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La hermosa edad del pavo

Sobre los diarios de Fabián Casas

"La literatura de Casas siempre tuvo un único y más importante protagonista: Casas. Todos conocemos su vida, o por lo menos la parte lo bastante presentable como para figurar en la literatura. En su diario, por momentos, Casas nos deja asomarnos a su intimidad, en un gesto honesto que no cae en los golpes bajos".

Por Luciano Lamberti.

En uno de Los Viernes, de Juan Forn (libro necesario para todo aquel que quiera acercarse a La Verdad) leo la descripción del joven poeta. Forn lo ve en la mesa de un bar, y dice de él que “era Rimbaud definiendo los colores”, alguien lleno de grandes consignas, de ambiciosos planes, para quien las palabras son el martillo con el que se va a destruir la inopia en la que vivimos. Es inocente, el joven poeta, fuerte y decidido, nada puede detenerlo, no se sabe mortal, ni capaz de envejecer. Tiene por un delante un mundo que le promete experiencia y electricidad: sexo, droga, poesía y olor a pata. Es como un chimpancé golpeando la tierra con un hueso. Es capaz de organizar trescientas veinte lecturas en un fin de semana, de escribir setenta y cinco poemas por día, de amarlos a todos minuciosamente, y mientras tanto amar al mundo y transfigurarlo y volverlo hermoso por su propia belleza. Cualquier cosa en manos del joven poeta se vuelve una experiencia fundamental, maravillosa, intensa, única: un café, un cigarrillo armado (el joven poeta siempre fuma cigarrillos armados), el olor de un sahumerio de lavanda.

El “joven poeta” es una categoría que va más allá de la disciplina, que no necesariamente escribe poesía, que más bien vive en la poesía, que más bien es poesía. Seguirán pasando las generaciones por esta bendita tierra y seguirán floreciendo los jóvenes poetas. Cada tanto me cruzo a un joven poeta en la calle o en el subte, y quisiera abrazarlo y decirle que se sostenga de lo que pueda, porque la fuerza hacia abajo, hacia el planeta tierra, es implacable, y si tarde o temprano tiene que caer, más vale que sea tarde, porque acá lo espera nada más que un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento. Ojalá resista, pienso. Ojalá resista lo más que pueda.

Todo esto viene a que estoy leyendo y disfrutando como loco los Diarios de la edad del pavo, de Fabián Casas, donde él es un joven poeta que por momentos se ríe de sí mismo y por momentos se toma demasiado en serio. El que quiera saber cómo se gestó esa bola de nieve que se llamó Poesía de los 90, acá lo tiene, empaquetado pero nunca explicado. Casas, como bien lo describió aquel perfil de Gloria Guerreiro, es, en estas páginas, a los veintipico: un neurótico, un depresivo, alguien que está ansioso por saltar sin que importe de dónde. Un seco, también, que está contando las monedas para llegar a fin de mes. Obsesionado por ciertos autores, que aparecen y desaparecen, y a los cuales comenta o deja pasar: Borges, Beckett, Thomas Bernard. El Casas de estos diarios ya escribió ese libro pequeño pero fundamental para entender lo que vendría, que es Tuca, y está haciendo el paso a la narrativa. Lo vemos sufrir horrores por una novela inacabada (¿quién no ha sufrido esos horrores?) empezar y dejar cuentos, hacer grandes planes, fracasar y empezar de nuevo. Habla de una novelita que se llamará Ocio. Habla de los poetas de su generación, los que escribieron hermosos libros y hoy, por lo menos para mí, están flotando en el éter: Durand, Fonderbrider, Helder. Habla de los que lo guiaron, como Piglia, Zelarayán o Fogwill. Habla de la mítica revista 18 whiskies. Habla del momento en que entiende que su narrativa tendrá que ver más con las frases (y la poesía) que con la trama en sí. Habla de un aborto, de sus visitas al dentista, de sus problemas intestinales, de todo aquello de lo que está construida la vida pero que en general no aparece en la literatura. La literatura de Casas siempre tuvo un único y más importante protagonista: Casas. Todos conocemos su vida, o por lo menos la parte lo bastante presentable como para figurar en la literatura. En su diario, por momentos, Casas nos deja asomarnos a su intimidad, en un gesto honesto que no cae en los golpes bajos. Hay un joven poeta, ahí, pero también alguien al que le preocupa de qué va a vivir o que puede burlarse un poquito de Arturo Carrera (“voz de hipopótamo”).

Yo también fui, alguna vez, un poeta joven. Estaba separado de mi novia, vivía en unos departamentos que quedaban al fondo de un depósito de botellas, colgado de la luz y comprando garrafas de gas en el kiosco de la esquina, cruzando el monumento a Dante Alighieri, en el Parque Sarmiento. A veces cenaba un choripán ahí, en el puesto que ganó el premio al (sic) mejor choripán del mundo. El departamento era minúsculo, de dos por dos, tenía un colchón tirado en el piso que todas las mañanas levantaba, una mesa de plástico barata y la computadora, eso era todo. No tenía conexión a internet. No tenía cocina. No tenía heladera. Tenía un pequeño ratoncito al que dejaba vivir porque era prácticamente mi única compañía, y al que veía pasar de un lado a otro de mi diminuto espantoso departamento. Tenía unos vecinos con un bebé recién nacido que lloraba día y noche. Tenía una computadora de escritorio con un monitor prehistórico enorme en blanco y negro. Caminaba de un lado a otro de mi departamentito ocupado en dos cuestiones: 1. Sentirme miserable. 2. Escribir poemas. Eran poemas escritos exclusivamente y únicamente en estado de gracia. No me permitía otra cosa que un estado de gracia permanente y, en caso de no conseguirlo, no escribía. Había días en los que flotaba. Levitaba apenas unos centímetros, por encima de mi ratón, y escribía mis poemas en una libretita, desenfrenado, y no era feliz. A veces extraño a ese chico.

“Todo escritor debería dejar cada tanto salir de su mazmorra al Joven Poeta Que Fue”, dice Juan Forn, y eso es parte de La Verdad.

 

 

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