Hoy nadie muere ni mata por un libro
De Operación Masacre a Caperucita roja
Viernes 10 de marzo de 2017
A partir de El negro corazón del crimen, de Marcelo Figueras, y alrededor de los alcances de la literatura comprometida, "de lo que significa, para un libro, ir más allá del somero ámbito del placer estético", del libro como "algo que sale de la página, que influye en la realidad".
Por Luciano Lamberti.
Leo El negro corazón del crimen, de Marcelo Figueras, que acaba de salir por Alfaguara, una novela que reconstruye el proceso de investigación, redacción y publicación de Operación Masacre, de Walsh, uno de los libros capitales de la literatura argentina, junto al Facundo y Respiración artificial. No es casualidad que podamos pensar juntos a esos libros, parte de una línea cronológica, de una tradición política y testimonial, pero también de la idea del libro como algo que sale de la página, que influye en la realidad, que la modifica sensiblemente (no es ningún secreto que algunos testimonios recogidos por Walsh sirvieron como prueba en el juicio posterior de los involucrados). Rodolfo (Erre en esta novela) es presentado como un héroe de policial negro, como la vieja figura del periodista que se juega la vida por una investigación y que va hasta sus últimas consecuencias (que en su caso fue la muerte).
Se sabe (figura en el libro) que después de haber obtenido el premio Municipal de Literatura por Variaciones en rojo, una recopilación de cuentos policiales, Walsh estaba urgido a escribir una novela. Se sabe que su propio estilo conciso, económico y borgeano hasta la médula (ver “Esa mujer”, para algunos el mejor cuento de la historia de nuestra literatura) se lo impedían. Se sabe (figura en la famosa introducción a Operación Masacre, leída hasta la náusea por los estudiantes de periodismo) que Walsh estaba en un bar, jugando al ajedrez, cuando escuchó aquello de “un fusilado que vive”, el oxímoron que lo dispara todo, la paradoja que despierta su deseo de salir a la calle, de buscar información, de involucrarse. Se sabe que en vez de escribir la novela redacta “eso” que constituye el primer libro de no ficción de la historia y para lo cual todavía no existía un nombre. Lo escribe “en caliente y de un tirón” y se pasea con ella por todas partes porque no hay quien quiera publicarla. Eran tiempos en los que la publicación de un libro podía significar la cárcel, el ostracismo o la muerte, y constituyen un buen recordatorio para esos periodistas que embolsan millones y se quejan de persecución ideológica desde sus departamentos en Miami.
Creo que lo más interesante de Walsh no es tanto su figura, que tiende al endiosamiento y la ceguera, como la perfección de lo que escribió. Creo que el mejor homenaje es leer esos cuentos de colegio irlandés, la novela corta “Fotos” o incluso los policiales, porque en ellos donde resuena su voz de un modo tan vívido que parecen leídos en voz alta por él. Creo que también cabe hacerse, leyéndolo, la vieja y nunca bien respondida pregunta acerca de los alcances de la literatura “comprometida”, de lo que significa, para un libro, ir más allá del somero ámbito del placer estético. Hoy nadie muere ni mata por un libro. Hoy los políticos están lejos de tener, en su mesita de luz, otra cosa que no sea policiales escandinavos, ensayos de divulgación científica que ayudan a entender el funcionamiento del cerebro o lamentables análisis de Marcos Aguinis. El realismo, que en la historia de la literatura fue siempre el encargado de hacer un corte sincrónico de la vida social y mostrarnos sus entrañas del modo más crudo, se dedica, como en una película de ISAT, a retratar las dificultades de la vida en pareja y la crianza de los chicos. Dicen que es en el policial donde se juega lo político, pero esa verdad ha sido dicha tantas veces y siempre desde la misma perspectiva maniquea, que resulta tranquilizadora. El lector de un policial escandinavo cierra el libro sintiéndose satisfecho, lo deja en su mesa de luz y abre otro policial escandinavo.
Leyendo Los siete locos, de Arlt, Piglia dice que ahí está la verdadera representación política de la época. No la que traslada maquinalmente los problemas contemporáneos, dándole el mismo tratamiento y la misma respuesta que el noticiero de la mañana, sino la que utiliza los procedimientos de la época en la literatura. Es ingenuo y tranquilizador presentar el retrato de una mujer golpeada por su marido sintiéndose un justiciero posmoderno, con la idea de que, entre violación y paliza, la mujer lea esas palabras y corra a hacer la denuncia: es precisamente la forma equivocada de considerar el compromiso.
Prefiero leer Caperucita Roja, de los hermanos Grimm, donde esos problemas están presentados como tal, como problemas, y no como soluciones trasnochadas. Un cuento de una página que alguna abuela distraída nos relata de chicos y sigue resonando en nosotros durante toda la vida. Sus interpretaciones son legión, pero nunca lo agotan. Es un cuento sobre la sexualidad adolescente, sobre morir y renacer (y quién no lo haya hecho dolorosamente un par de veces me temo que no me entenderá), sobre lo femenino visto como seducción y misterio, sobre el poder de la experiencia, sobre la sobre el peligro en el que no solo los niños sino también los adultos vivimos constantemente. Si sigue funcionando, si sigue diciéndonos, generación tras generación, lo que no esperamos oír, es porque en él no hay inocentes, solo la realidad como lo que es: algo incomprensible. En esa niña inocente pero seductora, en esa ingenua abuela que le abre la puerta a cualquiera, en ese lobo al que luego de devorarlas se le practica una cesárea, se le llena la panza de piedras y se lo hunde en el río, hay más compromiso con la realidad actual que en doscientos libros que no son más que periodismo camuflado.