La vida privada de los escritores
Consideraciones a partir de un nuevo libro de Joyce Carol Oates
Miércoles 30 de marzo de 2016
Por Luciano Lamberti.
Amo leer novelas sobre escritores, no sé por qué. A lo mejor porque en las novelas los escritores son seres mucho más interesantes que en la vida real. No es que me guste la metaliteratura ni los libros sobre libros, pocas cosas me aburren más, pero apenas aparece un escritor, lo confieso, el libro me gana desde el “hola”, como en aquella famosa escena de “Jerry Maguire”, y ya no lo puedo soltar. Me pasó con Misery, de Stephen King, y con El mundo según Garp, de John Irving, ambas tratados encubiertos sobre la escritura, tan disimulados en tramas de la literatura popular que solo alguien que va a buscar eso lo encuentra y se siente satisfecho y, de paso, entretenido. Son dos de los libros que definitivamente me llevaría a una isla desierta, junto a 2666, de Bolaño, a Seymour, una introducción, de Salinger, a Ficciones, de Borges, libros donde los escritores también son personajes, también mucho más interesantes que en la vida real. Y La soledad del lector, de Markson otro sobre artistas pero principalmente sobre escritores, que sufren, que pasan hambre, que no se bañan mucho o se bañan demasiado, que se dejan crecer las uñas y, sobre todo, se mueren, de espantosas enfermedades humillantes, y son judíos antisemitas.
No leí —nadie leyó— todos los libros de Joyce Carol Oates. Nacida en 1938, en el estado de Nueva York, escribió más de 400 cuentos y más de 50 novelas, todas ellas con principio, nudo y desenlace. También una biografía de Marilyn Monroe que hace unos años andaba regalada por las mesas de saldo y nunca me decidí a comprar —ahora me arrepiento. Si hay, después de Carver, alguna posibilidad de perfección en los cuentos realistas, es de esta amable anciana. Lean sino la recopilación llamada Infiel, o este otro más nuevo que Alfaguara acaba de sacar: Mágico, sombrío, impenetrable. Compuesto de trece relatos, algunos verdaderamente largos, el libro es una lección para escritores novatos y no tanto, en sus climas, sus resoluciones, su escritura liviana y densísima a la vez.
El cuento que más me gustó es el que da título al libro. Un cuento sobre escritores, como no podía ser de otra manera. Evangeline Fife, una joven poeta, que trabaja en una pequeña revista de poesía, va a entrevistar a Robert Frost, el gran poeta americano. A mediados del siglo pasado Frost era una estrella: invitado a multitudinarias lecturas y a programas de televisión —incluso al programa de Krusty el payaso. El equivalente a Pablo Neruda: tan famoso y respetado que la gente lo saludaba por la calle —hoy es impensable que algo así le suceda a un escritor, lo más probable es que le dé una moneda al ver su aspecto; a no ser, por supuesto, que hablemos de Vargas Llosa, de quien hablaremos más adelante. Yo leí a Neruda en mi adolescencia como cualquier joven ridículo que se precie. Sabía sus poemas de memoria, incluso. Hace unos años, en un encuentro de escritores en Maldonado (Uruguay), una chilena nos contó, a un público estupefacto, que el Neruda comunista y buena persona había ocultado durante toda su vida con vergüenza a una hija con macrocefalia.
Algo similar ocurre en el cuento de Oates, donde Frost, al principio un viejito encantador, sexualmente agresivo y rural, trata de marear a esta joven y rubia poeta, que termina dándolo vuelta como una media. Basado en investigaciones históricas, el cuento presenta a Frost como un defensor liberal de los derechos de las mayorías blancas, racista y violento, que llevó a su hijo al suicidio, mató a su mujer a fuerza de disgustos y enloqueció a sus dos hijas. ¿De qué habla el cuento? Probablemente de que cualquier escritor, cualquier persona, sin ir más lejos, tiene un monstruo debajo de su cascarita superficial. Probablemente de la distancia entre la imagen pública y la privada. Probablemente del verdadero origen traumático y fangoso de toda obra literaria. Probablemente de la (mala) manera en que los escritores envejecen, así como envejecen las estrellas de rock —nadie se salvó de eso, excepto, quizá, David Bowie.
En la cola de la verdulería, veo la foto de Vargas Llosa en la tapa de la revista Caras. Me vuelvo a mirarla, no lo puedo creer, me tiemblan un poco las piernas. El escritor monstruoso de La Tía Julia y el escribidor —otro libro sobre escritores—, de La ciudad y los perros, de Los cachorros, de Conversación en la Catedral, parado ahí, al lado de su flamante novia, Isabel Preysler, una empresaria cosmética que enviudó hace unos meses. Después me entero que Carmen Balcells, que fe la agente del peruano liberal, le había conseguido un par de tapas en la revista ¡Hola! para promocionar su nueva novela, cuyas ventas no son, definitivamente, las esperadas.
A lo mejor las revistas de chimentos son la última esperanza de que los escritores ocupen el lugar que tuvieron hace siglos. A lo mejor es pura pavada frívola.
***