Extravío.
Miércoles 17 de diciembre de 2025
Jorge Consiglio vuelve a Borges y Haroldo Conti en un recuerdo de adolescencia en esta nueva entrega.
Por Jorge Consiglio.
Tenía dieciséis años cuando me perdí en un bosque de La Lucila del Mar. Era diciembre, una tarde en la que el calor parecía salir de la tierra. Entré al bosque sin intención de explorar; mi propósito era más inmediato: buscaba sombra. El borde de la arboleda era claro, casi doméstico: pinos rectos, senderos angostos, restos de arena que el viento traía desde la playa. A pocos metros de avanzar, el orden empezó a diluirse. Los pinos formaban repeticiones que no podía distinguir entre sí y la luz, filtrada en ángulos oblicuos, reproducía siempre la misma escena. Giré dos o tres veces y ya no supe por dónde había entrado.
Lo que siguió no fue un sobresalto, sino una incomodidad creciente. Cada paso parecía devolverme al punto inicial, aunque sabía que eso no era posible. El suelo tenía pequeñas elevaciones que no recordaba, el olor a resina se volvía más denso, y el silencio —casi material— empezaba a imponer su propio ritmo. La desesperación apareció como un reflejo: la necesidad urgente de recuperar un punto fijo. Pero junto a ese impulso surgió otra sensación, menos nítida pero persistente: un placer extraño por la suspensión del control. Estar perdido, lejos de anular la percepción, la intensificaba. Cada detalle —la textura de la pinocha, la sombra triangular de un tronco, el crujido de una rama— adquiría un relieve que fuera del bosque habría pasado desapercibido.
Mucho más tarde, relacioné esa “atención forzada” con la que experimentan los personajes de algunos cuentos maravillosos. Allí, el bosque funciona como umbral: el protagonista ingresa en un espacio que lo descuadra y, al hacerlo, se somete a una experiencia transformadora. Perderse se vuelve una condición para el hallazgo. No se trata de un mero accidente, sino, más bien, del procedimiento que habilita la anagnórisis; en otras palabras, el bosque opera como un dispositivo narrativo que obliga a suspender el orden cotidiano para que otra lectura del mundo sea posible.
Esa lógica ayuda a enfocar un aspecto de “La casa de Asterión”, de Jorge Luis Borges. El relato desplaza el bosque del cuento maravilloso hacia una arquitectura interior. Asterión no se interna en un territorio desconocido, nace dentro del laberinto. Su extravío es constitutivo. Lo notable es que, aun así, percibe su recorrido como una práctica casi ritual: caminar por espacios repetidos, descender escaleras idénticas, abrir puertas que no conducen a una variación sustancial. El extravío no tiene la forma de la desorientación consciente, es la condición previa que organiza su existencia. En este punto, perderse deja de ser un error de cálculo y se convierte en un modo de estar. Asterión no distingue entre la exploración y la rutina porque vive en un espacio donde cada desplazamiento confirma la imposibilidad de encontrar un centro. Lo que para el lector es un laberinto, para él es simplemente “la casa”. Borges lleva al extremo la idea del bosque como territorio de reconocimiento. Lo sitúa en un espacio hermético de duplicaciones. La revelación —saber quién es— no ocurre mientras recorre el laberinto, sino en el instante final, cuando aparece Teseo. La salida del extravío coincide con la desaparición del personaje. El conocimiento, entonces, consuma la pérdida.
En cambio, en el cuento “Como un león”, de Haroldo Conti, la pérdida adquiere otra forma. No se trata de un laberinto ni de un bosque, sino de un despertar cargado de imágenes que saturan la percepción. El protagonista emerge a la mañana con la cabeza “llena de cosas”: voces, recuerdos, escenas del barrio, restos de conversaciones, la presencia del hermano muerto. Su extravío es interior, pero no abstracto. Conti lo presenta como un estado de percepción simultánea donde las figuras del entorno —las chimeneas, los trenes, las casillas— aparecen intensificadas, a veces deformadas, como si el mundo material se sobreimprimiera a la conciencia sin orden previo.
A diferencia de Asterión, que habita una repetición sin contraste, el personaje de Conti vive en un entorno cargado de movimiento. Las locomotoras se estiran, las luces se filtran por huecos mínimos, los cuerpos de los trabajadores producen una cadencia que tiene algo de coreografía involuntaria. El extravío del protagonista no radica en no saber dónde está, sino en no saber cómo ordenar lo que ve. Su percepción está atravesada por una tensión entre lo real y lo imaginado: la figura del hermano funciona como una guía imprecisa que lo impulsa y, a la vez, lo desconcierta.
Si en Borges el extravío es estructural y silencioso, en Conti es móvil y saturado. Pero en ambos casos el desvío habilita una forma de revelación: Asterión descubre su identidad en el umbral de la muerte; el narrador de Conti descubre, en medio de ese amanecer distorsionado, un impulso vital que lo sostiene. La frase “como un león” actúa como consigna heredada, afirmación que enlaza fuerza y vulnerabilidad. Perderse, para él, no supone desorientarse en un espacio, sino ubicarse en una trama afectiva que no controla.
Mi incidente en el bosque se corresponde con estos relatos en un punto preciso: en los tres casos, perderse obliga a ajustar la mirada. Estar extraviado no garantiza la revelación, pero produce un tipo de atención que de otro modo no se activaría. En el bosque, cada ruido y cada sombra parecían cifrar un mensaje. En Borges, la repetición de los espacios manifiesta que la comprensión no reside en la búsqueda, sino en aceptar que el espacio no ofrece salida. En Conti, la acumulación de percepciones vuelve evidente que el sentido no está en las cosas aisladas, sino en la manera en que se superponen. En todos los casos, la pérdida funciona como umbral que altera la percepción: los signos corrientes se reorganizan y producen una forma distinta de estar en el mundo, más frágil pero también más precisa. En el bosque de La Lucila del Mar, en los corredores de Asterión o en la deriva que narra Conti, perderse implica acceder a una zona donde las jerarquías habituales se atenúan y los detalles se potencian. Ese desajuste no anula la orientación, la refina. El mundo aparece entonces con un nuevo espesor, como si revelara capas ocultas en la circulación diaria. Perderse se convierte en una modalidad del conocimiento, un modo de percibir la contingencia sin el amparo de lo familiar. Es en esa intemperie, justamente, donde la experiencia alcanza su forma más nítida.