Columnas

El instante revelador

Entre poemas de Alicia Genovese y lecturas de César Aira, Jorge Consiglio escribe en esta columna acerca de las epifanías y los hallazgos que nos reservan las librerías. 



Por Jorge Consiglio


 

Hay poetas que enlazan en sus textos el hallazgo con la celebración. Cuando digo “hallazgo” me refiero a acontecimientos parecidos a las iluminaciones profanas de las que habló Benjamin: de pronto lo cotidiano se abre y da lugar a un instante revelador, una forma del “despertar revolucionario” que desgarra la continuidad de la conciencia y expone la verdad oculta en los dobleces de lo real. En este instante de lucidez (prístino, siempre prístino), lo inmediato funciona como catalizador para evidenciar dimensiones secretas de lo concreto; en otras palabras, se opone a esa distracción habitual, a ese “dar por sentado” que se ensaya al contemplar o consumir imágenes o vivir escenas sin un mayor compromiso.   

Estas fugas de la causalidad tautológica son verdaderamente experiencias revolucionarias y se relacionan, desde mi punto de vista, con una instancia de religación personal del yo lírico. De ahí, justamente, que en muchos de los poemas en los que aparecen se vinculan al disfrute y a la celebración. Hay un texto hermoso de Alicia Genovese que pertenece a su libro Química diurna (Alción, 2004) en el que se da esto que cuento. Se llama “El baño” y lo copio a continuación: Hay una ducha al fondo/de la casa/y cada tardecita/después del calor, el río/los mates, las conversaciones/ sudorosas en el porche/es la hora del baño/Atravieso los ligustros/dejo la toalla en una rama/el jabón/sobre un tronquito/hachado al ras; un mínimo/preparativo antes de hacer/correr/el agua/Fría al comienzo/después más tibia/llega la que el sol/abrasó en el tanque/de fibrocemento/el día entero/Al aire libre/la caña de ámbar/vuelve encantamiento,/el rito diario;/me lavo la cabeza/me bajo los breteles,/la malla y vigilo, casi/con inconsciente cuidado/que los sonidos sean/los habituales:/algún zorzal/que levanta vuelo/una gallineta que picotea/las últimas migas/en el pasto, esa quietud/atardeciendo/las casas vecinas/y la variedad inabarcable/de hojas y ramas en el monte/extasiadas rozándose/Me enjabono/la espalda, los hombros/arden y otra vez el agua/reciben plácidos,/más sensible/el borde sin solear/del cuerpo siempre enmallado;/los pelitos de la vulva emblanquecen/con la sedosa jabonada/y los pezones se agrandan/bajo las marcas/geométricas del escote/Abro por completo la ducha/y el caudal/cae a brochazos/casi helada me apura/fuera del letargo/de la respiración;/hasta que cierro y vuelvo/al calor de las telas/al sigilo en la toalla/mientras el agua/por la zanjita/perfumada corre/como un suspiro aliviado/como un instante amoroso/y su exigente vigilia/No sabe nadie/nadie presencia/mi tarde detrás/del arroyo;/piedrita que alguien regala/y al aceptarla toma/la forma de tu mano;/no tiene valor/no se cotiza/ni siquiera se pone/en una vitrina/de objetos exóticos;/se vive con poco/con nada/se hace un reino 

El instante epifánico y la celebración. Hay algo que se manifiesta, una forma íntima de la verdad. Está ahí, es puro presente, instancia inmediata, luminosa y cristalina pero que, valga la contradicción, no siempre es inteligible ni sus sentidos fáciles de decodificar. Hace poco me pasó una cosa cuya experiencia entendí como una iluminación. No sé si lo es del todo, pero creo que vale la pena contarla.  

El viernes pasado fui a la librería Biblos de Teodoro García y Cramer. Me atendió Miguel, a quien conozco desde hace décadas. Le había encargado unos cuentos de Gandolfo, editados por Eudeba. Me los entregó de inmediato, pero, como siempre hacemos, nos quedamos un rato hablando. Antes de irme, conozco sus talentos, le pedí El vestido rosa, de César Aira, editado por Ada Korn a mediados de los 80. Su respuesta fue categórica y desalentadora. Pero para que no me fuera con las manos vacías, me contó una historia. Cuando Biblos estaba en Caballito, Aira era su cliente. Y cada vez que iba, Miguel le insistía para que reeditara Ema, la cautiva. Aira respondía siempre con una sonrisa. Inesperadamente, una tarde entró al local con una caja al hombro y le dijo a Miguel: Esto es tuyo. Eran 40 ejemplares de Ema, la cautiva, editados por la UB en 1981. Aira no quiso plata a cambio. En consecuencia, Miguel le ofreció que eligiera algo de su librería. Aira miró las estanterías y, después de un rato, eligió un único volumen. Me llevo este, dijo. Era Las florecillas de Francisco de Asís. Se trata de un texto anónimo del siglo XIV en el que se narra la vida del santo y de sus primeros compañeros. Que extraño, pensé. Animado por una devoción que perdí, yo había leído Las florecillas antes de cumplir 20 años, y, por supuesto, la elección de Aira hizo que se renovara mi interés por la obra, esta vez desde otro ángulo. Le pregunté a Miguel si tenía algún ejemplar disponible. Negó con un gesto. ¿Quién compra hagiografías?, dijo. Entonces, yo, resignado, me puse a curiosear la biblioteca de literatura argentina. Seguí el orden alfabético. Cuando llegué a Jorge “El turco” Asís, me asombró ver un par de Flores robadas en los jardines de Quilmes, de los 80, en Sudamericana. Pero casi pierdo el aliento cuando encontré, disimulado entre un ejemplar de Los reventados y otro de Carne picada, un volumen finito de Florecillas y loas de Francisco de Asís, publicado en España en 1991. Miguel quedó pasmado igual que yo. No supo cómo justificar el hallazgo. Compré el libro, no podía ser de otra manera, y, mientras concertábamos la transacción, volvimos a hablar de El vestido Rosa. Aclaré que para mí era un cuento de hadas. Pero eso no tiene demasiada importancia; lo notable, lo verdaderamente notable, fue que ni bien empecé a hablar del relato, recordé algo que mi memoria había omitido: el nombre de unos de los protagonistas era Asís. Los dos quedamos asombrados por la coincidencia. Era mucho, demasiado. ¿Simple azar o manifestación de un orden secreto? Las respuestas son siempre esquivas, lo sabemos todos, en la mayoría de los casos se escurren como agua entre los dedos, pero, en honor a la verdad, debo decir que, en esta columna que escribo mensualmente, difícilmente hallarán alguna.  

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