Columnas

Formas de la fe

Foto por: Alejandra López

Jorge Consiglio retoma la lectura de Francisco de Asís para llegar a la de Borges y detenerse frente a la gran bifurcación que separa los caminos de la m ística y de la literatura.



Por Jorge Consiglio.



A los diecisiete años, me interesaban ciertas formas de vida extrema, especialmente las relacionadas con la renuncia voluntaria. Se trataba menos de una inquietud religiosa, que de una curiosidad por los límites de la experiencia: la elección por la pobreza, el desapego como forma de libertad, el rechazo categórico de las normas sociales. Las hagiografías se mostraban particularmente propicias para expresar estas ideas. Eran relatos alucinados (y alucinantes) en los que el cuerpo, la voluntad y la identidad se ponían a prueba en nombre de una convicción absoluta.

Hubo un santo en particular cuya vida me deslumbró: Francisco de Asís. Hay miles de textos vinculados con su historia. Yo me quedo con tres. Uno es una biografía escrita por un sacerdote español, Ignacio Larrañaga. Este relato se focaliza más en el misterio personal del individuo (vocación y conversión) que en su imagen de rebelde o ecologista. El otro libro que me encandiló fue una novela, El pobre de Asís, del griego Niko Kazantzakis. Si mal no recuerdo, el narrador, uno de los “apóstoles” del santo, se detiene en la tensión que se da en Francisco entre su aspiración a la santidad (locura de Dios, la llama) y su naturaleza humana. Pero además de estos textos, hay uno que me resultó clave cuando lo descubrí: Las florecillas de San Francisco de Asís, una especie de evangelio apócrifo, dedicado al santo, del siglo XIV. Su forma breve, casi anecdótica, y la figura de Francisco (carismático, excéntrico, inclinado más a la ternura que a la doctrina) constituían una expresión inmejorable de un texto parabólico. Lejos de imponer una moral, el relato delimitaba una lógica vital que operaba con reglas contrarias a las de la realidad.

Hay una entrada de Las florecillas que jamás olvidaré, creo que por el grado de absurdidad y lirismo que condensa. La trama es simple: Francisco y uno de sus compañeros, el hermano León, salen a predicar la palabra de Dios por los pueblos; en un momento, llegan a una bifurcación en el camino. León le pregunta a Francisco qué dirección deben tomar, pero el santo no puede (no quiere) responder. Ellos, dice, no deben seguir sus voluntades personales sino la de Dios. Lo que en cualquier otro peregrino habría sido un dilema práctico, en ellos se vuelve una cuestión teológica. Después de este primer planteo, se impone un interrogante crucial: cómo se hace para conocer el anhelo de Dios, de qué forma se accede a ese arcano. Como es de esperar, el planteo los desconcierta profundamente. Entonces, ambos se sientan a la sombra de un árbol y se pasan el día entero especulando sobre este asunto. Antes del crepúsculo, alguno de los dos, supongo que Francisco, encuentra la solución: para impugnar la propia voluntad hay que marearse y dejar que el cuerpo tambaleante, cuando caiga, apunte la dirección a seguir. La imagen es poderosa: pleno medioevo, dos adultos harapientos giran sobre sí mismos hasta caer para acceder a un afán que los trasciende. Este gesto (marearse para dejar de decidir) es una renuncia capital del yo, una forma de suspender la conciencia para que se manifieste otra voz, una voluntad superior. Hay allí un acto deliberado de anulación: el santo elige no elegir. Y en esa pasividad aparece, según su fe, la verdadera dirección.

La escena, que puede parecer ingenua y que es absolutamente disparatada, guarda en realidad una densidad considerable: la voluntad propia es vista como un obstáculo para el conocimiento. Sólo apagándola se abre el canal hacia lo sagrado. Podría pensarse que esa misma estructura (una bifurcación, una decisión, y la renuncia al modo ordinario de elegir) aparece también, con ciertas variantes, en El Sur, de Jorge Luis Borges. Juan Dahlmann, bibliotecario, de ascendencia romántica y fervoroso lector, sobrevive milagrosamente a una septicemia. Tras un largo período en el hospital, emprende un viaje hacia el sur del país, hacia una estancia familiar. Lo que comienza como una recuperación se transforma lentamente en otra cosa. El tren lo traslada a un paisaje cada vez más remoto, cada vez más simbólico. Finalmente, llega a una pulpería donde, tras un altercado menor, un peón lo provoca y lo desafía a duelo. Alguien le lanza un cuchillo. Él acepta. Sale al campo, listo para cumplir un destino épico. Pero la clave está en el detalle sutil que el narrador deja entrever como un secreto: toda esta escena final, heroica y luminosa, podría no estar ocurriendo. El relato sugiere (aunque nunca lo afirma del todo) que Dahlmann en realidad nunca salió del hospital. Que todo el viaje ha sido un sueño o una alucinación final del moribundo. Que su cuerpo muere en la cama, pero su conciencia, para no aceptar una muerte banal, imagina otra. Si Francisco se marea para dejar actuar a Dios, Dahlmann sueña para tomar control de su muerte. Lo que en uno es entrega mística, en el otro es invención poética. Ambos se enfrentan a una bifurcación: Francisco, en un camino físico; Dahlmann, entre dos modos de morir. Y ambos, curiosamente, eligen no decidir del modo habitual. Francisco cede el juicio; Dahlmann también, pero hacia adentro: se abandona a su deseo más íntimo, que es el de morir con sentido.

Aquí aparece la paradoja más rica: si aceptamos que la escena final de El Sur es un sueño, entonces no estamos ante una cesión del yo, sino ante su afirmación última. Dahlmann no acepta una muerte cualquiera. La transforma. La narra. O la transforma para narrarla. Decide morir como en los libros que leyó, en una pampa legendaria, con un cuchillo en la mano, en vez de desaparecer entre sábanas blancas y sueros. Francisco y Dahlmann, en contextos distintos, aluden al mismo momento: cuando ya no hay margen para razonar, cuando el yo se vuelve frágil, cuando la vida se apaga. Pero cada uno responde de forma distinta. El santo se anula para abrir paso a lo divino; el lector apasionado (enajenado) se inventa una escena para que la muerte no lo borre sin relato. Ambos gestos pueden verse como formas de la fe. Francisco cree en la voluntad de Dios; Dahlmann, en la fuerza del relato. Y ambos actos implican una suspensión del yo: uno, para obedecer; el otro, para resistir.

Quizás esa sea la diferencia central entre la mística y la literatura. La mística borra el yo para fundirse con algo mayor. La literatura, en cambio, lo reinventa, lo disfraza, lo hace soñar una muerte que sea digna de contarse. A Francisco lo guía el temblor. A Dahlmann, la fiebre. El primero deja que el mundo lo empuje; el segundo, que la imaginación lo salve.

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