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Prólogos

La visión contemporánea de Aleister Crowley

Federico Fahsbender presenta la novedad de Walden: Hija de la Luna, de Aleister Crowley, uno de los mayores ocultistas del siglo XX.




Por Federico Fahsbender




Esta edición de Moonchild, o Hija de la Luna, existe, en parte, porque los derechos de la obra de Crowley entraron al dominio público fuera de Estados Unidos en 2018, poco más de setenta años después de su muerte. En ese entonces, quienes nos divertimos con este tipo de cosas sentimos algo de entusiasmo ante la idea de una pequeña explosión en el negocio del libro, que ya tenía el camino abierto para publicar sin liquidarle a nadie a un chico terrible del siglo XX, a una de las 58 caras de la portada de Sgt. Pepper’s, el “hombre más malvado del mundo” según la prensa sensacionalista de su época. Más todavía con el supuesto auge de la literatura de terror que comenzaba ―el ocultismo está hoy en el centro de libros exitosos Nuestra parte de noche, de Mariana Enriquez, y Para hechizar a un cazador, de Luciano Lamberti―, o todas las jóvenes brujas que posteaban en Instagram. También, quedaba abierto el camino fácil de vender algo de espiritualidad o cultura alternativa, de colocar a Crowley en el plano comercial de lo lateral, de lo otro, la forma que tiene la industria de la cultura de vender este tipo de ideas. Es un truco de doble filo. Reconoce el peligro que implican ―el de tomar a un bobo más para convertirlo en un bobo menos― pero las condena a la infancia intelectual al mismo tiempo. Salvo por contadas excepciones, esa explosión no ocurrió. Ni cerca. Nada en Argentina, pocas ediciones en España, sin una curaduría interesante. Vayan a una librería promedio en Buenos Aires y no encontrarán un solo libro de Crowley en venta. Este nuevo Hija de la Luna ―con una nueva traducción que supera con fuerza a la de la vieja edición de la editorial española Humanitas― tal vez sea el único.

La explosión no ocurrió, tal vez, porque esa industria de la cultura, a la que Crowley nunca cortejó en vida, todavía no sabe qué hacer con él.

Titulé este ensayo “La visión contemporánea de Aleister Crowley” porque creí, en un primer momento, que sería agradable o vendedor, que le gustaría a algún público hipotético. Después entendí que no hay tal cosa como una visión contemporánea, sino una sola visión, una única forma de verlo. Crowley no solo fue un raro, un yonqui, un animal sexual, una nota al pie en el siglo XX o, en el mejor de los casos, un gran ocultista: fue, para muchos, el profeta del culto de la Ley de Thelema, la filosofía religiosa y teúrgica de la ley de haz tu voluntad. Vivió su vida y modeló su obra de acuerdo a ese rol, con el que fundó dos órdenes iniciáticas, la Astrum Argentum y la Ordo Templi Orientis ―que opera hace más de veinte años en Argentina―, cuyos miembros practican sus enseñanzas y sus ritos y viven según sus escrituras. La heredera de los derechos de publicación de Crowley fue, precisamente, la rama norteamericana de la Ordo Templi Orientis. Para leer a Crowley, solo hace falta aceptarlo como tal, en sus propios términos. Seguramente es mucho pedir que alguien que no cree en nada más allá de su nariz que acepte como cosas reales a los demonios que Crowley supuestamente desató en Boleskine House, Escocia, mientras invocaba a su genio superior, su Santo Ángel, sus ritos para evocar al espíritu Bartzabel, sus conversaciones con Choronzon en el desierto de Bou Saâda, Argelia, con la inteligencia llamada LAM o el misterio de la magia sexual reservado a los iniciados e iniciadas del noveno grado de la OTO. No hubiese sido nada sin estas experiencias. Sin ellas, sería otro europeo disipado y extravagante. Crowley, por otra parte, nunca tuvo problemas en presentarse como quien era, con su investidura y su rango y la jerarquía que le confirieron esas experiencias que fueron sus triunfos. Para un iniciado, no hay nada más fácil y conveniente ―o más difícil― que esconderse a simple vista, pero Aleister Crowley y Frater Perdurabo ―“perduraré hasta el final”, uno de sus tantos nombres espirituales― eran una misma cosa. Esta tensión propia de la vida de Aleister llevó a que su obra termine en el estante de libros esotéricos, un poco más abajo de la poesía, lejos de cualquier literatura considerada respetable por la industria de la cultura. Pero al mundo que Crowley ayudó a crear y que vive y prospera hasta hoy en Buenos Aires y en el resto del mundo, lo que diga esa industria no le interesa en absoluto. Tampoco necesita que alguien se ponga de su lado. Genesis Breyer P-Orridge, músico y performer, parte de Throbbing Gristle y Psychic TV, uno de los artistas que mejor interpretó y aplicó las ideas de Crowley, dijo: “La magia se defiende a sí misma”.

Esto lleva a una contradicción formal en Hija de la Luna. Crowley, como líder de un sistema de filosofía religiosa, estableció una forma de clasificar los textos de su canon. Lo llamó su imprimatur, el término que, irónicamente, la Iglesia católica emplea para otorgar el aval oficial a una publicación. Se divide en una serie de clases. Los textos de Clase A son aquellos que no pueden tocarse siquiera en una mayúscula, los que Crowley recibió en un estado de trance, dictados por una inteligencia superior, como, por ejemplo, Liber AL vel Legis, El Libro de la Ley, la supuesta revelación que recibió en El Cairo en 1904 de donde proviene su único dogma, “haz tu voluntad”, el texto que definió su ethos y su vida, así como el ethos de sus seguidores. Los de Clase D corresponden a sus rituales, instrucciones de misticismo y magia ceremonial. Pero Hija de la Luna no pertenece a ninguna de estas divisiones, no integra ese imprimatur, existe fuera de él. Es curioso que así lo sea, porque en esta novela pop y grotesca, el hombre que configuró y desfiguró la historia moderna de las ciencias ocultas y de la magia misma como fuerza decidió esconder a simple vista uno de sus mayores arcanos. Como cualquier cosa en el ocultismo, lo que Hija de la Luna representa se comunica en símbolo. Pocas veces en la obra de Crowley ese símbolo es tan evidente.

En esta novela, escrita en 1917 en sus días en Nueva Orleans y publicada en 1929 por Mandrake Press en Londres, Crowley invirtió todo lo que él era. El clásico veneno de sus comentarios está allí, su sentido del humor seco y dañino. Es un libro profundamente inglés. Aleister mismo lo era, por síntesis o antítesis; no pierde tiempo en volcar su clase y su cultura, cuando escribe en el primer capítulo su revulsión y su afecto por Londres. El toque del decadentismo francés también se siente en el texto. El decadentismo fue una escena que, a Aleister, un contemporáneo, le encajaba perfecto, en toda esa ampulosidad y regodeo. “El libro demuestra que todas las personas e incidentes son puramente inventos de una imaginación perturbada”, dijo una vez Crowley sobre sus personajes en Hija de la Luna, tal vez esperando que nadie le crea. Es un roman à clef, una novela en clave, donde jugó con las celebridades que conoció, con sus confidentes y con el mundo secreto de su vida como si fuese un chico. No se esforzó en disimularlo. La bailarina Isadora Duncan fue la base para escribir a Lavinia King, de acuerdo con Richard Kaczynski, autor de Perdurabo, una biografía de Crowley particularmente bien documentada. Les reservó un lugar turbio, demoníaco, a ciertas figuras de la orden rosacruz y la Sociedad Teosófica. Le dio el peor puesto de todos, el del mago negro Douglas, a su viejo amigo Samuel MacGregor Mathers, uno de los fundadores de la orden en la que Crowley se había iniciado y formado, la Orden Hermética de la Aurora Dorada. Al convertirlo en Douglas, Crowley lo envió al pozo mismo de la infamia. La magia negra no se trata de las energías con las que el ocultista trabaja ―la Goetia, según Crowley, es el texto de evocación demoníaca más estudiado y practicado en las últimas décadas―, sino del objeto de la magia ceremonial misma. Joder a otros con magia es, precisamente, magia negra.

No hay que ser un historiador o un académico para darse cuenta de que Simon Iff es Crowley mismo. Algunos creen que es Cyril Grey, pero todas las obsesiones de Crowley y su sentido del humor están presentes en Iff, un personaje que repetiría en varias de sus historias a lo largo del tiempo. Crowley, por ejemplo, detestaba a los médiums espiritistas y a los psíquicos, lo que explica la caricatura de la condesa Helena Mottich y el desagrado que Iff le profesa. Hay, incluso, un momento donde el viejo maestro de magia y misticismo polemiza en voz alta con J. G. Frazer, autor de La rama dorada, un texto fundacional sobre el entendimiento moderno de la magia que Aleister sin dudas respetaba. Es un comentario que Aleister, demasiado vanidoso, no pondría en boca de nadie que no fuese él mismo. El viejo Iff dice que, al contrario de lo que Frazer escribió, no alcanza con fingir que el muñeco de cera es la persona que uno intenta embrujar. Tiene que haber una conexión real, una conexión que el Crowley real había explicado años antes en su tratado Magick in Theory and Practice. Así, el Crowley profano y el sagrado se encuentran en Hija de la Luna todo el tiempo, chocan y se alejan. Al final, son una misma cosa. Otros ocultistas de renombre, contemporáneos o discípulos de Crowley, también encerraron sus ideas y sus arcanos en piezas de ficción: Dion Fortune en Moon Magic o The Sea Priestess, Franz Bardon en Frabato the Magician, Kenneth Grant en Snakewand o Gamaliel, una novelita vampírica perversa. Los libros de ficción escritos por profanos que incluyen al ocultismo en sus tramas rara vez transmiten la cosa real, tal vez por una falta de comprensión o investigación de sus autores. Los libros de ficción escritos por ocultistas no son grandes textos. En el peor de los casos, no tienen un valor más allá de las ideas que representan y de quienes los escriben. Hija de la Luna, en cambio, está bastante bien escrita. En una primera lectura funciona como lo que es a simple vista: un thriller filosófico atravesado por su época y por el veneno y el sentido del humor de su autor. Tiene algo terrible, en el fondo, una oscuridad diabólica, hay que prestar atención para verla.

Pero siempre, más que nada, me hizo reír. Leerla sin conocer a su autor, calculo, podría ser más divertido.

Y luego están las dos ideas en el núcleo de Hija de la Luna. La primera es la mujer como oficial del rito, la Mujer Escarlata. En el libro, es Lisa la Giuffria, la sacerdotisa madre y puta que representa a Babalon, la diosa que monta a la Bestia del libro bíblico de Revelaciones, una Bestia con la que Crowley se identificó a lo largo de su vida. Por ende, Crowley necesitaba una diosa personal, una partenaire para sus ritos mágicos. Tuvo muchas, a las que les otorgó el cargo de Mujer Escarlata, que proviene de El Libro de La ley.

Luego, está la figura del Niño, creado por esta unión para ser manifestado en este u otro plano, el producto de “la Unión Apasionada de los Opuestos”, como la llamó Frater Brennius, el yogui porteño que instaló a la OTO en Argentina a comienzos del siglo XXI. Esto es lo que define a la magia de Thelema, lo que la distingue de cualquier otra cosa en la historia del ocultismo. Esto es la magia sexual. Cualquier fantasía de coito ceremonial es una cortina deliberada para esconder este principio. Si leen a Crowley con un poco de atención, lo verán decenas de veces. Otra vez, se trata de un símbolo. No se refiere a los hijos biológicos que Aleister tuvo a lo largo de su vida. Difícilmente un thelemita promedio pueda nombrarlos a todos. La más conocida de todas es la más trágica, Poupée, cuya madre fue Leah Hirsig, Soror Alostrael, una de las Mujeres Escarlata. Murió en octubre de 1920, tras enfermar en la Abadía de Thelema, el experimento social que Crowley intentó en Cefalú, Sicilia, una comuna hippie creada casi cincuenta años antes de que existieran las comunas hippies, un lugar marcado por el desorden y la mugre. Poupée tenía apenas ocho meses de edad. Crowley, de acuerdo con sus diarios mágicos, sacrificó a un gato para intentar salvarla.

El Libro de la Ley, dictado según el propio mito relatado por Perdurabo por el espíritu Aiwass ―un representante de los Jefes Secretos, inteligencias cósmicas que rigen el destino de la humanidad―, es un libro al menos divisivo. Algunos de sus adherentes, miembros de la OTO estadounidense, una organización que puede ser un tanto retentiva y conservadora, lo consideran palabra divina, una escritura revelada. Otros en el campo del estudio de las ciencias ocultas se ríen por lo bajo y lo consideran, como mucho, una manifestación del subconsciente de Aleister, con sus fantasías de poder y sus berrinches anticristianos: los padres de Perdurabo eran miembros de la Plymouth Brethren, una secta de puritanos fundamentalistas. La recepción de Liber AL, comunicado por clariaudiencia en una piecita de hotel en El Cairo, supuestamente inauguró la Era de Acuario, el nuevo Aeón para la historia de la humanidad, una época de libertad que duraría milenios donde los viejos dioses de la moral serían derrocados. Esto coloca a Crowley en otra de sus paradojas. En el comentario con el que concluye el Libro, prohibió expresamente que sus palabras se conviertan en dogma, pero también la revelación a la que ató su vida lo convirtió en un elegido, un contactado, al igual que, por ejemplo, Joseph Smith, fundador de la iglesia mormona.

Liber AL tiene tres partes, en las que hablan las voces de tres divinidades. La primera es Nuit, la Madre, la versión de Crowley de la diosa egipcia Nut, que representa la infinidad y la continuidad del cielo. El segundo es Hadit, o Had, el Padre, el globo alado coronado por serpientes, la partícula infinitesimal, una representación de Horus conocida como Hor-Behedet. El tercero es el resultado de esta unión: Ra-Hoor-Khuit, o Ra-Horakhty, el Niño Coronado y Conquistador, Horus en su trono. El nuevo Aeón que anuncia Liber AL es, precisamente, el Aeón de Horus. La misma tríada puede verse en la estela funeraria de Ankh-af-na-Khonsu, un escriba de las Dinastías XXV y XXVI de Egipto, que Rose Kelly, la primera Mujer Escarlata, le señaló a Crowley en su visita al museo de Bulaq, en El Cairo, luego de que la propia Rose le anunciara que ―según el propio mito escrito por Crowley― recibiría el mensaje de Liber AL. El número de la estela en el catálogo del museo era el 666. Crowley repitió el motivo de su Sagrada Trinidad pocos años antes de su muerte en su Tarot de Thoth, pintado por lady Frieda Harris. Puede verse en la carta del Arcano XX, El Aeón, que reemplaza de manera drástica a un arcano mayor al menos bíblico, El Juicio. Buscó también al Niño a lo largo de su vida, creyéndolo capaz de desentrañar los misterios de la revelación que había recibido. Creyó encontrarlo, por un tiempo, en Frater Achad, Charles Stansfeld Jones, uno de sus discípulos más originales y problemáticos. La propia voz de Nuit se lo había dicho: “No lo esperes del Oriente ni del Occidente; pues de ninguna supuesta casa viene ese niño”.

La traducción de ese verso no es mía: le pertenece a Finita Ayerza, que realizó de la primera versión en español de El Libro de la Ley, y la mejor hasta ahora. Hay una historia de Crowley y Thelema en Argentina. Esta edición de Hija de la Luna es parte de ella.

Sé que debería hablar de Xul Solar, quien realizó el primer contacto argentino con Crowley mismo. Sus biografías oficiales hablan de su encuentro con Perdurabo en París en 1924. Ese encuentro puede verse en diarios atribuidos a Leah Hirsig, o en los propios diarios de Crowley, conservados en el Warburg Institute de Londres, que reflejan el juramento mágico de Solar ante la Bestia y la Mujer Escarlata de hallar uno de los arcanos más incomprendidos de la obra de Crowley: su Verdadera Voluntad. Así, el artista se convirtió en un miembro de la primera orden de Crowley, la Astrum Argentum. Solar relató a lo largo del tiempo cómo aprendió de él las técnicas visionarias que atravesaron su obra, lo que se convirtió en sus San Signos. Crowley le encargó explorar astralmente los hexagramas del I Ching: el sistema chino era una obsesión, casualmente, del brujo Simon Iff. Pero Xul Solar no pasó lo que aprendió. Lo que vivió con Crowley terminó en él. La cultura de Thelema, entre otras cosas, se trata de iniciación, de una transmisión de conocimiento. Los iniciados y adeptos de la Astrum Argentum tienen, en ocasiones, el deber de formar nuevos estudiantes, seguir la cadena. No hay registro de que Xul Solar haya formado un discípulo, no hay un linaje que provenga de él.

Lo que hizo Ayerza, en cambio, perduró por décadas. Su Liber AL vel Legis fue una audacia en tiempos horribles: fue publicado en Buenos Aires el 22 de septiembre de 1981, con la Argentina todavía bajo el terror de la dictadura militar, en una edición de circulación casi privada, realizada con el apoyo de sus amigos Adriana Rosenberg y Renato Rita. Los seguidores de Crowley en Latinoamérica emplean su traducción de Liber AL en sus ritos hasta hoy: estuvo presente en al menos quince años de iniciaciones.

Psicóloga lacaniana, amiga de autores como Jacques Alain-Miller y Slavoj Žižek, Ayerza había desarrollado un interés en Crowley a comienzos de los años setenta, lo que la llevó a Nueva York, donde conoció en 1977 a los miembros de la Tahuti Lodge, la célula de la OTO que operaba en esa ciudad. James Wasserman recordó a Finita ―a la que elogió como una verdadera adepta del tarot― y su paso por Nueva York en su biografía, In the Center of the Fire; una foto de Ayerza de ese entonces ilustra el libro, con botas texanas y un estilo realmente chic. No había viajado sola a Nueva York. Junto a ella se encontraba otra mujer, a la que Wasserman recordó apenas como “Susanna”. Era una vieja amiga de Finita, Susana Lippschitz, oriunda de Palermo, que es incluso más importante que Ayerza para la historia de Thelema en habla hispana.

Lippschitz, tal como Finita, publicó sus propias traducciones de obras de Crowley, también casi de circulación privada, entre ellas, una serie de cinco fascículos con su propia versión sintetizada de The Book of Thoth, donde explicaba el Tarot de Thelema en un texto intuitivo, aún más esotérico que el original. Los fascículos fueron acompañados de lo que hoy es una rareza, un objeto de coleccionistas: el mazo de Thoth mismo, pero argentino, fotocopiado en blanco y negro sobre cartulinas, cartas de seis centímetros de alto. Lippschitz era una maestra, seguida por un séquito de estudiantes interesados en la qabalah y la magia ceremonial. Uno de ellos tomó el nombre de Frater Olam. Terapeuta y tarotista eximio, tal como Susanna, Olam entrenó a más de dos décadas de discípulos en el arte de caminar entre el orden y el caos que representan el Árbol de la Vida de la qabalah, un arte que había enseñado y perfeccionado Crowley mismo. Lo haría con una naturalidad notable, sin reverencias, fraternalmente. Olam ―que significa “universo” en hebreo― era frecuentado por la nueva audiencia de las ciencias ocultas en Buenos Aires, que marcaba un quiebre con el estilo de la vieja escena, de cosas como la editorial Kier. Era gente de la contracultura: brujas y masones en motoqueras de cuero, fanáticos de Gorgoroth y Lydia Lunch, chicas góticas, adoradoras y sacerdotisas de la Gran Diosa, cristianos gnósticos a favor de la eutanasia y el aborto legal y nerds que creían que los monstruos cósmicos de H. P. Lovecraft realmente existían en alguna parte.

Frater Brennius era otro de sus contactos a comienzos de los años 2000. Yogui profesional, un conocedor del mito artúrico, ciertamente carismático, estaba lejos de ser un freak a simple vista, como muchos de los mutantes contraculturales que lo rodeaban. Brennius ―que tomó su nombre mágico de la leyenda celta de Bran, el Bendito― había viajado a California a comienzos del siglo XXI para contactar a la OTO. Así, terminaría lo que Ayerza y Lippschitz habían empezado. Obtuvo la carta patente de representación para la orden de Crowley en Argentina y, en 2009, consiguió el permiso para crear miembros argentinos; varios de los estudiantes de Olam se convirtieron en sus iniciados e integraron el primer momento de la OTO porteña. Así, formó lo que fue el centro de la cultura de Thelema para América Latina durante casi diez años, el Oasis Bafomet, que celebró, por ejemplo, ciertas invocaciones en un monoambiente sin baño en un edificio de Congreso frecuentado por putas y cafishos. Brennius, también, celebró en varias ocasiones el rito central público de la OTO, la Misa Gnóstica, escrita por Crowley en 1925, con la eucaristía del vino y el pan de luz, amasado con la sangre menstrual de la sacerdotisa del rito. El Oasis Bafomet dejó de existir en 2015 y fue reemplazado por un nuevo cuerpo, el Oasis Shivaji, que continúa hasta hoy, con nuevos iniciados.

Esta nueva traducción de Hija de la Luna no existiría sin Ayerza, sin Lippschitz, sin Brennius, sin Olam, sin los habitués del Oasis Bafomet. Es parte de este mundo, de esta historia de casi cincuenta años de personas que, como dice Mariana Enriquez en la contratapa, buscaron cambiar el mundo con palabras, para expandir el campo de lo posible.

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