendida. En la nueva vida que construye a partir de ese desplazamiento se liberará de esto último pero, gracias a unos vecinos que organizan fiestas intempestivas al grito de Vilma Palma, no del primero de sus padecimientos. Porque cuando no son los fiesteros, son los ruidos interiores corporales y mentales, sobre todo mentales, los que asaltan a este conde Des Eissentes local y plebeyo. Y, cuando no se trata de ruidos, están las molestias que pueden provocar los otros vecinos, además de las gallinas recién mudadas a las que hay que alimentar, los roedores que atacan a las gallinas, el monte que avanza, los merodeadores que amenazan. En fin, lejos de toda calma idílica está el narrador Hacher en su nueva vida.
¿Qué hace entonces? En un par de momentos fantasea muy tangencialmente con la idea del suicidio, y en otro se plantea dar un paso más, darse a la fuga: dejar atrás los viajes casi cotidianos que hace a la ciudad para, entre otras cosas, trabajar y ver amigos, e internarse en el Delta hasta llegar al Paraná de las Palmas, donde alguna vez entrevió una casita con “monte alrededor, vista al río y la espesura, apenas el rumor del agua y de los sapos”. Pero lo descarta: algo muy visceral le dice que esa movida no tendrá vuelta atrás, que significará un corte absoluto. Descarta la fuga entonces, elige sostener el desplazamiento que ya hizo. ¿Y cómo lo logra, cuál es el factor clave que vuelve posible apegarse a esa elección cuando, como dije, ésta lo enfrenta permanentemente con callejones sin salida? La práctica del bordado, ese es el factor clave. En cuanto se muda, cuenta, empieza a bordar. Toma clases, de hecho esa es una de las cosas que también hace en sus vueltas regulares a la ciudad. En la primera de esas clases, la maestra les dice que los monjes budistas bordan sus propios trajes usando un punto bien sencillo, uno capaz de lograr que la verdadera atención esté puesta no en el resultado de la práctica sino en la coordinación entre el trazo y la respiración que esta conlleva. Mientras trascurren los días y sus peripecias, vemos que Hacher va encontrando ahí una manera de contraponer el barullo de lo que quiso dejar atrás, una versión de la tranquilidad y del silencio que fue a buscar, el ausentarse de sí tan liberador. Los apuntes que toma muestran hasta qué punto eso de concentrarse en un punto, en el sentido literal, hace que toda su atención se vaya centrando exclusivamente en eso, y en el movimiento de las manos, y en el vértigo que se logra sentir, cuando se llega a estar así de concentrado, así en trance, cada vez que la aguja hace su recorrido sobre la tela o el papel como guiada por las manos de otro, por alguna fuerza exterior. El bordado es una de las formas del silencio, apunta.
Pero no se trata de una versión solipsista del silencio: de hecho, uno de los proyectos que pergeña en ese desplazamiento es “Inakayal vuelve”, una performance en la cual Hacher fue recorriendo, en sentido contrario, la ruta que fueron obligados a seguir en su desalojo y exterminio los integrantes del pueblo Mapuche-Tehuelche durante la así llamada Campaña del Desierto. Durante ese trayecto, Hacher fue interviniendo fotos de esos personajes desplazados con técnicas de bordado en telar que aprendió de tejedoras patagónicas que fue encontrando en el camino, y abriendo el juego hasta lograr que mucha otra gente local se sume a la práctica. El bordado, dice Hacher, puede hacer hablar a la memoria, puede ser una de las formas de la restitución.
Y precisamente por eso, porque el bordado puede ser una forma de hacer hablar a la memoria y a la vez una forma del silencio, es a la vez también una paradoja, es decir algo que opera contra la doxa, que conspira contra el lugar común. ¿Y no es en gran parte eso, una conspiración contra los lugares comunes propulsados y subrayados desde los poderes, lo que buscamos cuando pensamos en fugas, en desplazamientos? No hace falta para lograrlo ni el aspaviento ni los padeceres de la fuga, parece decir Cicuta para los oídos, porque el ausentarnos de nosotros que estamos necesitando cada vez más urgentemente está en prácticas que en muchos casos tenemos muy cerca o, como en este caso, literalmente entre manos.