Columnas

La palabra y sus bordes

Entrevista a David Oubiña. “Cuando describo una escena veo cosas que no había visto ni pensado”, dice.

Por HH.

anemic cinema. rotoreliefs

Hablar de cine con David Oubiña es sumergirse en un mundo particular en que diferentes discursos crean nuevos objetos. En un breve repaso por su currículum, Oubiña (Buenos Aires, 1964) da clases en la Universidad del Cine y en la New York University en Buenos Aires, pero también ha sido profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y profesor visitante en las universidades de Londres, Bergen, Nueva York y Berkeley. Además escribió los guiones de “Esas cuatro notas” (2004), “Música nocturna” (2006) y “Secuestro y muerte” (2010). Fue colaborador en revistas como Punto de vista, El amante y Babel e integra el consejo de dirección de Las ranas (artes, ensayo y traducción) y el comité editorial de Cahiers du cinéma España, y es autor de Filmología. Ensayos con el cine (2000, Primer premio de ensayo del Fondo Nacional de las Artes); Estudio crítico sobre La ciénaga. Entrevista a Lucrecia Martel (2007), Una juguetería filosófica. Cine, cronofotografía y arte digital (2009) y El silencio y sus bordes. Modos de lo extremo en la literatura y el cine (2011), entre otros.

 

¿Qué lugar fue encontrando la descripción en los textos que luego se reunirían en Filmología, la colección de retratos de filmografías de directores como, entre muchos otros, Tati y Sokurov?

—Creo que la primera vez que recuerdo haber apelado a un trabajo de descripción fue cuando escribí el primer artículo para Punto de Vista sobre “A través de los olivos”, de Abbas Kiarostami, donde estaba un poco obligado porque era un texto concentrado sobre un plano de una película, de la que, además, sabía que no se había visto mucho acá. Uno de los requerimientos del texto era entonces reponer el fragmento. Después, de alguna manera, me dí cuenta que eso ya lo venía haciendo aunque no sistemáticamente, como con el plano de la vela de “Nostalgia”. La descripción, por un lado, implica una cuestión de placer, volver a ver una escena, sobre la cual voy a escribir porque me llamó la atención; por otro, resulta un momento literario en un contexto de crítica cinematográfica. Es una situación de apropiación; obviamente, uno está interpretando, y es evidente que no es lo mismo ver una escena que leerla. Pero es esa distorsión lo que a mí me gusta, porque, todo el tiempo, de hecho, lo que los lectores van a encontrar es lo que se deja ver a través de la escritura. Aunque es cierto que, en el caso de la película de Kiarostami, no dejaba de ser algo instrumental; debía describirla porque, de otro modo, no se iba a entender nada. Después me dí cuenta de que es algo que me gusta hacer, concentrar varias cuestiones, encontrar un momento privilegiado. Suelo asociarlo más a la escritura sobre cine y no, desde ya, a la literatura, dado que es más fácil cotejar o incluir el texto aludido; aún así, recuerdo una excepción con Saer, en El silencio y sus bordes. Y eso acaso sea posible porque se trata de describir no el argumento sino la forma, que lo incluye.

¿A quiénes reconocerías en esa aproximación?

—No sé a quién se lo copié, de dónde viene. Como sea, cuando escribo crítica trato de que sea en términos de ensayo y, por lo tanto, no en términos de ficción. Sin embargo, la descripción es un resto ficcional. Es un momento novelesco dentro de un ensayo; produce un efecto. Como antecedente, tal vez podría citar de Flaubert lo que menciona Rancière, cuando dice que sus descripciones en Madame Bovary persiguen ser más objetivas, como si el autor estuviera mirándolas. La minuciosidad, la habilidad, el esfuerzo no visible para encontrar la palabra justa, en Flaubert, me impactaron. Agregaría a los escritores objetivistas. Y si tuviera que pensar en críticos, más bien, lo haría por la contraria. En general, me resulta un intento vano cuando, en los libros americanos o españoles, se hacen análisis tan pormenorizados y, al mismo tiempo, se incluyen la serie correspondiente de fotogramas; así, se termina no viendo la escena. Como un Saer involuntario, desglosando tanto la escena, en realidad, sólo quedan gestos aislados. Es imposible entender una escena a través de los fotogramas. Por eso me gusta como describe Deleuze; que aunque sean diferentes, no descripciones largas, en el sentido de Lukács, en unas pocas líneas logra dar con lo que él necesita de una película. Prefiero reproducir una mirada.

¿Cómo convergen las palabras como “coreografía”, cuando te referís a “Jeanne Dielman, 23 quai de Commerce, 1080 Bruselas” y no a “Un día Pina preguntó” o “Toda la noche”, de Chantal Akerman, o “zoom”, en relación a “Nostalgia”, de Tarkovsky, con una idea de duración?

—No es el contenido de la escena sino su respiración lo que me motiva. La escritura está muy trabajada, dado que me interesa que lo descripto se vea con una duración y una distancia. Escritor y guionista se encuentran en esa necesidad; es una negociación entre metáfora y precisión. Por ejemplo, remitir un efecto muy técnico, pero pensándolo en términos conceptuales, qué es lo que supone. También implica volver a la moral de los travellings. Se trata de desarrollar un texto de crítica cinematográfica o ensayo sobre cine donde puedan convivir fugazmente varios intereses propios con los cuales he tenido algunos escarceos: la crítica, la realización y la literatura; un momento, en definitiva, que es un poco todas esas cosas y ninguna a la vez.

A propósito, en un reportaje sobre “La bella cautiva”, que agrega un nuevo cuadro inventado a la serie de cuadros de Magritte con ese nombre, Alain Robbe-Grillet recordaba la anécdota de cuando un editor le ofreció a Flaubert, por el escándolo que había suscitado, ilustrar Madame Bovary y éste lo sacó carpiendo. ¿Qué hay antes, además de, probablemente, ver la película?

—Cuando describo la escena veo cosas que no había visto ni pensado. Hay, sí, apuntes sobre lo que pretendo señalar. Pero como no tengo pensado el ensayo para después escribirlo, en general, voy pensando a medida que voy escribiendo; escribo desordenadamente, no comenzando necesariamente por el comienzo. No sé si eso es bueno pero tiene, al menos, la ventaja de evitar un esquema con ideas previas que, luego, encuentran un vehículo para comunicarse. Con ese método de trabajo, en cambio, es la misma retórica la que va produciendo ideas que, a su vez, se nutren de apuntes previos. No hay un plan.

Segunda nota al pie, página cincuenta y cuatro, de Una juguetería filosófica en referencia al ensayo “Una juguetería filosófica (Eadweard Muybridge, Jean-Luc Godard, Bill Viola y asociados)”: «El libro tiene su origen en ese ensayo (aunque lo ha desmontado para articular sus fragmentos en una nueva configuración) y reelabora las ideas planteadas allí.»

—En primer lugar, tiene que ver con sincerar una situación. Cuando estaba leyendo para el capítulo sobre Saer de la tesis (“El silencio y sus bordes”), paralelamente, estaba entusiasmado con los cronofotógrafos. Si bien nunca me había interesado particularmente por el cine primitivo, los cronofotógrafos y, en especial, la seductora figura de Muybridge, eran el recreo de la tesis. En cierto momento, cuando no le encontraba la vuelta al capítulo de Saer, creí poder cruzar esos dos intereses; hubo versiones de dicho capítulo en el que los cronofotógrafos resultaban un paréntesis dentro de Saer. Pero eran tantos los apuntes que había tomado que hubiera resultado un forzamiento. Finalmente, cuando me propusieron hacer un libro sobre nuevo cine argentino, dentro de una colección alrededor de las genealogías, tratando de conectar episodios del pasado y otros más contemporáneos, contraoferté ese libro, que permitía expandir aquello que había recopilado sin saber porqué. En el libro encontré un cauce para compartir esas lecturas excéntricas. Las cinco páginas de la ponencia publicada en “Pensar el cine 2. Cuerpo(s), temporalidad y nuevas tecnologías” (compilado por Gerardo Yoel), deben estar desordenadas, desarmadas, en el libro.

Considerando El silencio y sus bordes, ¿hay alguna película que haya puesto en tela de juicio o extremado la posibilidad de su escritura?

—En general, creo que las de Godard se resisten. Supongo que, al ser tan polifónicas, resultan intransferibles; entonces, aún habiendo abordado varias varias veces, siempre me queda la sensación de que no es eso que he escrito. Un poco porque con Godard pasa eso; cuando se cree poder fijarlo, se escapa. A la inversa, podría pensar en “Straub, dónde está tu sonrisa escondida”, de Pedro Costa, una película muy descriptiva, muy didáctica y simple; una visita a una cabina de montaje guiada por un profesor a sus estudiantes. Lo que sucede es que entendés qué ve Costa en los Straub y el método de los Straub; y, si no viste “'Sicilia!”, percibís también cómo es esa película. Funcionaría, así, como un equivalente absurdo, porque es la descripción de una película con otra película. Repensándolo, quizás, entonces, se presten mejor aquellas escenas que no se construyen tanto sobre una base de montaje. Y como Godard está todo el tiempo compaginando, y no sólo montando, hay algo ahí muy difícil de captar.

 

 

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