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Mary Shelley sobre su Frankenstein

Compartimos el prólogo de la versión de Frankenstein editada por Nórdica, con hermosísimas ilustraciones de Elena Odriozola. Las palabras son de la mismísima Shelley, y las escribió para la edición de Standard Novels.

Por Mary W. Shelley. Traducción de Francisco Torres Oliver.

Los editores de Standard Novels, al seleccionar Frankenstein para una de sus colecciones, me han pedido que les facilite algún dato sobre el origen de este relato. Accedo a ello con mucho gusto, porque así daré una respuesta general a la pregunta que tan frecuentemente me han hecho: “¿Cómo, siendo yo una jovencita, llegué a pensar y dilatar una idea tan tremenda?” Es cierto que soy muy contraria a ponerme a mí misma en letra impresa; pero como esta nota va a aparecer como apéndice de otra anterior, y se va a limitar a cuestiones relacionadas con mi calidad de autora solamente, apenas puedo culparme de cometer una intrusión personal.

 

No es extraño que, como hija de dos personas de distinguida celebridad literaria,  pensara muy pronto en escribir. De pequeña, ya garabateaba: mi pasión predilecta era “escribir cuentos”. Sin embargo, tenía un placer más querido que éste: hacer castillos en el aire, dedicarme a soñar despierta, seguir aquellos derroteros del pensamiento que tenían por tema la formación de una secuencia de incidentes imaginarios. Mis sueños eran a la vez más fantásticos y más agradables que mis escritos. En éstos, yo no era sino una estricta imitadora que hacía lo que habían hecho otros, más que consignar las sugerencias de mi propia mente. Lo que escribía iba destinado al menos a otros ojos: los de la amiga y compañera de mi niñez; pero mis sueños eran totalmente míos; no se los contaba a nadie: eran mi refugio cuando me enfadaba... y mi mayor satisfacción cuando me sentía libre.

De niña viví principalmente en el campo, y pasé bastante tiempo en Escocia. Visité con frecuencia los lugares más pintorescos; pero tenía mi residencia habitual junto a las orillas vacías y lúgubres del Tay, cerca de Dundee. Ahora las califico de vacías y lúgubres; entonces no eran así. Eran el nido de la libertad, la región placentera donde, inadvertida, podía conversar con las criaturas de mi fantasía. En aquel entonces escribía..., pero en un estilo de lo más vulgar. Fue bajo los árboles de los parques pertenecientes a nuestra casa, o en las peladas faldas de las cercanas montañas, donde nacieron y se criaron mis auténticas composiciones, los vuelos etéreos de mi imaginación. No me erigí en heroína de mis cuentos. La vida me parecía un motivo demasiado vulgar en lo que a mí se refería. No podía imaginar que fueran jamás a tocarme en suerte desventuras románticas ni acontecimientos maravillosos; pero no me sentí reducida a mi propia identidad; podía poblar las horas con creaciones mucho más interesantes para mí, a esa edad, que mis propios sentimientos.

Después mi vida se hizo más ajetreada, y la realidad ocupó el lugar de la ficción. Mi marido, no obstante, estaba desde un principio muy ansioso porque demostrase que era digna de mi familia y me inscribiese en las páginas de la fama. Me incitaba constantemente a que alcanzase prestigio literario, cosa que en aquel entonces me gustaba; aunque después me he vuelto infinitamente indiferente a todo eso. En aquella época, él quería que escribiese, no tanto con idea de que produjese algo digno de llamar la atención, sino a fin de poder juzgar hasta dónde prometía yo mejores cosas para el futuro. Sin embargo, no hice nada. Los viajes y los cuidados de la familia me ocupaban todo el tiempo, y toda la actividad literaria que acaparaba mi atención se reducía al estudio, bien en forma de lecturas, bien perfeccionando mis ideas al comunicarme con su mente muchísimo más cultivada.

En el verano de 1816 visitamos Suiza y fuimos vecinos de Lord Byron. Al principio, pasábamos nuestras horas agradables en el lago, o vagando por la orilla; y Lord Byron, que estaba escribiendo el canto tercero de Childe Harold era el único que pasaba al papel sus pensamientos. Éstos, tal como nos los iba exponiendo sucesivamente, vestidos con toda la luminosidad y armonía de la poesía, acuñaban como divinas las glorias del cielo y de la tierra, cuyas influencias compartíamos con él.

Pero el verano resultó húmedo y riguroso, y la incesante lluvia nos confinó a menudo durante días. En nuestras manos cayeron algunos volúmenes de relatos de fantasmas traducidos del alemán al francés. Entre ellos estaba la Historia del amante inconstante, el cual, creyendo abrazar a la desposada a la que había dado su promesa, se descubría en brazos del pálido fantasma de aquella a la que había abandonado. Estaba el cuento del malvado fundador de su estirpe cuya desdichada condena consistía en dar un beso a todos los hijos de su predestinada casa, precisamente al llegar éstos a la pubertad. Su figura gigantesca y sombría, vestida como el fantasma de Hamlet, con armadura completa, pero con la visera levantada, fue vista a medianoche, bajo los oportunos rayos de la luna, cuando avanzaba lentamente por la avenida. Su silueta se perdió bajo la sombra de las murallas del castillo, pero poco después chirrió una verja, se oyó una pisada, se abrió la puerta de la cámara, y avanzó hasta el lecho de los sonrosados jóvenes, sumidos en saludable sueño. Un dolor infinito se acumuló en su rostro al inclinarse a besar la frente de los niños, que al punto empezaron a marchitarse como flores tronchadas sobre el tallo. No he vuelto a ver esos relatos desde entonces, pero tengo sus peripecias tan frescas en la memoria como si las hubiese leído ayer.  –Vamos a escribir cada uno un relato de fantasmas –dijo Lord Byron; y aceptamos su proposición. Éramos cuatro. El noble autor comenzó un cuento, cuyo fragmento publicó al final de su poema Mazzepa. Shelley, más inclinado a plasmar sus ideas y sentimientos en el esplendor de la brillante imaginería y la música del más melodioso verso que adorna nuestra lengua, que a inventar el mecanismo de una historia, empezó un relato basado en experiencias de la primera etapa de su vida. Al pobre Polidori se le ocurrió una idea terrible sobre una dama con cabeza de calavera, castigada de ese modo por espiar por el ojo de una cerradura. He olvidado qué es lo que vio; algo tremendamente espantoso y maligno, por supuesto; pero una vez reducida a una condición peor que la del famoso Tom de Coventry, no sabía qué hacer con ella, y no tuvo más remedio que mandarla a la tumba de los Capuleto, único lugar apropiado. Los ilustres poetas, incómodos con la trivialidad de la prosa, abandonaron en seguida su antipática tarea. Yo también me dediqué a pensar una historia; una historia que rivalizase con aquellas que nos había animado a abordar una empresa. Una historia que hablase a los miedos misteriosos de nuestra naturaleza y despertase un horror estremecedor; una historia que hiciese mirar en torno suyo al lector amedrentado, le helase la sangre y le acelerase los latidos del corazón. Si no lograba estas cosas, mi historia de fantasmas sería indigna de tal nombre. Pensé y medité... pero sin resultado. Sentía esa vacía incapacidad de invención que es la mayor desdicha del autor, cuando a nuestras ansiosas invocaciones responde la penosa Nada.

–¿Has pensado una historia? –me preguntaban cada mañana; y cada mañana me veía obligada a contestar una mortificante negativa.

Todo debe tener un principio, para decirlo con palabras de Sancho, y ese principio debe estar vinculado a algo que lo precede. Los hindúes afirman que el mundo lo sostiene un elefante, pero hacen que al elefante lo sostenga una tortuga. La invención, hay que admitirlo humildemente, no consiste en crear del vacío, sino del caos; en primer lugar hay que contar con los materiales; puede darse forma a oscuras sustancias amorfas, pero no se puede dar el ser a la sustancia misma. En todas las cuestiones de descubrimiento e invención, aun en aquellas que pertenecen a la imaginación, se nos recuerda continuamente la historia de Colón y su huevo. La invención consiste en esa capacidad de aprehender las posibilidades de un tema; y en poder moldear y formar las ideas sugeridas por él.

Muchas y largas fueron las conversaciones entre Lord Byron y Shelley, de las que fui oyente fervorosa aunque casi muda. En el curso de una de ellas discutieron diversas doctrinas filosóficas, entre otras las naturaleza del principio vital, y la posibilidad de que se llegase a descubrir tal principio y conferirlo a la materia inerte. Hablaron de los experimentos del Dr. Darwin (no me refiero a lo que el doctor hizo verdaderamente, o dijo que hizo, sino, más en relación con mi tema, a lo que entonces se decía que había hecho), quien tuvo un fideo en una caja de cristal hasta que, por algún medio extraordinario empezó a moverse merced a un impulso voluntario. No era así, sin embargo, como se infundía vida. Quizá podía reanimarse un cadáver; el galvanismo había dado pruebas de tales cosas; quizá podían fabricarse las partes componentes de una criatura, ensamblarlas y dotarlas de calor vital.

La noche menguó durante esta charla, e incluso había pasado la hora de las brujas, antes de que nos retirásemos a descansar. Cuando apoyé la cabeza sobre la almohada, no me dormí, aunque tampoco puedo decir qué pensaba. Mi imaginación, espontáneamente, me poseía y me guiaba, dotando a las sucesivas imágenes que surgían en mi mente de una viveza muy superior a los habituales límites de la ensoñación. Vi –con los ojos cerrados, pero con la aguda visión mental–, vi al pálido estudiante de artes impías, de rodillas junto al ser que había ensamblado. Vi el horrendo fantasma de un hombre tendido; y luego, por obra de algún ingenio poderoso, manifestar signos de vida, y agitarse con movimiento torpe y semivital. Debía ser espantoso; pues supremamente espantoso sería el resultado de todo esfuerzo humano por imitar el prodigioso mecanismo del Creador del mundo. El éxito aterraría al propio artista; huiría horrorizado de su odiosa obra. Confiaría en que, abandonada a sí misma, se apagaría la leve chispa de la vida que había infundido; en que este ser que había recibido tan imperfecta animación se resolvería en materia inerte; y así pudo dormir, en la creencia de que el silencio de la tumba extinguiría para siempre la existencia efímera del horrendo cadáver al que había juzgado cuna de la vida. El estudiante está dormido, pero se despierta; abre los ojos; mira, y descubre al horrible ser junto a la cama; ha apartado las cortinas y le mira con sus ojos amarillentos, aguanosos, pero pensativos.

Abrí los míos con terror. La idea de apoderó de tal modo de mi mente que me recorrió un escalofrío de miedo, y quise cambiar la horrible imagen de mi fantasía por realidades de mi alrededor. Todavía las veo: la misma habitación, el parque oscuro, las contraventanas cerradas con la luna filtrándose a través, y la impresión que yo tenía de que el lago cristalino y los blancos y elevados Alpes estaban más allá. No pude librarme tan fácilmente de mi espantoso fantasma; seguía presente en mi imaginación. Debía tratar de pensar en otra cosa. Recurrí a mi historia de fantasmas... ¡mi tediosa, desafortunada historia de fantasmas! ¡Oh! ¡Si al menos lograra inventar una que asustase a mi lector como me había asustado yo esa noche!

Veloz y animada como la luz fue la idea que se me ocurrió. “¡La encontré! Lo que me ha aterrado a mí aterrará a los demás; sólo necesito describir el espectro que ha visitado mi almohada a medianoche.” A la mañana siguiente anuncié que había pensado una historia. Empecé ese día con las palabras: “Una lúgubre noche de noviembre”, consignando sólo estrictamente los tremendo terrores del sueño que me despertó. Al principio pensé escribir unas pocas páginas, un cuento corto; pero Shelley me insistió en que desarrollase más la idea. Ciertamente, no debo a mi esposo la sugerencia de una sola idea, ni siquiera de un sentimiento; sin embargo, de no ser por su estímulo, jamás habría recibido la forma en que ha salido a la luz. De esta aclaración debo exceptuar el prefacio. Que yo recuerde, lo escribió enteramente él.

Y ahora, una vez más, pido a mi horrenda criatura que salga al mundo y que prospere. Siento afecto por ella, pues fue el fruto de unos días felices, en que la muerte y el dolor no eran sino palabras que no encontraban verdadero eco en mi corazón. Sus diversas páginas hablan de muchos paseos, muchos viajes y muchas conversaciones, cuando yo no estaba sola; y mi compañero era alguien a quien no veré más en este mundo. Pero esto es para mí; a mis lectores no les incumben estas asociaciones.

Sólo añadiré unas palabras sobre las alteraciones que he introducido. Son principalmente de estilo. No ha cambiado parte alguna del relato ni he introducido ideas ni circunstancias nuevas. He corregido el lenguaje donde era tan soso que mermaba el interés del relato; estos cambios aparecen casi exclusivamente al principio del primer volumen. En los demás, se limitan a aquellas partes que son meras adiciones a la historia, dejando intactos su fondo y su sustancia.

M. W. S.

Londres, 15 de octubre de 1831

*Introducción de la autora para la edición de Standard Novels.

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