Los sueños de Einstein
Cruces entre ciencia y literatura
Jueves 06 de febrero de 2020
En 1905, mientras trabajaba en una modesta oficina de patentes en la tranquila ciudad suiza de Berna, el joven Albert Einstein esbozaba su teoría de la relatividad, una nueva concepción del tiempo. Inspirándose en estos humildes inicios, el físico y escritor Alan Lightman imagina a un Einstein de ficción que cada noche sueña con mundos en los que el tiempo se rige de maneras diferentes.
Por Alan Lightman. Traducido por Andrés Barba Muñiz.
Sobre un lejano soportal, el reloj de la torre suena seis veces y a continuación se detiene. Hay un joven desplomado sobre su escritorio. Ha llegado a la oficina al amanecer, tras otra noche de inquietud. Lleva el pelo despeinado y unos pantalones demasiado grandes. Tiene en la mano veinte páginas arrugadas: la nueva teoría del tiempo que enviará hoy por correo a una revista alemana de física.
En la sala flotan tenues sonidos procedentes de la ciudad. Una botella de leche tintinea sobre el empedrado. Alguien despliega el toldo de una tienda en la Marktgasse. Un carro con verduras traquetea lentamente en alguna calle. Un hombre y una mujer hablan en susurros en un apartamento cercano.
Bajo la débil luz que inunda la sala, los escritorios tienen un aspecto sombrío y suave, como animales dormidos. Excepto el del joven, que está abarrotado de libros abiertos, los doce escritorios de roble están cubiertos de documentos pulcramente organizados el día anterior. Dentro de dos horas, cuando llegue, cada empleado sabrá exactamente por dónde empezar, pero en este momento, bajo esta débil luz, los documentos de las mesas no son más visibles que el reloj de la esquina o el banquillo de la secretaria junto a la puerta. En este momento, lo único que se ve son las formas sombrías del mobiliario y la figura del joven desplomado.
Son las seis y diez según el invisible reloj de la esquina. A cada minuto que pasa se van perfilando más objetos. Ahí aparece una papelera de latón. Allí un calendario en la pared. Aquí la fotografía de una familia, una caja de clips, un tintero, una pluma. Allí una máquina de escribir, una chaqueta doblada sobre una silla. Cuando llega su turno, las ubicuas estanterías emergen de la niebla nocturna que inunda las paredes. Las estanterías contienen archivos de patentes. Una de esas patentes se refiere a un nuevo trépano de dientes curvos que minimiza la fricción. Otra propone un transformador eléctrico capaz de mantener un voltaje constante cuando varía el suministro eléctrico. Otra presenta el diseño de una máquina de escribir con unos tipos de velocidad reducida que eliminan el ruido. Es una sala llena de ideas prácticas.
Afuera, las cimas de los Alpes resplandecen bajo el sol. Estamos a finales de junio. Un barquero desata su pequeño esquife en el Aar, lo aleja de la orilla y deja que la corriente lo arrastre por la Aarstrasse hacia la Gerberngasse, donde distribuirá sus manzanas y bayas de verano. Un panadero llega a su tienda de la Marktgasse, enciende su horno de carbón y comienza a amasar la harina y la levadura. Dos amantes se abrazan en el puente Nydegg y contemplan el río con tristeza. Un hombre examina el cielo rosado desde su balcón de la Schifflaube. Una mujer insomne baja lentamente por la Kramgasse,asomándose a cada soportal, leyendo los carteles a media luz.
En la larga y estrecha oficina de la Speichergasse, en esa sala repleta de ideas prácticas, el joven empleado sigue dormido en su silla, con la cabeza apoyada en el escritorio. Desde hace ya algunos meses, desde mediados de abril, tiene sueños relacionados con el tiempo. Sus sueños se han apoderado de sus investigaciones. Sus sueños le han agotado, le han dejado tan exhausto que a veces ni siquiera sabe si está dormido o despierto. Pero los sueños ya han cesado. De entre las muchas naturalezas del tiempo, imaginadas como noches igualmente numerosas, una de ellas parece más convincente que las demás. Y no es que las otras sean imposibles. Tal vez existan en otros mundos.
El joven se remueve en su silla, a la espera de que llegue alguna mecanógrafa, y tararea por lo bajo el Claro de luna de Beethoven.