La vida secreta de las vacas
Por Juan José Becerra
Miércoles 11 de julio de 2018
Rosamund Young recopila en este libro publicado por Seix Barral todo lo aprendido sobre el comportamiento de las vacas a partir de su experiencia llevando adelante la granja familiar en Worcestershire, Inglaterra. "Para Rosamund Young, cada vaca es un sujeto con sus taras y sus genialidades, con su romanticismo y su don de gente", dice Becerra.
Por Juan José Becerra.
Se les adjudica a las vacas una tendencia al pensamiento. No hace falta que al atributo lo certifiquen los hechos. Es la lentitud de su metabolismo y su estructura de catedral de carne lo que mantiene viva la superstición, y tiene su lógica. No es por apurada que se reconoce popularmente lo que llamamos inteligencia. Esa tradición hizo que en el reparto de apariencias del reino animal, a la vaca le tocara el disfraz de la sabiduría, la lucidez y la paciencia.
La trampa de estas generalidades es que en ellas se pierde la individualidad. Una vaca no puede representar a todas las vacas, del modo en que un hombre no representa a todos los hombres. No, al menos, para Rosamund Young, propietaria de la granja orgánica Kite’s Nest, condado de Worcestershire, del que sabemos viene la salsa inglesa.
Para Rosamund Young, cada vaca es un sujeto con sus taras y sus genialidades, con su romanticismo y su don de gente. Su perspectiva revoluciona la percepción de la naturaleza, en la que la humanidad tiende a ver géneros, especies y estadísticas.
Lo que recupera Young en La vida secreta de la vacas es el cuento vitalista de las bestias a escala de ejemplar. Cada vaca tiene algo que decir por sí misma acerca de quién es. Tiene, para la posteridad o la inmediatez de sus farmers, una voluntad de confesión que desea hacerse escuchar. Durante cuarenta años, Kite’s Nest fue un extraordinario laboratorio de insignificancias con el que Young elaboró lo que podemos llamar fábulas de carácter, es decir fábulas sin enseñanzas por la cuales las bestias educadas de Worcestershire, antes de morir en auge productivo —no hay por qué ocultar el fin materialista de tanta bondad— disfrutan de lo que en la civilización se conoce como «vida digna».
En ese tránsito experimentan la desgracia y el gag. Nada de lo humano les es ajeno a los animales. Hay vacas que juegan a las escondidas aun con las dificultades que les trae ocultar sus enormes carrocerías detrás de las flaquezas de los álamos. Hay vacas que aman o detestan a sus hijos. Y hay una vaca abuela que se ofende y se va —ojalá fuese así entre humanos— porque su hija no deja que sea la babysitter de su nieta.
Lo que Rosamund Young detecta es la literatura realista de las vacas, la comedia vacuna en el sentido en que Balzac detectó la comedia de los humanos. Estamos a un paso de reconocer que en un rodeo de vacas no hay menos civilización que en la nuestra (en cierto sentido quizás haya más).
Pero no solo de vacas vive la granja Kite’s Nest. En ese ambiente, en el que se mezclan las necesidades de la economía con los dones del humanismo aplicado a las bestias (digamos un «animalismo»), también tienen sus días de gloria algunas especies que no alcanzan a obtener la simpatía que despiertan las vacas pero asumen, sin falsa modestia dramática, su rol de estrellas secundarias.
Las fábulas en Worcestershire incluyen, cada tanto, un baño de sangre. Una gallina sobrevive al ataque de un zorro. Queda renga y le aplican una venda en una de sus patas malheridas. Mientras dura la rehabilitación, sus compañeras de corral caminan y se mueven al ritmo de su renquera. La solidaridad continúa cuando un empleado de Kite’s Nest le quita la venda y se queda con la pata de la gallina en la mano. Lo que experimenta el animal no es otra cosa que alivio, y se lanza a su nueva vida ya sin el peso de la rehabilitación.
Por donde se mire, la granja de Young es una fuente de escenas teatrales en clave de melodrama. Dos toros se citan para la lucha. Unas ovejas adictas al frío buscan el punto más elevado de la colina en la que pastan para sentir el viento más helado del mundo. La lechona Piggy, criada entre ovejas —sólo le falta balar—, es inseminada y se espanta al tener sus crías porque nunca antes había visto un ejemplar de su especie.
Lo que Young extrae de ese universo no es una etología academicista que explique la vida de los animales a mitad de camino de la ciencia y el oscurantismo. Si de ellos vale la pena detectar un repertorio de conductas, es para narrarlas al modo de la novela familiar.
Lo que ve el ojo de Young es una sociedad animal extendida a través de las generaciones. El árbol genealógico de los «personajes» de este libro (Amelia, Dorothy, Lizzy, Jake, Alice, etc.) es la prueba cívica de que en Kite’s Nest todo el mundo tiene derecho a un nom- bre, a una filiación y a una vida inspirada en el Estado de Bienestar.
Una voluntad recorre La vida secreta de la vacas. Es la de revelar y admitir sin sorpresas que las bestias —ni más ni menos que nosotros— son unidades sensibles con tendencia a la colectividad. El secreto es viejo pero se suele olvidar. La industria de la alimentación no cree en sujetos. Rosamund Young, sí. Esa fe, incluso esa devoción por los habitantes de su granja, empuja a un segundo plano el carácter de producto de cada bestia y trae al primero un deseo de relación. Porque una sola necesidad digamos ética es tan fuerte en Young como la de conocer a todas sus vacas, sus chanchos, sus gallinas, sus ovejas: la necesidad de que todos ellos, a su vez, la conozcan.
«Yo había permitido que la vaca me mirara y que me viera —esto nos hizo iguales—, y de golpe yo mismo me convertí en animal». La frase, famosa para el mundo de la literatura, es de Witold Gombrowicz, y expresa su perplejidad luego de cruzarse con una vaca en una avenida bordeada de eucaliptus. Rosamund Young podría suscribir esas impresiones por las que el hombre y la bestia intercambian miradas y trasmutan recíprocamente sus almas en un feliz estado de igualdad.